MODELO POLÍTICO
Financiarización, mercado de la vivienda y el retorno a la familia (II)
Los jóvenes dependen cada vez más de la herencia y de las ayudas familiares, lo que tiene un efecto disciplinador sobre sus vidas
Nuria Alabao 3/05/2021
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En la primera parte de este artículo expliqué los cambios que ha conllevado el surgimiento de la sociedad de propietarios. Esta se distingue de otras formaciones sociales previas en que los activos de las clases medias –fundamentalmente los inmobiliarios– tienen un papel económico central a la hora de contrapesar la creciente precariedad laboral, la caída de los salarios y el deterioro del Estado del bienestar. Hoy la posición de las personas –o la clase– está mucho más definida por la propiedad –los activos financieros e inmobiliarios, el patrimonio familiar heredable– que por los salarios que se obtienen en la mayoría de actividades profesionales. Esto implica que las posibilidades de movilidad social se han reducido, “un regreso a una especie de normas de clase del siglo XIX”, según Melinda Cooper. Pero también implica que la familia, en tanto institución que acumula y transmite el patrimonio, se ha vuelto mucho más importante, también a la hora de determinar la posición social de las personas y sus formas (posibilidades) de vida.
Aunque la herencia ha sido siempre determinante, su peso disminuyó en buena parte de los países europeos después de la Segunda Guerra Mundial con el aumento del gasto social y el crecimiento progresivo de los salarios. Los años 60 y 70 son las décadas donde probablemente la herencia ha tenido menos importancia en la historia, también en España. Según Moore, no es casualidad que en este periodo se produjese una explosión de movimientos sociales de minorías y movimientos antifamiliares y antinormativos. Pero desde los años 80, con el impulso del neoliberalismo y los cambios relatados, la relevancia del patrimonio heredable en las opciones de vida de las personas ha aumentado constantemente.
El bienestar social depende en gran medida de cuánto poseen y cuánto están dispuestos a dar los padres a sus hijos y en qué momento
Cuando la herencia es tan determinante para el bienestar de las personas, la familia, como institución social, se revitaliza de distintas formas que van más allá de lo económico. Por lo pronto, esta nueva centralidad la vuelve a convertir en un poderoso mecanismo disciplinario. Actualmente, después de dos décadas de financiarización de las economías domésticas, el bienestar social depende en gran medida de cuánto poseen y cuánto están dispuestos a dar los padres a sus hijos y en qué momento. Esto tiene relevancia en cada uno de los pasos de la vida: condiciona las posibilidades de ir a la universidad, si se consigue o no un crédito, incluso si se puede acceder a un alquiler –por ejemplo a partir de un aval familiar–, y de una forma más relevante, si se va a tener una (o varias) viviendas en la edad adulta con la que disponer de una jubilación más tranquila y holgada.
Como ejemplo grosso modo, en el Madrid de los 70 un joven de clase trabajadora podría permitirse vivir en el centro de la ciudad porque los alquileres eran mucho más accesibles –o quizás en los años 80, pero ya con más dificultades; aquella fue una década de heroína y crisis para toda una generación de jóvenes–. En aquellos tiempos, las tasas universitarias eran mucho más bajas y tampoco estaría obligado a pagarse un carísimo máster como ahora. Con un trabajo de fin de semana o a tiempo parcial podría sostenerse y tener tiempo para estudiar, algo de dinero para comprar libros, etc. Dispondría incluso tiempo de ocio o para colaborar en algún proyecto político o militar en el movimiento estudiantil de la época. Los que nacieron a partir de los 70 han tenido condiciones de acceso al trabajo y la vivienda progresivamente más difíciles y cada nueva generación tiene menos seguridad y menos oportunidades de acumular un cierto patrimonio, comparado con sus padres. Por ejemplo, y de manera aproximada, la generación de los nacidos a partir de la década de los 80, si consiguen trabajos más o menos estables, llegará al mismo nivel salarial que sus padres alcanzaron a los 22 años entre los 30 y los 35.
Los nacidos a partir de la década de los 80, si consiguen trabajos más o menos estables, llegará al mismo nivel salarial que sus padres alcanzaron a los 22 años entre los 30 y los 35
En la actualidad, alguien que viene de una familia que no tiene propiedades o con la que no se lleva bien probablemente tendrá que trabajar a tiempo completo para poder ir a la universidad, en trabajos precarios que habrá de encadenar como pueda, si es que tiene suerte de encontrarlos. Aún compartiendo piso en algún barrio del sur de Madrid, se verá en dificultades para pagar el alquiler. En España, en 2020, cuatro de cada 10 personas menores de 25 años están en paro –y el 25% de los que tienen entre 25 y 30–. Ya sea porque tendrá que trabajar muchas horas para mantenerse o porque le cambien de horario constantemente, la universidad se le hará entonces cuesta arriba. A pesar de trabajar, quizás no pueda pagarse todo lo necesario para vivir porque hoy un trabajo tampoco garantiza poder cubrir las necesidades básicas –más del 40% de los jóvenes dicen tener dificultades para llegar a fin de mes y los trabajadores menores de 29 son los que más riesgo tienen de caer en la pobreza, el 18%–.
Podemos comparar este caso con alguien que tiene una familia con recursos y quizás una o dos propiedades. En el caso de que tenga buenas relaciones con ella, le pagarán la universidad, o incluso le dejarán una casa o le costearán el alquiler de su vivienda. Esta familia podrá estar ahí para frenar los vaivenes del trabajo precario, y dejarle volver a casa o apoyarle económicamente en una mala racha. Tendrá muchas más opciones de estudiar, prepararse para determinados trabajos, hacer prácticas sin cobrar, opositar, etc… ¿Meritocracia?
La familia como disciplinadora
Por tanto, hoy, con unas economías domésticas financiarizadas, viviendas con precios inflados y constantes recortes del bienestar público, las relaciones familiares son absolutamente determinantes para las posibilidades de vida de los jóvenes y no tan jóvenes –lo son mucho más que antes–. Como dice Cooper, esta relación genera dependencia y un efecto disciplinador evidente cuando se requiere adecuarse a las expectativas familiares, llevarte bien con tus padres y que aprueben tu estilo de vida y tu sexualidad. Esto aumenta el poder de control social de la familia sobre los jóvenes, especialmente los que tienen más dificultades de encajar: las personas LGTBI –sobre todo las trans–, las no normativas o que no se adecuan a roles de género, etc. La autonomía de los jóvenes se resiente, por lo menos respecto de otros momentos donde era más fácil pagar un alquiler y vivir sola o en casas compartidas.
Evidentemente, también se vuelve más difícil sostener una familia propia, lo que comprobamos en la edad tardía de maternidad/paternidad, o en que el número de hijos deseados es más alto que el real. Además, este sistema de bienestar a partir de la propiedad tiene consecuencias para las mujeres, por ejemplo respecto de la deuda. Cuanto más pobre seas, más probable es que tengas relaciones intergeneracionales de endeudamiento económico y que estos lazos de deuda terminen intensificando las expectativas de cuidados que se te asignan como mujer, que otros esperan de ti, y que vayan acompañados de presiones para que los lleves a cabo.
Tenemos la sensación de que los espacios para la vida queer, la contracultura, la vida extrafamiliar y la experimentación se están estrechando rápidamente. Las condiciones materiales nos devuelven a la familia, lo que implica mayores dificultades para apostar por otras formas de reciprocidad no basadas en el parentesco o la genética. Otras formas que puedan estructurar comunidades de resistencia y sistemas de valores alternativos a los del mercado y la competencia: sin contracultura activista es difícil sostener comunidades de lucha. Sin autonomía de los jóvenes no hay política transformadora en el horizonte. Hay pues, bases materiales para la derechización social que parece que estamos experimentando.
Estas condiciones materiales existen, pero establecer lazos de comunidad fuera de la estructura familiar es difícil. No hay muchas referencias exitosas que podamos tomar como ejemplo. Y no es fácil llevarlas adelante porque se tiene todo en contra: cuestiones materiales, ideológicas y de estructura social. Estos intentos tampoco encajan en un estado de opinión donde, a diferencia de los años 70, nadie pone ya en cuestión la familia. Como ejemplo, el peso que tuvo en las luchas LGTBI de la pasada década la demanda del matrimonio igualitario. Una buena parte de la política queer o incluso feminista, que en el pasado puso el foco en explorar el deseo y las relaciones sexuales más allá del parentesco, parece centrarse hoy en explorar las posibilidades de un parentesco alternativo. Hemos abandonado muy pronto la crítica a la familia porque, como dice Cooper, “es más fácil pensar en relaciones familiares buenas o malas que pensar críticamente sobre el papel de la familia en el mantenimiento de un orden dado de relaciones económicas y subjetivas”. Un orden que todavía delega la mayor parte del trabajo de cuidados a las mujeres dentro de la institución familiar.
De este contexto se deduce que las luchas LGTBI/feministas no pueden desdeñar la necesidad de cambiar materialmente nuestras vidas. Para ampliar las posibilidades de vivir y de experimentar tendremos pues que poner el acento en la lucha por los servicios públicos, las condiciones laborales, los salarios y los precios de los alquileres. El sindicalismo y las luchas en el lugar de trabajo siguen siendo imprescindibles. Una herramienta para resistir la apreciación del precio de los activos –que magnifica el papel de la familia como correa de transmisión para la reproducción de la clase– es la subida de salarios. Quizás, más allá de pedir contención en los precios del alquiler, se debería exigir que los salarios y las prestaciones sociales se actualicen no mediante el Índice de Precios al Consumidor sino con el precio de los activos inmobiliarios o en referencia a los alquileres. Esto, según Cooper, tendría el efecto de mitigar la enorme ventaja que actualmente tiene la riqueza acumulada y debilitar la concentración de poder en la familia y de dar más autonomía a sus miembros.
En la primera parte de este artículo expliqué los cambios que ha conllevado el surgimiento de la sociedad de propietarios. Esta se distingue de otras formaciones...
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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