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Hacia un sindicalismo de la vida

Con la deuda hipotecaria sufrimos los efectos de un mecanismo que agudiza todas las violencias, porque ata a la situación en la que estas se perpetúan

Lotta Meri Pirita Tenhunen / Myrian Espinoza Minda 7/03/2021

<p>Integrantes de la PAH Vallekas en la manifestación del 8 de marzo de 2018.</p>

Integrantes de la PAH Vallekas en la manifestación del 8 de marzo de 2018.

Lotta Meri Pirita Tenhunen

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Luchar por nuestras casas se ha tragado una gran parte de nuestro tiempo y de nuestras fuerzas en los últimos diez años. Como integrantes de PAH Vallekas, hemos aprendido sobre apoyo mutuo, sobre la organización de una asesoría colectiva, a leer y entender las leyes y a descifrar las malas prácticas bancarias, a llevar adelante acción directa y desobediencia civil, cómo coordinar a nivel local y estatal un movimiento popular, y también a hacer campañas mediáticas y ejercer portavocías. El año pasado, además, nos vimos inmersas en una investigación colectiva sobre algo más que las mujeres del grupo habíamos ido aprendiendo en la sombra: que nos movíamos continuamente en la intersección entre la violencia financiera e inmobiliaria y la violencia del orden patriarcal. En medio de una pandemia y de manera inextricable con nuestra propia lucha por la vivienda, nos pusimos a escribir la historia del despojo y del derecho a la vivienda desde una mirada feminista. Este texto es una parte de esa investigación que pronto se podrá leer en papel, gracias a la red de espacios de investigación feminista La Laboratoria. Para este 8M pandémico, estas son las señales de humo que queremos mandar a los muchos otros terrenos de lucha en clave feminista.

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Aisha luchó desde pequeña por no terminar maltratada y extenuada como su mamá, sino dueña de su propia vida. Mina soñó con la misma autonomía, y encontró en la lucha por la casa una herramienta fundamental para no vivir bajo el mandato del padre ni de los novios. Gicela huyó de una pesadilla de violencia machista y se curó del miedo y de la vergüenza en PAH Vallekas. Carla se implicó en la lucha por la vivienda gracias a su temprana conciencia social y sus ganas de hacer barrio junto a otras mujeres. Libertad se hizo fuerte al encontrarse con otras mujeres en lucha y volvió a reconocer su valor y sus deseos después de largas décadas de ninguneo por parte de su exmarido.

Ellas somos nosotras, algunas mujeres de PAH Vallekas, que nos pusimos a hablar, a investigarnos. Salvo alguna excepción fortuita, nos dimos cuenta de que habíamos llegado a la lucha por la vivienda con un bagaje de violencia machista –y para muchas, racista– que se nos había grabado en el cuerpo. Para algunas, los problemas de vivienda ya estaban presentes desde la infancia, y tenían su trasfondo en la pobreza estructural que no les permitió crecer en un entorno seguro. De ahí que no todas hayamos sido capaces siempre de reconocer el maltrato al que nos enfrentamos en la propia familia o en la pareja, por haber crecido en medio de él, por haberlo normalizado. De este modo, contamos un sinfín de tensiones latentes y violencias cotidianas, vividas tanto en relaciones con hombres cercanos como en amenazas de desconocidos, en cuyo extremo encontramos la violación, las amenazas de muerte o, cuando de las palabras se pasa al acto, el intento de feminicidio.

La vasta mayoría compartimos la experiencia de la migración. Eso sí, migraciones hay de muchos tipos: no es lo mismo endeudarse para migrar desde una pobreza casi absoluta que cruzar el charco respaldada por los ahorros y con la vida laboral resuelta. Tampoco es lo mismo desplazarse desde el norte global hacia el sur que al revés. Los escalones en los que se nos coloca según con qué recursos económicos contamos han determinado una parte importante de los obstáculos con los que nos hemos topado en el camino. Es más, nos hemos dado cuenta de que, según de dónde veníamos y de cómo eran nuestros cuerpos, se nos había reservado un lugar u otro. Hablamos también de experiencias de racismo y colorismo [estratificación por tono de piel] o del privilegio de la blanquitud, que son las dos caras de la misma moneda y que forman parte inseparable del orden patriarcal, un sistema del que hemos aprendido que es fundamentalmente racista y colonial.

Aún así nos encontramos en la lucha, codo con codo, por los mismos objetivos. Hemos aprendido a celebrar nuestras diferencias y seguiremos aprendiendo a deshacer las jerarquías que vienen dadas. Y nos parece que nuestras muchas migraciones sí tienen algo en común: el deseo de libertad como mujeres. Es algo que muchas hemos tenido que defender frente a la imposición del trabajo de cuidados, mientras que muchas migraciones han sido también huidas de un destino de cuidadoras escrito de antemano. Hablar de ello nos ha ayudado a poner en palabras la violencia indirecta que implica la división sexual del trabajo y la sobrecarga familiar que extrae nuestras fuerzas vitales.

Con la deuda hipotecaria hemos sufrido los efectos de un mecanismo que agudizó todas las violencias, porque ata a la situación en la que estas se perpetúan. La deuda fija en un lugar y roba el tiempo actual y futuro. Es la extracción por antonomasia de nuestra fuerza laboral y vital, es violencia. Pero lo que todas las formas de la violencia inmobiliaria tienen en común con la hipotecaria es que se oponen a la lógica de vivienda como derecho y, por lo tanto, se oponen a la vida. No nos negamos a hablar con quienes nos violentan, pero tenemos las miras puestas en cambiar la relación de fuerzas. Sabemos que todos ellos, hasta las empresas más gigantescas, funcionan gracias a personas reales con nombres y apellidos que toman diariamente decisiones que se materializan en la violencia inmobiliaria a la que nos enfrentamos. La lucha empieza por saber quién te violenta, por ponerle nombre y hacer visible la violencia que ejerce. Siendo muchas, haciendo uso de los pocos derechos que nos quedan, denunciando cada vulneración y formulando un discurso común que reclame más derechos, podemos ganar. Y en el camino dejaremos de vernos como meras víctimas de la situación para convertirnos en protagonistas de nuestra propia vida.

Se trata de una lucha impura a los ojos de cualquier formulación puramente ideológica y de una lucha parcial, en la que cada pequeña victoria debe convertirse en combustible para continuar al día siguiente. En estas dos cosas se parece mucho al feminismo como forma de vida. Y paulatinamente hemos visto cómo las prácticas aprendidas en el grupo han ido permeando también otros ámbitos. Compartimos la sensación de una expansión; sentimos que ya no podemos separar nuestra lucha por la casa del resto de la lucha que es la vida. Cuando intentamos nombrar de qué se trata en concreto, surgieron algunas definiciones como: “por fin pude soltar lastre”; “no tengo ni fuerzas ni tiempo, quiero a hombres y banqueros parásitos fuera de mi vida”; “aprendí a hablar verdad al poder”, como dicen los angloparlantes, “sabiendo que cuesta, que tiene un precio que muchas veces es real, pero que al poder explicar a la cara el daño que hacen, nosotras nos hacemos más enteras como mujeres”; “gané una voz propia”, pero una que ya no es individual, sino “una voz mezclada con otras, enriquecida con las mil experiencias y la fuerza de otras”. ¿Os suena?

Hacemos lo mismo que el sindicalismo de toda la vida: nos juntamos para ser más fuertes y conseguir imponer una negociación colectiva a quien nos explota

Sindicalismo social, así veníamos llamando a nuestra práctica desde hace unos años. Sindicalismo porque al igual que las que pelean por unas condiciones dignas de trabajo de limpieza, cuidados, sexo, enseñanza o sanidad, las mujeres en lucha por la vivienda reclamamos un espacio que garantice poder seguir trabajando con dignidad aún cuando ese trabajo no se reconozca como tal. Hacemos lo mismo que el sindicalismo de toda la vida: nos juntamos para ser más fuertes y conseguir imponer una negociación colectiva a quien nos explota. Social porque el trabajo que se despliega en las casas por las que luchamos es el sostén de toda la sociedad. Estamos cansadas de sostener el mundo gratis, así que reclamamos una reducción parcial o total en el precio de nuestro espacio de trabajo gratuito. Ya sea el caso de un impago  de alquiler sobrevenido, de una hipoteca incumplida o de una casa recuperada al banco, ofrecemos pagar un 10-30% de lo que ingresamos al mes.

Sindicalismo feminista, decimos recién desde hace poco, porque hemos dado con otras y otres que trabajan en los sectores precarizados o informales y entienden sin rodeos teóricos que nuestras luchas son una y la misma. “Trabajadoras somos todas”, pudimos decir al encontrarnos el primer fin de semana del pasado mes de diciembre en el encuentro “El feminismo sindicalista que viene”. Ahora queremos que todas sepan que si nos organizamos, podemos intervenir para que en nuestra sociedad la vivienda cumpla con los requisitos de la vida y no con los del capital rentista y parasitario. Podemos desobedecer, no pagar, recuperar, tomar y convertir en un recurso común lo que antes fue un objeto de especulación. Podemos dotarnos de una red que se expande de una casa a la otra, y responde cuando tiramos de la cuerda, tanto para pedir socorro como para ofrecer lo que tenemos para compartir. Primero nos impresionó la conversión de la vulnerabilidad en fortaleza a través de la organización colectiva. Y al rato, ya no nos bastaba con asesorarnos y acompañarnos cuando tuvimos problemas con la casa. Nos pusimos a soñar con que el apoyo mutuo se extienda hasta el terreno de la vida personal y familiar, con la posibilidad de incorporar a les peques a la comunidad de una manera que les aporte felicidad. Nuestro entorno privado se estaba volviendo común, compartido... y por lo tanto, político.

Ya no queremos entender la casa como una cárcel de las tareas domésticas, sino como el espacio en el que encontrar nuestros propios deseos y explayar nuestra expresión creativa; una guarida para cuidar de la vida en todas sus etapas y formas y, sobre todo, como el lugar en y desde el que poner patas arriba el sistema que intenta dictar cómo debemos vivir y nos violenta a cada paso para hacernos obedecer. Para seguir en ello necesitamos aguantar, agarrarnos a lo que ya tenemos para repartirlo entre todes, no permitir que nos aíslen y desdibujen nuestras comunidades por muy incipientes o frágiles que estas nos resulten. Para seguir debemos, en definitiva, no soltarnos. Defendemos el derecho a una vida digna en una vivienda digna para todas, para todes. Este 8M nos convocamos a nombrarnos sindicalistas de la vida.

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Lotta Meri Pirita Tenhunen (@sydansalama) y Myrian Espinoza Minda (@NoNomecallo) son feministas e integrantes del grupo de mujeres de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca de Vallekas (@pahvallekas)

Luchar por nuestras casas se ha tragado una gran parte de nuestro tiempo y de nuestras fuerzas en los últimos diez años. Como integrantes de PAH Vallekas, hemos aprendido sobre apoyo mutuo, sobre la organización de una asesoría colectiva, a leer y entender las leyes y a descifrar las malas prácticas bancarias, a...

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Lotta Meri Pirita Tenhunen / Myrian Espinoza Minda

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