LECTURA
El agente secreto y la cultura popular de los 60
Fragmento de ‘No soy un número. Un viaje por la cultura popular de los 60 a través de El Prisionero’, editado por Applehead Team
Santi Pagés 1/03/2021
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Vista desde el presente, la década de 1960 aún conserva un considerable influjo. Hablar de «los años 60» evoca inmediatamente tiempos de esperanza y vitalidad, de cambios y creatividad, tiempos en los que las instituciones tradicionales se tambaleaban y todo, hasta el triunfo de la revolución, parecía posible. La década produjo hito tras hito en el cine, la literatura, la música, los cómics, la tecnología, la moda, mientras se sucedían violentos hechos que la recorrieron de punta a punta, desde el asesinato de JFK hasta el mayo francés, siempre con la Guerra del Vietnam de fondo. El conflicto en el Sudeste asiático empujó a las generaciones jóvenes, las más numerosas que hasta entonces habían llegado al mundo, a movilizarse, a protestar, a manifestarse codo con codo con los obreros, los colonizados y las minorías étnicas. Fue también una década de ambivalencia hacia el progreso, una década que se vivió bajo la sombra del hongo atómico, apenas evitado en la crisis de los misiles de Cuba. Al mismo tiempo, y no por casualidad, la estética futurista se convertía en parte de la vida cotidiana. La carrera espacial entre los dos bloques y las nuevas tecnologías de comunicación, especialmente la cada vez más popular televisión, irrumpieron en el imaginario popular. Edificios como la terminal del aeropuerto de Los Ángeles, las exposiciones en Seattle en 1962 y en Nueva York en 1964, o la moda space age de Paco Rabanne o Pierre Cardin mostraban un optimismo hacia el futuro y el desarrollo técnico que culminó con la llegada del Apolo 11 a la Luna en verano de 1969 y la primera conexión a distancia entre dos ordenadores unos meses más tarde. No es de extrañar que en la segunda mitad de la década surgiera un nuevo movimiento, el hippie, que abogaba por el rechazo a la sociedad convencional en búsqueda de una realidad aparte.
Desde sus mismos títulos de crédito, queda claro que El Prisionero pertenece de lleno a la desbordante cultura popular de los 60. La música, los colores, las imágenes de Londres, epicentro de los swinging sixties; un hombre bien vestido que conduce un coche deportivo, que vive en un apartamento elegante y se prepara para viajar a un destino exótico. Muestrario de una década opulenta, la última de los que suelen denominarse «los 30 gloriosos» años del capitalismo. El Prisionero abrazaba una estética declaradamente pop, definida por Peter Blake, el diseñador de la cubierta del Sgt Pepper’s lonely hearts club band (1967) de los Beatles, como un arte popular, desechable, de bajo coste, producido en masa, juvenil, ingenioso, efectista y glamuroso. Los trajes coloridos, la música jovial, los interiores futuristas y su adscripción al género de aventuras hacen de El Prisionero una obra eminentemente pop.
El Prisionero se emitió por primera vez entre 1967 y 1968, el bienio epicentro de los más sobrecogedores sucesos de la década. Es imposible no contemplar la serie como ventana a ese periodo en el que la revolución parecía inminente. En los meses que transcurrieron entre la emisión del episodio piloto en Reino Unido en septiembre de 1967, recién terminado el llamado «verano del amor», y su conclusión en febrero de 1968 dio tiempo a que el Che Guevara fuera asesinado y a que en Vietnam se produjera la ofensiva suicida del Tet, que quebró la voluntad del ejército estadounidense y marcó el origen de su ulterior derrota. Bajo la presión de las movilizaciones contra la guerra, incluyendo la célebre marcha hacia el Pentágono en octubre, Lyndon B Johnson decidió no presentarse a la reelección, allanando el camino para que Richard Nixon ganara las elecciones al año siguiente. Más o menos por entonces, un hombre delgado y simpático llamado Alexander Dubcek se convertía en presidente de una Checoslovaquia aun en la órbita soviética que iniciaba un proceso de apertura que con el tiempo se llamaría la Primavera de Praga.
Entre febrero y mayo de 1968 se emitieron en Francia 13 de los 17 episodios de El Prisionero (el resto no se dobló al francés, algo común entonces). En ese periodo fue asesinado Martin Luther King y las manifestaciones estudiantiles se extendieron por todo el mundo. En Alemania, Italia, México y Japón la represión dejó tras de sí cientos de heridos, decenas de muertos. Los dos últimos episodios de la serie se emitieron por la televisión francesa mientras las fuerzas del orden entraban en la Sorbona ocupada por los universitarios y se levantaron barricadas por todo París. Casi al mismo tiempo, entre marzo y agosto de 1968, El Prisionero se emitió en España, incomprensiblemente permitida por los censores franquistas pese a su evidente contenido antitotalitario. En esos meses se produjeron en Madrid y Barcelona continuos choques entre los estudiantes y «los grises», que entraron cargando a caballo en los cámpuses universitarios. ETA cometió su primer atentado.
El 1 de junio de 1968, precedida de una gran expectación después del impacto de su emisión en Reino Unido, la CBS estrenó El Prisionero en Estados Unidos. La emisión del segundo episodio fue pospuesta debido al asesinato de Robert Kennedy. Desde entonces y hasta su conclusión a finales de septiembre dio tiempo a que los tanques soviéticos entraran en Praga aplastando su primavera, y a que la policía norteamericana reprimiera con enorme violencia las protestas que tuvieron lugar durante la convención del partido demócrata en Chicago. El movimiento contracultural entró en estado de shock. La ventana de oportunidad de la revolución en Occidente se cerró.
Esta riada de sucesos fue la culminación de una serie de tendencias sociales y culturales que llevaban gestándose desde mediados de los 50. Aquellos también fueron los años de formación de la estrella principal de la serie, Patrick McGoohan, y del resto del equipo de producción. Por eso, para entender mejor El Prisionero, los temas que la articulan y la década en que se produjo, avanzaremos y retrocederemos en el tiempo para rastrear esos antecedentes y entender algunas de las principales corrientes de la cultura popular de «la década prodigiosa».
Agentes secretos
Con su premisa de un agente secuestrado por una desconocida potencia que pretende extraerle sus secretos, El Prisionero se comercializó como parte de la ola de ficción de espías que se había apoderado de la cultura popular de los años 60 inundando la literatura, el cine y la televisión. Había agentes secretos por todas partes. Un espectador o espectadora podía cruzar de un extremo al otro la semana sintonizando una serie de espías cada día. En el cine reinaba Sean Connery como James Bond, cuyo éxito planetario generó imitaciones de todo presupuesto y pelaje. En los cómics, una cierta editorial llamada Marvel había comenzado a publicar Nick Fury, agente de SHIELD. En la literatura popular reinaban John Le Carré e Ian Fleming, las puntas visibles de un iceberg inmenso de novelas de espionaje que llenaban los estantes de librerías y kioscos.
Por supuesto, la ficción de espías no había nacido ayer. Su nacimiento suele ubicarse en el relato de Edgar Allan Poe La carta robada (1844) en el que el detective Dupin resolvía el robo de unos papeles gubernamentales. Tampoco el concepto del agente secreto era nuevo; ahí estaba el relato de Joseph Conrad El agente secreto (1907). Pero el superespía que nace a mediados de la década de los 50, y que alcanza su plenitud en la década de los 60, era un animal diferente.
Su nacimiento se debió, por supuesto, a la Guerra Fría. Un conflicto sordo y oculto por definición, que tuvo su literal pistoletazo de salida con el suicidio de Hitler en el búnker de la Cancillería. Los combates de la Guerra Fría se libraban en privado: la presunta infiltración comunista, el tráfico de secretos nucleares, las deserciones, la carrera espacial, la (des)estabilización de países satélites. El agente secreto era un producto natural de ese contexto, el soldado ideal para combatir en una guerra cuyo frente era cambiante, ubicuo e impredecible.
‘El Prisionero’ abrazaba una estética declaradamente pop, un arte popular, desechable, de bajo coste, producido en masa, juvenil, ingenioso, efectista y glamuroso
Los anglocéntricos estudios de la ficción de espías suelen señalan la novela Secret Ministry (1951) del británico Desmond Cory y su Johhny Fedora como la primera aparición de un superespía en la ficción. Pero lo cierto es que ese honor lo ostenta Tu parles d'une ingénue! (1949) la primera novela del francés Jean Bruce protagonizada por Hubert Bonisseur de La Bath, nombre en clave OSS 117, un agente norteamericano descendiente de aristócratas galos. Bruce sublimó en su creación su propia personalidad y vivencias. Había sido agente de la Interpol, joyero, actor y un apasionado de los coches de carreras. Fleming haría lo mismo con James Bond, una amalgama de sí mismo y de agentes de campo que había conocido durante su época en el servicio secreto británico. Aunque OSS 117 se distingue de 007 en que es culto y domina idiomas, comparte con él otras muchas cualidades: es peligroso, atractivo, atlético, seductor y, por supuesto, un machista empedernido. Pero no solo Jean Bruce se adelantó a Fleming. Cuando Bruce abandonó la editorial Fleuve Noir, esta comenzó a publicar novelas sobre Francis Coplan, también conocido como FX 18, un ingeniero fichado por los servicios secretos franceses y cortado bajo un patrón similar a OSS 117. La primera novela del personaje, titulada Sense issue! (1953), se publicó el mismo año en que 007 debutó literariamente en Casino Royale. En definitiva, para cuando se estrenó 007 contra el Dr No (1962), los franceses ya llevaban unos cuantos añitos practicando el género del agente secreto en la literatura y el cine.
La ficción de superespías de aquellos primeros años retenía elementos aún muy cercanos al género negro, el hard boiled y la ficción detectivesca. Ian Fleming, por ejemplo, era un gran admirador de Raymond Chandler. De hecho, en la primera incursión de James Bond en la gran pantalla puede detectarse aún esta influencia. 007 investiga el asesinato de un agente en Jamaica durante una gran parte del metraje. Cuando el Dr No le trae finalmente a su guarida este, decepcionado porque Bond no quiere seguirle el juego, le espeta «No es usted más que un vulgar polizonte».
Pero es con el levantamiento del Muro de Berlín en 1961 y la crisis de los misiles de Cuba de 1962 cuando el agente secreto completa su mutación y se erige como guardián moral de Occidente pese a ser con frecuencia un Don Juan y un asesino a sangre fría. El superespía ofrecía certidumbre en momentos en los que la destrucción del mundo estaba a un botón rojo de distancia. El agente secreto mantiene el peinado, la compostura y el autocontrol incluso en las situaciones más desesperadas. Con él, la audiencia siente que está en buenas manos y que la victoria contra los malvados está asegurada.
Otra razón fundamental que explica el éxito mundial del género de agentes secretos era su innegable magnetismo. El superespía era la fantasía del hombre blanco occidental, sujeto a su cotidiano y embrutecedor trabajo de oficina o fábrica, a su obligación de adquirir productos, de proveer a su dócil esposa de los últimos automatismos domésticos. En la edad de oro del capitalismo que siguió a la Segunda Guerra Mundial, las portadas de las novelas de agentes secretos y los posters de las películas del género abrían portales a mundos exóticos repletos de ropas caras, gadgets imposibles, y bellas mujeres. No en vano, El hombre de la pistola de oro (1965), la duodécima novela que Ian Fleming escribió sobre James Bond, se publicó por entregas en Playboy. En el caso de 007, esa fantasía masculina incluía la reubicación de Gran Bretaña en el contexto internacional tras la pérdida definitiva de su imperio. Es poco casual que 007 contra el Dr No se estrenara el mismo año en que Jamaica se independizó de Reino Unido; la isla caribeña es la principal localización de la aventura. El agente secreto servía para restaurar al hombre occidental en una posición de dominio frente a dos movimientos de liberación que le amenazaban, el descolonizador y el feminismo. El agente secreto era un macho alfa, un emperador sin destronar. Eso no quiere decir que las mujeres no tuvieran ningún interés en la ficción de espías. De hecho, el éxito global del género no puede explicarse sin el público femenino. De ello hablaremos con detalle en próximos capítulos.
Existe una tercera razón para el auge de la ficción de espías a la luz de la cual podemos entender muy bien El Prisionero: Los 50 y 60 fueron décadas de chocantes adelantos tecnológicos. Muchos de ellos llegaron a los hogares, como la televisión, pero otros eran más desasosegadores, como el taquioscopio, las computadoras o los nuevos fármacos. Estos avances hicieron crecer la sospecha de que instancias ocultas podrían estar operando dentro o al margen del gobierno. Por eso el supervillano y sus organizaciones secretas poseen guaridas hipertecnificadas. Los agentes secretos de los años 60 se enfrentaban a máquinas que intercambian cuerpos, inteligencias artificiales desbocadas, plantas y animales genéticamente modificados, rayos de miniaturización y láseres de la muerte. Para el protagonista de El Prisionero, la tecnología y los gadgets no son nada positivo sino los instrumentos que sus captores utilizan para tratar de subyugarle.
El agente secreto nos ofrece certezas contra estos aterradores conceptos porque es capaz de acceder a la dimensión en la que operan las fuerzas arcanas que buscan conquistar el mundo para después derrotarlas. De hecho, una de las acepciones de la palabra «agente» según el DRAE es alguien «que obra o tiene capacidad de obrar». El agente puede hacer lo que para nosotros es imposible: descifrar códigos, descubrir secretos, entrar en espacios restringidos que nos están vedados. Cada una de sus victorias consigue detener el progreso y devolvernos momentáneamente al orden. No en vano, en este loco principio de siglo XXI en el que nos asedia una necesidad de reafirmación similar, el agente secreto sigue siendo necesario; ahí están los éxitos de las sagas Bourne y Misión Imposible, que ya va por su séptima entrega.
Esta ansiedad ante lo desconocido explica la crucial influencia de Con la muerte en los talones (1959) en el boom de la ficción de espías, de similar envergadura a la que tuvieron las novelas de Ian Fleming en la cultura popular. En el clásico de Hitchcock, el personaje interpretado por Cary Grant es un ejecutivo de publicidad que se ve embrollado en una trama de espionaje sin quererlo y por culpa de su propio gobierno. En sus tribulaciones le acompaña la bella Eva Marie Sant, que sabe más del asunto de lo que aparenta. Aunque Hitchcock ya había ensayado la idea del espía involuntario en sus dos versiones de El hombre que sabía demasiado (1934 y 1956), Con la muerte en los talones alcanzó un éxito total porque conjuraba los ingredientes precisos en el momento justo: Regalaba la fantasía del agente secreto al hombre corriente, que podía convertirse en seductor y aventurero por accidente, y disfrazaba de enredo romántico la incertidumbre sobre lo que sucedía en las bambalinas del espionaje internacional y la lucha entre bloques.
Vista desde el presente, la década de 1960 aún conserva un considerable influjo. Hablar de «los años 60» evoca inmediatamente tiempos de esperanza y vitalidad, de cambios y creatividad, tiempos en los que las instituciones tradicionales se tambaleaban y todo, hasta el triunfo de la revolución, parecía posible. La...
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