GUERRA Y COMERCIO
Mar revuelta
En medio de la pandemia, la industria del transporte coaccionó a 200.000 marinos mercantes para que alargaran sus contratos de trabajo, les negó un traslado seguro a casa o les obligó a renunciar a la asistencia médica en los puertos
Harris Feinsod (The Baffler) 29/03/2021
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La Organización Internacional del Trabajo calcula que en la primavera de 2020 el coronavirus provocó una disminución mundial del 14% en el número de horas trabajadas respecto a la primavera de 2019, lo que equivaldría a unos 400 millones de puestos de trabajo menos. Pero, mientras los economistas se apresuraban a medir las abrumadoras cifras de desempleo, se estaba desatando una calamidad en sentido opuesto sin que nadie lo advirtiera: una multitud de trabajadores estaban siendo obligados a trabajar contra su voluntad. La Federación Internacional de los Trabajadores del Transporte afirma que, en medio de la pandemia, la industria del transporte coaccionó, al menos, a 200.000 marinos mercantes para que extendieran sus contratos de trabajo, les negó un traslado seguro a casa con sus familias o les obligó a renunciar a la asistencia médica en puerto. Este reclutamiento de facto, que sigue produciéndose, se parece mucho a un restablecimiento a gran escala de las antiguas levas que la Marina Real Británica llevó a cabo en sus peores épocas, y que luego continuaron los estafadores y embaucadores en la llamada Barbary Coast de San Francisco. Mientras las agencias de aduanas reforzaban los controles fronterizos y las empresas de transporte marítimo se esforzaban por evitar un temible ciclo de “desglobalización” durante la pasada primavera, las dos dejaron clara una singular indiferencia hacia los marinos que alimentan la caldera del comercio mundial.
Es posible rastrear el origen de estas historias de explotación hasta el siglo XVI, cuando el transporte marítimo facilitó la esclavitud que sentó las bases de la expansión imperial europea
Si este desinterés suena ya manido, es porque las fronteras marítimas del capital y el colonialismo, que a menudo navegan de la mano, representan 500 años de desprecio por los marineros. Es posible rastrear el origen de estas historias de explotación laboral hasta el siglo XVI, cuando el transporte marítimo facilitó la esclavitud que sentó las bases de la expansión imperial europea. Más cerca de nuestra época, en el siglo XIX, el departamento de obras públicas de Egipto utilizó mano de obra “corvée” –es decir, no libre– para construir el canal de Suez. A principios del siglo XX, cuando las organizaciones sindicales comenzaban a conseguir avances para los marineros, se izó la bandera de conveniencia: un instrumento legislativo que permitía a las navieras mantener sus registros en Liberia o Panamá, y esquivar las normas laborales nacionales que protegían a los marineros. Desde la década de 1960, el incesante avance de la automatización y contenedorización (usar esas cajas hoy en día omnipresentes que agilizan la carga y transporte de bienes entre el barco y el puerto) ha vuelto a minar el trabajo de los estibadores, que apenas habían conseguido desprecarizar su situación.
En las últimas décadas, a medida que las instalaciones de transbordo, como por ejemplo Jebel Ali en Dubái, eclipsaban a los viejos puertos urbanos de carga suelta, en los que las mercancías se descargaban directamente de los barcos y salían del puerto hacia la metrópolis, el escrutinio público del comercio marítimo comenzó a disminuir. Al encontrarse hoy en día alejados de la vista, los puertos de contenedores y petroleros continúan siendo lo que Allan Sekula denominó en una ocasión el “espacio olvidado” de la globalización. El teórico político Laleh Khalili atribuye en parte este hermetismo a la propia pérdida de popularidad como contadores de historias de los marineros, algo que la era de los barcos de contenedores ha perjudicado. “Al no quedar relatos que hilvanar”, escribe en su nuevo libro La logística de la guerra y el comercio: transporte y capitalismo en la península arábiga, “hay escasas posibilidades de contar historias que resuenen por encima del ensordecedor ruido de las amoladoras eléctricas y las mangueras hidráulicas”.
El libro ofrece una de las investigaciones recientes más sobrecogedoras sobre la infraestructuras, difícilmente explicables, que se pueden encontrar en los puertos modernos y sobre el lugar que estos ocupan en los patrones de conflictos y comercio mundiales. Una gran parte de su libro aborda cómo se desarrolló, tras la Segunda Guerra Mundial, el transporte a granel, de buques-cisterna y contenedores a lo largo del litoral de la península arábiga, y también de las fantasías futuristas que crearon los especuladores, emiratos, imperios y empresas mercenarias de logística, que se beneficiaron de ello. La pormenorizada y hábil investigación de Khalili saca a relucir cómo cambió la región y cómo, a su vez, esta cambió la economía mundial de la energía en la era del petróleo. Además, traza una clara línea entre las redes comerciales y militares de la región, y revela el coste humano de la logística cotidiana. Como afirma hacia el final de su libro: “Los contramaestres del capital son en numerosas ocasiones idénticos a los señores del comercio”.
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Pensemos ahora en los orígenes del término “Oriente Medio”, popularizado por el estratega naval estadounidense Alfred Thayer Mahan, cuando lo empleó en su artículo de 1902 titulado “El golfo Pérsico y las relaciones internacionales”. Como señala On Barak en su libro Alimentando el imperio: cómo el carbón creó a Oriente Medio y desencadenó la carbonización mundial, lo que Mahan tenía en mente no era una región culturalmente y políticamente elaborada (por aquel entonces, Oriente Medio se caracterizaba por un abanico de complejos acuerdos entre las potencias coloniales y los emiratos y sultanatos locales), sino una “serie de depósitos británicos de carbón”, que abastecieran a los barcos de vapor del imperio de Su Majestad, que por aquel entonces estaba en expansión (Barak llama a esto colonialismo). Esta manera de entender Oriente Medio se caracteriza por las ligaduras que lo atraviesan, que el New York Times denominó en una ocasión el “ligamento imperial” de la Inglaterra victoriana.
El descubrimiento de petróleo en Bahréin, Arabia Saudí y en otros lugares durante las décadas de 1930 y 1940 provocó una marea de cambios convulsos en la logística peninsular, al desarrollarse “titánicas infraestructuras marítimas” sobre las sinuosas estructuras existentes. Khalili aborda este proceso en el brillante capítulo que titula “Construyendo puertos”. Describe cómo algunas empresas como la Arabian American Oil Company (Aramco) y la Anglo-Iranian Oil Company (AIOC) se asociaron con los antiguos gobiernos coloniales para desmantelar los emiratos y transformar las vastas llanuras del golfo Pérsico con la idea de que pasaran de ser zonas alejadas de la costa donde solo entraban dhows y gabarras (que transportaban a los virreyes coloniales hasta el puerto solo para escenificar desembarcos triunfales) a convertirse en una zona de puertos de aguas profundas que impulsara una feroz nueva economía. Petropuertos como el de Dammam y Ras Tanura en Arabia Saudí, o Mina Ahmadi y Shuwaikh en Kuwait, llegaron a identificarse con una especie de carta blanca para la soberanía corporativa, a medida que las empresas petroleras se introducían en el negocio de construcción de puertos. Por el contrario, algunos puertos de contenedores como el de Dubái y Sharjah fueron el producto de emiratos rivales impacientes por garantizarse un acceso ventajoso al comercio con el imperio Británico. Para Khalili: “Como consecuencia de su incesante esfuerzo por construir puertos cada vez más profundos”, y “de su implacable moldeo, tallado y esculpido de la mar para convertirla en tierra y de la tierra para convertirla en más tierra”, Dubái se convirtió en un típico punto de conexión para la matriz imperial de acumulación de capital a escala mundial. Hoy en día, los ecosistemas del fondo marino han quedado destruidos tras un siglo de trabajos de dragado sin cesar.
Petropuertos como el de Dammam y Ras Tanura en Arabia Saudí llegaron a identificarse con una especie de carta blanca para la soberanía corporativa
No aparecen muchos personajes en el libro de Khalili. Por lo general, la autora se centra en los protagonistas corporativos y estatales que se presentan tras una aburrida lista de acrónimos e índices: Aramco, BAPCO, Baltic Dry Index y demás, que hacen necesaria la existencia de un glosario. Una de las raras excepciones es el magnate griego Aristóteles Onassis, más conocido por ser el segundo marido de Jacqueline Kennedy. Onassis amasó con destreza una flota de megapetroleros justo antes y después de la Segunda Guerra Mundial, y se anticipó al boom petrolífero de la posguerra. En 1953, se hizo con una lucrativa exclusiva para transportar el petróleo saudí, que consiguió molestar al mundo entero, desde los hermanos Dulles hasta a la British Petroleum. Aramco afirmó que su concesión de 1933 incluía los derechos de transporte y eso invalidaba el contrato que Onassis había firmado con los saudíes; en 1958, un tribunal de arbitraje suizo se puso de parte de Aramco y determinó que la empresa estaba por encima de la soberanía saudí. Para Khalili, este resulta un caso paradigmático de cómo la ley europea colaboró con las corporaciones multinacionales en su proceso de llevarse por delante unos estados poscoloniales que intentaban afirmar su soberanía sobre sus propios recursos.
De manera muy astuta, Khalili demuestra cómo este proceso sirvió para reformular la vieja doctrina del mare liberum (“la libertad de los mares”), que el jurista holandés Hugo Grocio estableció en un tratado de 1609. En esa anterior era de conflictos imperiales, algunas potencias europeas como la holandesa habían eliminado cualquier rastro de legislación indígena para declarar que el mar era una propiedad universal, y por lo tanto apta para su apropiación. Este proceso se repetiría en la década 1950, cuando el fondo marino en torno a la península arábiga se fue transformando gradualmente en escenario de rifirrafes jurisdiccionales de emiratos que querían iniciarse en el mundo de las perforaciones petrolíferas submarinas. Todas estas pugnas se terminaron con la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1958/1982), que formalizó las normas internacionales sobre el uso de los recursos marítimos. Aunque prometió un patrimonio mundial, la ley permitió que las potencias que poseyeran los suficientes recursos técnicos y el suficiente capital fueran las únicas que pudieran instalar las complejas infraestructuras de extracción submarina.
La ley permitió que las potencias con suficientes recursos y capital fueran las únicas que pudieran instalar las complejas infraestructuras de extracción submarina
Estos rifirrafes submarinos son solo uno de los muchos “palimpsestos de leyes y soberanos corporativos” que Khalili desentraña en su libro. Igualmente crucial es el desarrollo de zonas francas y zonas de procesamiento de exportaciones extralegales que ungen a las corporaciones de una soberanía voluble que estas utilizan para convertirlas en paraísos fiscales. En ese sentido, el puerto Jebel Ali de Dubái es emblemático.
Jebel Ali, difícil de observar tras sus numerosas barreras de seguridad, es la ballena blanca de Khalili. Como escapa al escrutinio regulatorio, alberga la acumulación de capital, sin estorbos, de unas 7.000 sociedades, la mayoría de ellas extranjeras, que se aprovechan de la docilidad de trabajadores de Nepal y otros países acorralados por la inmigración forzosa. En una entrevista reciente en el podcast “Everyday Analysis”, Khalili contó que los líderes de la Federación Internacional de los Trabajadores del Transporte le habían pedido que investigara Jebel Ali, porque estaban justificadamente preocupados por las condiciones laborales que imperaban allí. En dos ocasiones Khalili consiguió atracar en el inaccesible puerto en su viaje en barcos portacontenedores, pero muchos puertos de ese estilo, que fueron construidos lejos de la vista y que tras el 11-S reforzaron sus medidas de seguridad, restringen la admisión de pasajeros no clasificados y otros observadores.
La contratación que hizo Aramco de mil palestinos desplazados por la Nakba se trató de un intento de despedir a los bien organizados trabajadores italianos del petróleo
¿Cómo les ha ido a los estibadores y marineros en este nuevo campo de soberanos corporativos y megapuertos remotos que surgieron en el siglo XX? Los dos capítulos del libro de Khalili sobre el trabajo en tierra y a bordo destilan la trágica energía de unos trabajadores que han sido disciplinados por el capital como consecuencia de una circunstancia histórica detrás de otra, aunque se resistieran de manera desigual. Khalili sigue los pasos del historiador Marcel van der Linden y repasa el drama de los trabajadores navales contemporáneos en relación con las técnicas racializadas de gobernanza que crearon “mano de obra forzosa en las colonias”, en particular a través de una migración forzada y controlada. Sus pruebas incluyen la historia de los lascar, marinos de las colonias del sur de Asia y Oriente Medio que trabajaban para los servicios coloniales de transporte de mercancías, por lo general por sueldos más bajos que sus equivalentes europeos. Desde finales del siglo XVIII, Gran Bretaña dependió de los lascares como mano de obra para solucionar de manera temporal los menguantes beneficios que se produjeron tras el fin de la leva y la esclavitud. Incluso cuando los marinos británicos comenzaron a conseguir importantes avances laborales a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, estos nunca llegaron hasta los lascares, que se vieron en cambio constreñidos por nuevas restricciones, como el requisito de registro de 1925 para los “marinos extranjeros de color” y las medidas salariales discriminatorias que la ley británica consagró hasta 1970.
Tanto en tierra como en el mar, la inmigración forzada también marcó las prácticas de contratación de personal de los soberanos corporativos neo y postcoloniales de Oriente Medio. Khalili señala que la contratación que hizo Aramco de mil palestinos desplazados por la Nakba difícilmente era un acto de magnanimidad, sino que más bien se trató de un intento de despedir a los bien organizados trabajadores italianos del petróleo. De igual modo, durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, mientras la industria del petróleo devoraba trabajadores cualificados de Kuwait y Bahréin, las empresas de transporte de mercancías dependían de trabajadores no cualificados de los Estados de la Tregua, e inventaron categorías de trabajadores inmigrantes para controlar a unas comunidades que siempre habían cruzado de un lado a otro de unas tierras que ahora estaban delimitadas por fronteras nacionales. Khalili entrelaza muchos de esos datos al descifrar una densa red de patrones migratorios forzosos y unos sistemas de visados más restrictivos, como el alojamiento de trabajadores pakistaníes y libaneses en campos de trabajo remotos mientras construían una base naval estadounidense en Omán en la década de 1970, o estibadores punjabi mal pagados en los Emiratos Árabes Unidos de la actualidad. Una de las historias más inquietantes que describe trata de unos trabajadores logísticos nepalíes que unos representantes jordanos de la filial de Halliburton, KBR, contrataron en 2004. Aunque les dijeron que trabajarían en Kuwait, cuando se dieron cuenta estaban cargando barcos en primera línea de la guerra de Irak, donde varios fallecieron durante una emboscada.
Una serie de huelgas y protestas siguieron a estas historias de disciplina laboral, aunque los trabajadores de la península arábiga tuvieron menos éxito que sus colegas de puertos como San Francisco y Durban, en los que el “poder de los trabajadores portuarios” (por utilizar la frase del historiador Peter Cole), fue muy hábil a la hora de aplicar cuellos de botella sobre la circulación de materias. En un interesante interludio, Khalili resucita una huelga de estibadores poco conocida que tuvo lugar en 1948 en la Anglo-Iranian Oil Company [Compañía de Petróleos Anglo-Iraní] de Adén, que ella considera premonitoria de las luchas anticoloniales de la década de 1960. (Se podría en ese momento haber empleado una perspectiva más amplia para desvelar mayores imbricaciones entre las huelgas de estibadores y el anticolonialismo, como cuando los trabajadores portuarios australianos hicieron huelga en 1946 a favor de la independencia de Indonesia, que es el tema del corto llamado Indonesia Calling que Joris Ivens filmó en 1946).
Otra técnica legal que se utilizó para obstaculizar con eficacia la resistencia de los trabajadores portuarios fue la invención en Panamá en 1916 de la anteriormente mencionada bandera de conveniencia. Estos juegos jurisdiccionales de trileros rara vez resultaron beneficiosos para los marinos. En 1981, unos hambrientos tripulantes filipinos a bordo de un buque saudí atracado en Róterdam hicieron huelga para conseguir raciones dignas. Al final, los tribunales holandeses dictaminaron que, según la ley filipina, los marinos no podían hacer huelga. Hoy en día, no es de extrañar que un 14% de los marinos sean filipinos.
La vulnerabilidad actual de los trabajadores portuarios quedó dolorosamente clara tras la reciente explosión en Beirut. La causa de la explosión, como sabemos ahora, fue un cargamento de nitrato de amonio altamente explosivo que los agentes de aduanas libaneses habían descargado de un barco abandonado y almacenado en un depósito de trasbordo genérico del muelle. Que las autoridades estatales libanesas hicieron honor a una incompetencia burocrática de larga tradición está bastante claro. Lo que ha recibido menos atención es el motivo por el que tuvieron que descargar los explosivos del barco en un principio. Salió a la luz que en 2013, el MV Rhosus, que navegaba con una bandera moldava de conveniencia, había atracado en el Puerto de Beirut, donde fue sometido a un Control del Estado Rector de Puerto (CERP) aleatorio y no superó el test de seguridad. De inmediato, el dueño del barco, el oligarca ruso Igor Grechushkin, se desentendió de él y cortó toda comunicación con los tripulantes del barco. La carga también en cierto modo desapareció. Abandonados a su propia suerte y sin ningún salario, cuatro tripulantes ucranianos quedaron secuestrados en el barco-bomba durante 11 meses, mientras la autoridad portuaria impedía su repatriación y discutía cómo deshacerse de los explosivos. La manera de tratar a los trabajadores fue casi igual de atroz que la decisión final que se tomó sobre el nitrato de amonio.
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El capítulo más impactante de Khalili es el último. En él, emplea todo su conocimiento como académica bélica para conectar el comercio marítimo en la península arábiga con su historial de violencia. A mediados de la década de 1980, una pausa en la guerra de Irak-Irán provocó que ambas partes intensificaran sus ataques contra los petroleros. Estas “guerras de los petroleros” aceleraron la seguridad militar de las exportaciones de petróleo, que vieron como EE.UU. o Rusia cambiaban la bandera de muchos barcos para garantizar sus intereses corporativos. “Las operaciones que se llevaron a cabo para proteger el transporte de hidrocarburos durante la guerra de los petroleros fueron uno de los primeros escenarios en los que CENTCOM [el Mando Central de los Estados Unidos] hizo alarde de poder en la región”, escribe Khalili. El ataque de Irak contra Kuwait en 1990 le dio la oportunidad a este país de aumentar drásticamente su influencia en la región mediante operaciones marítimas de logística, como por ejemplo el despliegue de personal y material durante las operaciones Escudo del Desierto y Tormenta del Desierto. De igual modo, la remota ubicación y la seguridad de Jebel Ali terminaron convirtiéndolo en uno de los principales puntos de transbordo para organizar la guerra de Afganistán.
Khalili concluye el libro repasando la especulación que han llevado a cabo las empresas marítimas de logística, como Haliburton o la menos conocida Agility, con sede en Kuwait, que no han dudado en ofrecer su ayuda con fines de lucro durante estas campañas militares. Describe a Erik Prince como “el más sinvergüenza de todos estos oportunistas”. Tras años especulando en la Guerra del Golfo a través de Blackwater, Prince se mudó a Abu Dabi y fundó empresas entre las que estaban Reflex Responses y Frontier Services Group. Estas organizaciones mercenarias de seguridad y logística tomaron parte en actividades que abarcaron desde patrullas antipiratería en el golfo de Adén hasta ofrecer protección paramilitar a las inversiones estatales chinas en el puerto de Gwadar de Pakistán.
Pero Prince es uno más de todos esos camaleones acomodaticios. Otro ejemplo es la coalición entre EAU y Arabia Saudí que bombardeó los puertos de Adén y Hodeidah en Yemen, cuyos bloqueos agudizaron la epidemia de cólera, la hambruna y la escasez de suministros médicos. En este caso, más claramente aún que en el caso de la actual avalancha mundial de marinos varados, la lógica última de rivalidad interportuaria no es más que una lógica de crisis humanitaria. Cuando se ignoran o dejan de ser observadas, las arterias del comercio marítimo siguen siendo propensas a provocar este tipo de embolias catastróficas. Mientras la gente barre los cristales rotos de las calles de Beirut, solo se puede esperar que la catástrofe sirva de lección para el futuro.
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Harris Feinsod es profesor adjunto de literatura comparada en la Universidad Northwestern, y miembro del Centro Nacional para las Humanidades. Es el autor de La poesía de las Américas: de buenos vecinos a contraculturas (Oxford, 2017) y cotraductor del libro de Oliverio Girondo Calcomanías (Open Letter 2018).
La logística de la guerra y el comercio: transporte y capitalismo en la península arábiga, de Laleh Khalili. Verso Books, 352 páginas.
Este artículo se publicó en The Baffler.
Traducción de Álvaro San José.
La Organización Internacional del Trabajo calcula que en la primavera de 2020 el coronavirus provocó una disminución mundial del 14% en el número de horas trabajadas respecto a la primavera de 2019, lo que equivaldría a unos 400 millones de puestos de trabajo menos. Pero, mientras los economistas se apresuraban a...
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