Reportaje
La Cañada Real: la ética y la estética del desastre
Un paseo por el barrio abandonado de la periferia sur de Madrid, donde miles de personas viven en unas condiciones de marginación y pobreza intolerables
Israel Merino Madrid , 16/12/2020
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Cuando el autobús interurbano 339 de Madrid te deja en la parada de Valdemingómez, justo a las orillas de la desgastada A3, sientes que desembarcas en una especie de dimensión paralela.
Al pisar el arcén, si giras tu cabeza a la derecha y cruzas un pequeño descampado a través de una estrecha acera, puedes encontrar una de las realidades más histéricas que existen en el interior del abrazo de Madrid: la Cañada Real.
En aquel punto te espera el Sector 6, el tramo más precario, pobre y grande de la Cañada Real, ese lugar de Madrid que, tan oculto a simple vista, desprende tantos mitos y verdades. Tantas leyendas. Tantas realidades.
Del 339 baja gente de todo tipo, como una mujer delgada que va escuchando música en su teléfono: “Me gusta mucho Mónica Naranjo”, empieza a relatar con su voz rota. Es tartamuda.
“Vengo a la Cañada desde Conde de Casal a lo que viene todo el mundo. Normalmente cojo un cunda (nombre que, en el argot del narcotráfico, se les da a los coches que transportan a los consumidores desde el centro de Madrid hasta la Cañada) que me lleva desde Vallecas hasta aquí, pero hoy andaba muy justa de dinero y he tenido que venir en autobús. Solo puedo pillar una micra. Tú pareces muy formal. No hagas el tonto con las drogas y pasa de meterte jaco, haz caso a madre”, acabó de decir mientras se bajaba la mascarilla, tosía y retomaba su paseo hasta el interior del Sector 6.
Cojeando, pero a paso ligero, se olvidó de la existencia del 339 mientras seguía bajando gente del autobús. Otra de las personas que bajó fue una chica árabe de 22 años: “Estoy estudiando en Madrid para ser peluquera. Voy y vengo todos los días”.
Lleva un hijab negro y una rebeca del mismo color, pero su mochila es roja y lleva estampado el logo de Kelme: “Aquí hay de todo, claro que sí, pero también hay gente muy buena. A mí nunca me ha pasado nada. Y eso que llevo toda la vida”.
Según un censo estimado de la Comunidad de Madrid, en los catorce kilómetros de ciudad lineal sobre los que se erige la Cañada Real, uno de los mayores asentamientos precarios de España, viven casi 8.000 personas. Cada una de ellas, con su propia realidad. Realidades difusas, en muchas ocasiones.
Cuando empiezas a caminar hacia el interior del Sector 6, empiezas a entender algunas cosas: por la estrecha calle pasan camiones con residuos (allí mismo está el vertedero de Valdemingómez), coches a toda velocidad y personas que pasean de un lado a otro con los ojos muy nerviosos.
Desde hace semanas, la Cañada es noticia en la mayoría de los medios de comunicación por llevar sin luz desde hace dos meses, pero esta noche no es exactamente así, pues pueden verse luces encendidas a través de los cristales de algunas de las chabolas del primer tramo de la Cañada.
Una niña de unos dieciséis años que juega con su hermano en la calle –“no es mi hermano, es mi hijo”– tiene luz en su casa. En el porche hay una hoguera en la que se calientan las manos dos mujeres de avanzada edad: “En casi todo el Sector 6 hay luz. Donde no la hay es en las otras zonas, mucho más arriba. Creo que aquí sí que la hay porque todo son chabolas y mucha gente la tiene pinchada, pero nosotros no. Aquí la pagamos todos los meses”.
“Mucha gente piensa que somos todos unos delincuentes y eso es mentira. Mucha gente no ha probado ni visto la droga en su vida, como yo. Pero claro, ¿cómo no van a traficar? Mira toda la mierda que hay aquí. No se puede hacer otra cosa”, concluye.
Cuanto más subes por la Cañada, más caes en la cuenta de la razón que tiene aquella joven madre: a ambos lados del arcén, se acumulan toneladas de basura que, en estos tiempos tan convulsos, pasa desapercibida gracias a las mascarillas, que ayudan a disimular su mal olor.
Aun así, la putrefacción puede palparse. Hay gigantescos charcos de barro pegajoso que impiden pasear por el barrio con normalidad.
Un grupo de niños se entretiene jugando dentro de un coche completamente incinerado. Cerca, pero que muy cerca, un gigantesco jabalí negro escarba entre la mierda en busca de algo de comida.
Un chico andaluz carga unas cajas en su coche, en la puerta de un garaje. Es de Sevilla, pero lleva viviendo en la Cañada desde los trece años: “Es que estamos hasta los huevos de la prensa”, empieza a contar. “Aquí hay de todo, como en todas partes, pero no te vas a encontrar coca tirada por la calle. A la gente se le olvida que en la Cañada Real viven personas; hay muchos niños y personas mayores que no tienen de nada. ¿Tú te crees que los críos y los viejos son estorbos sociales? Porque así es como se sienten”.
En el Sector 6, además de los camellos y toxicómanos que ves en Callejeros, hay muchas realidades, pero pocas alternativas. El asentamiento, que ya lleva en pie más de cincuenta años, se ha ido regurgitando a sí mismo hasta convertirse en una especie de callejón sin salida para muchas personas.
“A ver, chiquitín”, empieza a contar un hombre de treinta años con un piercing en la ceja, “¿tú crees que a nosotros nos gusta traficar? ¿Crees que nos mola meter en nuestras casas a toxicómanos que se van a zumbar veneno delante de nuestros hijos? Pues no. No nos hace ni puta gracia. Pero dame tu trabajo. Aquí no nos ayuda ni Dios. A muchos no nos queda otra opción. Si no consigo pan honradamente, pues prefiero conseguirlo sin quitárselo a nadie antes que robarlo”.
En la Cañada, a pesar de todo, se respira una extraña sensación de calma que solo es interrumpida cuando pasa una patrulla de la Policía Nacional: “¡Mierdas, que sois unos mierdas!”, empieza a gritar una mujer morena al pasar una de ellas. Estampadas en su cara, hay unas arrugas tan profundas como los charcos de mugre y barro que tengo bajo mis botas. “Es que son unos mierdas, de verdad. Vienen aquí a hacerse ver, a lucir chulería, pero luego, cuando vienen a echar a unos niños de su casa para tirarla, te vienen cincuenta mil furgonetas. Que los zurzan bien zurcidos”.
Cuanto más avanzas hacia el interior del asentamiento chabolista, más estrecha se hace la vía, pero más gigantesca se hace la perspectiva social de todo aquello: en la calle hay críos con la ropa desgastada después de ser lavada tantísimas veces, también hay perros que se acercan a ti en busca de caricias, y, bajo aquel cielo tan extraño y con un azul tan raro, se puede respirar muy malamente un aire plagado de injusticias y de estereotipos.
“No puedes escribir sobre nada de esto”, cuenta un hombre con una sonrisa tan fingida que duele. “No se puede escribir sobre estas cosas porque aquí dentro todo es un desastre. Y no te hablo de las drogas. Te hablo de la calle, de la basura, de las casas de mierda y de nuestros hijos. Vivimos en un puto desastre”.
Todo en aquel lugar es un desastre porque se ha creado una ética y una estética que lo propicia. Hasta lo bello es un desastre, porque las personas son bellas, pero han visto tantas realidades desastrosas que ya se les han quedado grabadas en sus pupilas. No hay futuro, como diría Eskorbuto. No pueden ver un futuro.
A pesar de todas las personas buenas que luchan para que el Sector 6 de la Cañada Real deje de ser un callejón, la esperanza se ha perdido. “Mi sueño es que mis hijos no mueran aquí, conmigo”, cuenta un señor sin camiseta que se fuma un purito sentado a la mesa de su cocina. La casa huele a desinfectante industrial y bolognesa. “Esto no va a ir a mejor, siempre va a ser así. Es más fácil que los míos huyan de aquí a que las cosas se arreglen»”
“No es que no seamos felices, muchos lo somos”, sigue narrando, “pero es más difícil serlo aquí que en otros sitios”.
Hay mucha gente que lucha para que la Cañada Real mejore, para que consiga una dignidad que reside en un horizonte delgado y lejano, como Agustín, el comprometido párroco de la iglesia de Santo Domingo de la Calzada, en pleno corazón del Sector 6.
“Aquí somos conscientes de que arreglar la situación de la Cañada Real lleva tiempo, pero, con los años, nos hemos dado cuenta de que es una cuestión más de calidad que de otra cosa”, relata Agustín. “Ya se han realojado en viviendas dignas a los habitantes de otros barrios chabolistas, como Orcasur, y sabemos cómo han acabado las cosas. No se puede realojar de forma masiva a miles de personas sin atender a las necesidades de cada uno”.
“Si sacas a mil quinientas personas de una zona problemática y las reagrupas en las mismas circunstancias, pero en otra localización, no acabas con el problema. Hay que estudiar cada caso, destinar tiempo, y, sobre todo, buscar la integración. El objetivo es que todas estas personas puedan llevar una vida completamente normal, como la de cualquier otro ciudadano”.
“Vivir en la Cañada Real, sobre todo en el Seis”, continúa, “está criminalizado. Que la gente de aquí también trabaja, oiga. Ha habido casos de varias personas que han acabado en la calle después de que sus jefes se enteraran de que vivían aquí. Las personas no son mejores o peores dependiendo de dónde vengan”.
Aunque se pinte esta tierra de nadie como un gigantesco mercado de la droga, es más bien un escaparate repleto de realidades. Como cualquier sitio. Como muchos otros.
Hay realidades. Muchas. Miles, incluso. El que vende droga, el jubilado, el niño, el precario y el que quizá no lo es tanto; la que estudia, el que se quiere ir, el que se quiere quedar y el que carga cajas en un Ford antiguo.
Hay inocencia en aquel antiguo camino. Hay niños que no sueñan porque desconocen que hay alternativas. No saben que hay otras realidades más allá de la suya.
Son personas, no ganado. Solo son mujeres y hombres a los que no les interesan los focos, ni vivir tras los barrotes sociales de un zoo destinado a que los morbosos se corran de gusto. No quieren visitas. No les gusta la prensa.
Es cierto que algunos no hablan de la realidad del barrio por miedo, pero la gran mayoría no quieren saber nada de los periodistas por indignación. Por puro hastío. Están hartos de posar como monos de feria: el Sector 6 no es ningún circo.
Pero tampoco hay que mitificar nada. Esto no es «Una historia del Bronx», de Robert De Niro. No se puede romantizar una zona de Madrid tan compleja de tratar como la Cañada Real, pues, al igual que cualquier otro barrio, existen numerosas caras en el dado de la realidad. Todas diferentes y todas únicas.
Hay apoyo mutuo y también hay solidaridad, pero también hay decadencia y dolor y tristeza y tripas vacías que se cansan de esperar una solución que no llega.
Cuando subes al puente que cruza la A3 de una a otra orilla, puedes ver gran parte de la extensión del Sector 6. Como una gran pintada en el suelo repleta de indignación, suciedad, personas y también belleza. A su modo, hay cierta belleza. Si hay humanidad, siempre hay belleza. Y dentro de la Cañada Real hay mucha humanidad.
Cuando el autobús interurbano 339 de Madrid te deja en la parada de Valdemingómez, justo a las orillas de la desgastada A3, sientes que desembarcas en una especie de dimensión paralela.
Al pisar el arcén, si giras tu cabeza a la derecha y cruzas un pequeño descampado a través de una estrecha acera, puedes...
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