Gramática Rojiparda
Sin tele en el cerco de Stalingrado
No sé dónde está el problema en que una cadena masiva aborde la violencia de género en ‘prime time’. Puede que sea más efectivo que lo discutamos usted y yo y otros cinco fans de ‘La Clave’ en un Centro Social Okupado, pero albergo mis dudas
Xandru Fernández 28/03/2021

Rocío Carrasco, en una imagen del documental emitido por Tele5.
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Ahora que Pablo Iglesias deja de ser diputado y florecen, con la primavera, las glosas y las críticas, los elogios y los análisis de su figura y su trayectoria, conviene recordar que fue de los pocos, en la izquierda española, que detectaron el potencial transformador de la televisión y trabajaron en consecuencia. Lo de labrarse una imagen pública y meter la cuchara en foros de debate hasta entonces proscritos para las voces más a la izquierda del post-felipismo fue, si no un mérito exclusivamente suyo, sí compartido con pocos. No infravaloremos esa aportación: la izquierda española venía equipada con elitismo de serie y era muy aficionada al tradicional desprecio jesuítico por la comunicación audiovisual y en general hacia todo lo que tuviera que ver con cuerpos humanos moviéndose y haciendo algo más que leer y hablar. Por eso, supongo, gustaba tanto en la Transición un programa como La Clave, porque lo que en él hacían los invitados era básicamente lo mismo que hacían tantos cuadros políticos en partidos, sindicatos, comités de empresa y consejos editoriales: hablar, fumar y chupar la patilla de las gafas.
Lo nuevo es el envejecimiento del público televisivo y su desencuentro con las redes sociales. Es como si la televisión no hubiera cruzado al siglo XXI
La espectacularización de la política es tal vez un efecto, no del todo deseado, de esa habilidad para manejar la atención de los medios, aunque puede que sea simplemente un ingrediente más de las democracias actuales y, por tanto, algo difícil de soslayar, con habilidad o sin ella. La espectacularización de la agenda progresista es algo más problemático y de nuevo, también, difícilmente evitable: si en la calle (o en WhatsApp) se discute de violencia de género, esa discusión aparecerá tarde o temprano en televisión, si es que no ha aparecido ya. Tampoco es nuevo que el espectáculo televisivo influya en el debate político, en la retórica partidista y en el discurso de los movimientos sociales. Lo que es relativamente nuevo es el envejecimiento del público televisivo y, por consiguiente, el desencuentro cada vez mayor entre la televisión y las redes sociales. Es como si la televisión española no hubiera cruzado al siglo XXI. Se asoma a Twitter con la misma arrogancia y la misma falta de soltura de los aristócratas de Proust en los salones de la pujante burguesía de la Tercera República francesa: reliquias del pasado que aún retienen un poder inmenso pero no pueden o no saben ejercerlo en ecosistemas dominados por gente más joven.
Como mucha de nuestra izquierda ha envejecido sin saberlo, pero ha envejecido de espaldas a la televisión, no tiene nada de sorprendente que reaccione tantas veces como el abuelo Simpson en el cine, gritando: “¡El cinematógrafo! ¡Imágenes en movimiento!”. No pasa nada si no ha pillado usted esa referencia, pero tampoco pasaba nada si no hubiera pillado la referencia a Proust del párrafo anterior, aunque hará bien en leerse a sí mismo como víctima (u objeto) de un pequeño experimento por mi parte: mostrar que todavía utilizamos un doble rasero para nuestras inhalaciones culturales, según los vapores procedan del mundo de la literatura (de la cultura del libro en general, da lo mismo si hablamos de novelas que de divulgación científica) o de la televisión. Mencionar a Proust no es ofensivo, pero a veces sí lo es mencionar a Abe Simpson, en la medida en que no haber visto nunca un solo episodio de la serie de dibujos animados más exitosa de la televisión (o una de ellas) es razón suficiente para sacar pecho y proclamar con voz de soldado soviético en el cerco de Stalingrado: “¡Yo no veo la tele!”.
No vemos la tele salvo cuando nos cocinan programas a nuestro gusto, ya sea ‘El Intermedio’, ya sea cualquier homilía de Évole o, en Nochevieja, ‘Cachitos’
No vemos la tele en el cerco de Stalingrado, salvo cuando nos cocinan programas a nuestro gusto, ya sea El Intermedio, ya sea cualquier homilía de Évole o, en Nochevieja, Cachitos, ese clásico anual del hipsterismo resacoso. El resto es bazofia para el vulgo y, lógicamente, cuando el vulgo se pone a hablar de cosas que nosotros ya hemos analizado pormenorizadamente en nuestros sesudos posts de Facebook, entramos en pánico: imágenes en movimiento. Se diría que nos aterra la autonomía de las masas para guiarse por su cuenta y riesgo sin pedirnos opinión. Y déjeme que pruebe con usted otra hipótesis igual de frívola que la de hace un rato: si no tiene muy claro quién forma ese plural, ese “nos” que he usado ya unas cuantas veces, es que el algoritmo no está teniendo éxito con usted, felicítese por ello.
Rocío Carrasco, a quien recuerdo vagamente de un mundo antes de Twitter, sufrió malos tratos a manos de su marido, o eso dijo el otro día en TeleCinco. Resulta que TeleCinco emite esas cosas por la audiencia y el beneficio económico que la audiencia le reporta. “¡Qué escándalo! ¡Hemos descubierto que aquí se juega!”. Con todo, no sé dónde está el problema en que una cadena de televisión de impacto masivo aborde un tema como los malos tratos y la violencia de género en prime time. Puede que sea más efectivo que lo discutamos usted y yo y otros cinco fans de La Clave en los sótanos de un Centro Social Okupado, pero albergo mis dudas. Por lo demás, que el marido de Rocío Carrasco tenga derecho a un juicio justo y a la presunción de inocencia es algo tan evidente que dudo mucho que ni ella ni sus abogados lo hayan pasado por alto. Pero también es posible que se les haya olvidado, lo mismo que al presunto maltratador, y que tengamos que recordárselo nosotros.
Porque ya no hay quien reparta el pan y el vino y ahora somos nosotros, los iluminados, los que hacemos de salvadores y conductores de almas hacia la sana reciedumbre de la pureza angélica. Donde antes floreció el espartano soldado de la revolución, dispuesto a dar la vida por la fraternidad de los pueblos, madura ahora el militante de la magia pandémica y sus soluciones finales para todo en un clic. Del cerco de Stalingrado al plató de TeleCinco hay más distancia moral que geográfica e histórica, hay además una grieta por la que asoma el machista de toda la vida disfrazado de videocreación rojiparda y dispuesto a despreciar a una víctima de violencia de género porque resulta que representa al enemigo de clase, no como el maltratador, cuya inocencia presunta se defiende como si fuera uno de los nuestros.
Amigos de la izquierda crepuscular, háganse caso a sí mismos: no vean la tele, o al menos no nos la cuenten.
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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