Gramática rojiparda
Los dos Diógenes
No se celebra el aniversario de una enfermedad, salvo que uno esté contento de padecerla. Quizá deberíamos ir pensando en olvidar
Xandru Fernández 14/03/2021
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El 21 de marzo de 1947, la policía de Nueva York recibió el aviso de que un apartamento de la Quinta Avenida desprendía un inequívoco olor funeral. Era el domicilio de los hermanos Collyer, famosos en el barrio por su carácter excéntrico. A la policía le costó entrar en el apartamento y, después de conseguirlo, le llevó horas dar con el cuerpo sin vida de Homer Collyer, atrapado entre montañas de periódicos atrasados. La casa estaba llena de basura, no solo periódicos viejos, también libros, muebles, lámparas, maniquíes, cuadros, un bazar de más de cien toneladas de desperdicios. El otro hermano, Langley Collyer, llevaba muerto un mes. Tardaron dieciocho días en encontrar su cadáver, a pesar de que estaba a pocos metros del de su hermano. Homer era ciego. Langley acumulaba periódicos para que su hermano los leyera si un día recuperaba la vista, pero no se sabe por qué extraña razón coleccionaban el resto de las cosas. Todas fueron destruidas después de morir ellos. A ellos se les recuerda en buena medida gracias a la novela de E.L. Doctorow Homer y Langley.
La mayoría de nosotros acumula trastos inservibles. Casi todos tuvieron un día una función, aunque luego la perdieran. Conservaron durante algún tiempo un valor sentimental, o estético, o meramente prevaleció la costumbre. Sí, debería deshacerme del vídeo VHS que lleva roto desde las Olimpiadas del 92, pero lo vas dejando, lo vas dejando y un día te das cuenta de que tienes un objeto vintage o, peor aún, un icono autobiográfico. Sí, eso es un picaporte de fabricación industrial, hay miles iguales que el mío y la mayoría están mejor conservados, pero es que ese, precisamente ese, es el de la casa abandonada en la que nos colábamos para fumar porros cuando yo tenía quince años. Un hito en la vida de una persona. ¿Y esa cazadora que ya ni me abrocha? Es un símbolo de mi individualidad y de mi fe en la libertad personal, como la de Sailor, el de Lula. Y además no ocupa sitio. No demasiado.
Viviríamos mejor, mucho mejor, con más espacio, con más aire entre las cosas. Pero nos da igual. De hecho, nos da igual hasta tal punto que hemos bautizado la acumulación compulsiva de basura con el nombre del mayor enemigo de las posesiones personales. A Diógenes de Sínope no le gustaría esto.
Habríamos olvidado a Diógenes de no ser por otro Diógenes, Diógenes Laercio, que recopiló centenares de anécdotas sobre filósofos famosos. El recuerdo de los hermanos Collyer perdurará mientras haya bibliotecas y lectores gracias a otro enfermo del síndrome de Diógenes (Laercio): Doctorow. Igual que Diógenes Laercio, registramos los oficios y las posesiones de gente sin oficio conocido ni posesiones reconocidas, chistes sin gracia, chascarrillos del año de la nana. La memoria escrita nos permite acumular información de todo tipo, relevante o no, levantar acta del paso del tiempo a pesar del paso del tiempo. Por si eso fuera poco, recurrimos a la celebración colectiva para que determinados acontecimientos no se olviden, no caigan en el olvido, decimos, como si el olvido fuera un pozo y el recuerdo una nube, una montaña o una cornisa.
Olvidar no es ni bueno ni malo en sí mismo, dependerá de si el olvido es ventajoso o perjudicial para alguien
Conmemoramos ritualmente aniversarios de todo tipo. Hay sociedades que tienden a coleccionarlos. Sociedades con vocación anticuaria, diría Nietzsche. En España se conmemoran todos los años el 23-F, el 11-M y el 6-D, aunque con esa última efeméride ya hemos dado en prescindir de la etiqueta alfanumérica, ya forma parte del calendario oficial en tanto que Día de la Constitución, con su correspondiente Puente de la Inmaculada, o viceversa. El 11-M es este año doblemente significativo: al recuerdo de las víctimas de los atentados de Madrid de 2004 hay que añadir que ha transcurrido un año justo desde en que la OMS reconoció la pandemia de covid-19. El 15-M, además, se cumplirán diez años de la revuelta de las plazas, pero esa conmemoración es de otro género, pertenece a la memoria sentimental de un sector muy politizado de la sociedad española, mientras que en las demás fechas se supone que rendimos homenaje como tribu, rebaño o nación, táchese lo que no proceda, a los caídos por alguna causa o, como se suele decir, para que no se olvide.
Decir que recordamos algo para que no se olvide es como decir que comemos para no tener hambre: nombramos lo que ocurriría si no comiéramos o recordáramos, no la causa que nos impulsa a hacer cualquiera de las dos cosas. Olvidar no es ni bueno ni malo en sí mismo, dependerá de si el olvido es ventajoso o perjudicial para alguien. Olvidamos la mayoría de los dolores que padecemos, como la mayoría de nuestras pesadillas, y no echamos de menos su recuerdo. No queremos olvidar ciertos agravios pero es un hecho que, cuando los olvidamos, aunque sea momentáneamente, vivimos mejor. Así también les ocurre a las colectividades, a los antaño conocidos como organismos sociales: conviene tener claro qué recuerdos queremos tener, con qué ladrillos queremos construir nuestra historia, no aferrarnos a los caprichos de la nostalgia ni a la falsa inocencia de la historiografía naif. Quizá fuera mejor olvidar que el ser humano ha sido capaz de atrocidades sin cuento, toda vez que recordarlas no nos ha hecho menos proclives a cometerlas. Pero se comprende que queramos construir nuestra memoria colectiva como un bosque de símbolos con límites precisos, señalar hasta dónde llega lo aceptable y desde dónde se extienden los pantanos de lo intolerable. Es sano ejercitar la memoria. Lo que no es sano es agotarla.
Los excesos memorísticos se pagan. Las sociedades con inflación de rituales tienden a la fragmentación. El agotamiento simbólico fomenta la indiferencia política, especialmente cuando esas sociedades han fracasado en construir un imaginario compartido, exento de disputas narrativas, de guerras por el control de la historia oficial. España es de esas sociedades, por más que invirtamos más tiempo del que poseemos en festonear nuestras desdichas presentes con ofrendas florales, inauguraciones de monolitos y minutos de silencio en homenaje a gente que sin duda merece mucho más que pantomimas patrocinadas por el partido en el poder, sean estos (partido y poder) los que sean.
No se celebra el aniversario de una enfermedad, salvo que uno esté contento de padecerla. Con respecto a las enfermedades, lo que procede celebrar es la curación, todo lo demás es pompa de mal gusto. Demasiado hemos incurrido en excesos semióticos durante este último año. Quizá deberíamos ir pensando en olvidar, al menos, lo inservible, la cacharrería obsoleta, las medidas provisionales adoptadas en momentos de histeria colectiva y ceguera institucional que, si no estamos atentos, se quedarán ahí, junto al vídeo VHS y el delito de sedición, como testimonio de que somos incapaces de olvidar salvo que lo que haya que olvidar sean delitos contra los derechos humanos, que entonces sí, entonces quién quiere remover el pasado.
El 21 de marzo de 1947, la policía de Nueva York recibió el aviso de que un apartamento de la Quinta Avenida desprendía un inequívoco olor funeral. Era el domicilio de los hermanos Collyer, famosos en el barrio por su carácter excéntrico. A la policía le costó entrar en el apartamento y, después de conseguirlo,...
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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