temporal Filomena
Los precarios no hacen muñecos de nieve
‘Riders’, camioneros, limpiadores, prostitutas soportaron a pie de calle el temporal madrileño
Israel Merino 12/01/2021
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Los meteorólogos, muchas veces, se parecen a Nostradamus. Sueltan predicciones ambiguas, juegan a no saber con exactitud lo que va a pasar y se balancean entre el pronóstico y la profecía. Pero en otras ocasiones, aciertan en la diana con una finura que incluso da miedo. Como con este temporal.
Desde antes de la jornada de Reyes, los periódicos y telediarios anticipaban un apocalipsis de frío y nieve que podría colapsar, sin demasiadas dificultades, el centro de la Península Ibérica. Como si no fuera suficiente con la covid, la Pachamama nos quiere seguir demostrando a base de movidas naturales que aquí manda ella y que nosotros no somos más que un puñado de pringados que no nos podemos llamar ni ídolos de barro. Y lo está consiguiendo.
Desde primera hora de la mañana del jueves 7 de enero, la ventisca empezó a asolar Madrid: el cielo se teñía de un color gris roto, las nubes escupían agua congelada y el viento permitía que, muy poco a poco, se acumularan capas de nieve en el suelo.
Mientras la tormenta abrazaba Madrid, los niños sonreían a través de las ventanas al contemplar cómo el deseo de Navidad de tener nieve en su ciudad se iba cumpliendo. Pero los hay a los que todo esto no les ha hecho tanta gracia. Hay gente que trabaja en la calle. O que vive en ella.
Aquel jueves por la mañana, el polígono de Villaverde Alto, en el Sur de Madrid, era una auténtica pista de patinaje: no había botas de trabajo que soportaran tanto hielo y tanta nieve y tanto frío y tanta incertidumbre. De hecho, las botas de Javier, un jovencísimo chófer ecuatoriano, apenas conseguían sujetarlo.
“Me toca cargar aquí y llevar la mercancía hasta una nave de Illescas, en Toledo”, empieza a relatar mientras baja de un salto de la plataforma de su camión. El termómetro marcaba una sensación térmica de hasta cuatro grados bajo cero, pero no llevaba guantes: “No los llevo porque me joden mucho al trabajar. Estoy acostumbrado a no usarlos”.
“Espero que el temporal no dure mucho, porque el camión patina que me hace enloquecer. Las carreteras están congeladas y son muy peligrosas. También espero no tener un accidente, porque no estoy dado de alta en la Seguridad Social”, acaba de decir mientras se despide y se sube a la cabina del camión, quitándose la mascarilla.
Un par de calles más al interior del polígono, oculto al otro lado de un tornado de nieve y hielo, José espera en el muelle de un almacén a que un enorme tráiler con matrícula portuguesa aparque para poder descargarlo.
José es mozo de almacén. Simplificándolo mucho, su trabajo consiste en cargar y descargar camiones, etiquetar mercancías y ordenar los enormes palés de cajas en el centro logístico para el que curra. Un trabajo muy físico.
“Tengo 49 años, pero estoy hecho un chaval”, cuenta entre risas mientras baja la plataforma del muelle. Con un gesto de aprobación, me deja subir a la nave que capitanea. “Con todos los años que llevo trabajando para la empresa, podría estar en un puesto mejor, pero me gusta la acción. Aquí me siento realizado. Me siento útil”.
“Durante la cuarentena de marzo”, sigue contando mientras baja el hidráulico de su traspalé para coger la primera torre de cajas, “me di cuenta de la importancia de mi trabajo. Está muy bien y es muy necesario que haya médicos y enfermeros y todas esas cosas, pero también necesitamos de camioneros y de mozos de almacén que se encarguen de estos trabajos, sobre todo en días como hoy. Estoy muy orgulloso de lo que hago […]. Mi mujer y mis hijas, que tengo dos, también lo están. Hay que estar orgulloso de ser un currela”.
En estos días, mientras muchos apuran los mazapanes sobrantes de Navidad al calor de una manta, o juegan a hacer muñecos de nieve, los de siempre soportan sobre sus congeladas costillas el peso de la tormenta. La precariedad no juega con muñecos de nieve.
No muy lejos de ahí, en el centro de Madrid, la situación también empieza a ser crítica. Los aparatos de aire que cuelgan de las cornisas y que normalmente tiñen la ciudad de gris con su sempiterno polvo, ahora irradian una hipnótica luz blanca por culpa de los varios centímetros de nieve que se empiezan a acumular.
En una de las esquinas de la plaza de Jacinto Benavente, en el cruce que baja hacia la calle Atocha, un ciclista derrapa con temeridad al pararse en un semáforo. Lleva prisa y una mochila de una conocida aplicación de reparto de comida a domicilio.
Parece que Alejandro, aunque los amigos le llamamos Álex, tiene poco tiempo para charlar. Trabaja como falso autónomo para esa empresa que es mejor no nombrar: “Hasta donde sé, Trabajo ha obligado a dar de alta como asalariados a muchos riders, pero te garantizo que muchos de nosotros seguimos como falsos autónomos. De hecho, de los seis o siete chavales que conozco que se dedican a esto, solo sé de uno que esté dado de alta por la empresa. Es una puta vergüenza”.
“No sabes el acojone que da ir con la bici a estas velocidades estando Madrid como está”, sigue contando, “pero es que tengo que seguir trabajando. Las facturas solo se pagan con las facturas que me paguen a mí, así que no me queda otra que intentar tener cuidado y rezar para no pegarme una buena leche. Aunque bueno, seguro que, si me caigo, la empresa me dará una buena baja”, termina de decir mientras se ríe con descaro, pero con amargura.
Un poco más arriba, una mujer anónima con un traje reflectante del Ayuntamiento echa sal en el centro de la Puerta del Sol.
“Tengo los pies congelados”, dice mientras señala sus zapatillas de lona negra. “Me han hecho un contrato de una semana, solo para cubrir este temporal, y no me han dado la ropa adecuada. ¿Cómo se puede tratar a los trabajadores así de mal? Es que no lo entiendo, de verdad. Ya no te dan ni unos miserables zapatos”.
Sin querer desvelar su nombre, sigue relatando su situación: “Estoy en una bolsa de trabajo y, de vez en cuando, me salen contratos rápidos como este. Me llaman para una semana, o qué narices, para un par de días, y tengo que firmar sí o sí. Aunque el trabajo sea una mierda. Si no lo hago, me penalizan bajándome puestos en la bolsa, o, incluso, me echan”.
Saliendo de Sol, la situación es dantesca y triste, muy triste. Mientras la gente se hace fotos y los niños, satisfechos, corren bajo los copos de nieve, Alma no termina de pasar desapercibida. Ella está sola, pero, normalmente, suele haber muchas más esclavas como ella.
Se encuentra en un portal de la calle de la Montera, muy cerquita de la comisaría de Policía. Es como el maniquí de un vergonzoso escaparate al aire libre, aunque ella es de carne y hueso. Lleva un gorro rosa en el que se acumula la nieve que va derritiéndose poco a poco hasta convertirse en agua. También lleva unos pantalones de cuero negro.
No quiere hablar más de la cuenta: “Ay, tú te crees que estoy sola, pero no. Aquí sí que estoy solo yo porque hace mucho frío y apenas hay clientes, pero más arriba, en la Gran Vía, junto al teatro Rialto, el jefe ha mandado a otra compañera”.
Después de decir eso, se niega a decirme quién es el jefe, se da la vuelta y se enciende un cigarrillo en una esquina mientras intenta mantener una pose sensual. Intenta sonreír, pero sus labios están rotos: tiene arrugas en la frente a pesar de ser muy joven.
Aunque las horas pasan, la nieve no para de caer sobre la ciudad, como si el cielo nos bombardeara con constantes y rabiosos torpedos blancos. Hasta el momento del colapso, que llegó el viernes 8 a última hora.
A las diez de la noche, Madrid ya se encontraba cubierta por un manto blanco que sumergía a la ciudad en una especie de silencio ruidoso (se escuchaban gritos de niños, pero no coches).
Al lado de una de las bocas del metro de Argüelles, dos operarios armados con palas y cepillos de raíces intentaban despejar de nieve las entradas al suburbano. A uno de ellos, al más joven, le temblaban las manos: mi móvil decía que la sensación térmica era de seis grados bajo cero. “Ahora nos toca a nosotros”, comenta uno de ellos. “La prioridad es despejar los accesos al metro y echar un poco de sal para que la gente no se caiga. No queremos que haya una desgracia”.
“Por supuesto que no me gusta trabajar a estas horas y con este frío”, dice otro chico, “pero hay una cosa que me gusta menos: no trabajar. Las cosas no están como para ponerse tiquismiquis con el curro. Nos pagan una miseria, nos contratan durante muy poco tiempo y nos tienen trabajando durante bastantes más horas de las que deberíamos, pero hay que comer. Espero que lleguen tiempos un poco mejores”.
Los tiempos mejores no existen, o, al menos, eso es algo que se lleva diciendo durante años. Los tiempos son los que son y dan miedo. Los tiempos son buenos o malos, sí, pero son siempre buenos para unos y siempre malos para los otros. Los otros: qué bonita y cruel forma de llamar a los precarios.
En el interior de la bóveda del Cercanías de la Puerta del Sol, casi a las once y cuarto de la noche, un rider sacudía el polvo blanco de su bicicleta. Estaba desesperado: “Tengo que hacer mi último reparto de la noche antes del toque de queda, pero es imposible. Está todo colapsado y es imposible desplazarse, pero si no lo hago, me van a quitar puntos, me van a empezar a dar repartos peores y todo el trabajo que tengo acumulado se va a ir a la mierda”.
Estaba llorando. No tenía salida. No tenía alternativa. Al igual que Madrid, aquel chico había colapsado.
Los meteorólogos, muchas veces, se parecen a Nostradamus. Sueltan predicciones ambiguas, juegan a no saber con exactitud lo que va a pasar y se balancean entre el pronóstico y la profecía. Pero en otras ocasiones, aciertan en la diana con una finura que incluso da miedo. Como con este temporal.
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