modelo político
Financiarización, mercado de la vivienda y el retorno a la familia (I)
El conservadurismo social tiene bases materiales que supeditan a los jóvenes a la estructura familiar, y dificultan así las formas de vida no normativas
Nuria Alabao 25/04/2021
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Financiarización y el nuevo paradigma de “bienestar”
Sabemos que el discurso público sobre reforzar la familia es terreno conservador, de las extremas derechas y los fundamentalismos cristianos aunque, como se explica en este artículo, no es ajeno a las propuestas neoliberales. Hoy incluso es difícil encontrar críticas a la familia desde ámbitos de izquierda o desde el feminismo –que sí la puso en cuestión ampliamente durante los años 70–. Hay una especie de consenso generalizado de lo positiva que es esta institución y poco análisis sobre su papel como disciplinador social, de su responsabilidad en el sostenimiento del patriarcado o del propio sistema económico injusto en el que nos encontramos.
En el ámbito conservador se habla mucho de las amenazas que suponen para la vida familiar los estilos de vida no normativos, las personas LGTBI o el feminismo más impugnador. Quizás deberíamos explicar más a menudo cómo la familia supone una amenaza para las disidencias sexuales de los jóvenes, para aquellos que no encajan en los roles de género, para las que quieren experimentar otras vías de reciprocidad distintas a las familiares y para dar lugar a otras formas de vida capaces de estructurar comunidades de resistencia. En definitiva, para todos aquellos que quieren ampliar las posibilidades de vivir de otra manera.
Sostener el precio inflado de los activos inmobiliarios está destinado a frenar la crisis social o las posibles protestas ante el proceso de contención salarial y de estancamiento del Estado del Bienestar
Hoy, la refamiliarización que impulsa la extrema derecha tiene bases materiales muy claras en las condiciones que imponen las dificultades de acceso a la vivienda, el retroceso de los salarios y la retirada del Estado del bienestar. Todo ello vuelve a los jóvenes dependientes de los padres y también aumenta las posibilidades de control familiar. Así lo explica la socióloga Melinda Cooper respecto de Sydney, aunque su argumentación encaja perfectamente en otros lugares de Europa y Estados Unidos. Cooper dice que los movimientos minoritarios antinormativos y antifamiliares surgidos en los años 70 estuvieron relacionados con Estados del bienestar más generosos y precios de la vivienda más accesibles, que posibilitaba estas posibilidades de experimentación.
La cuestión de la vivienda es clave también en España, donde los precios han escalado en sucesivas ocasiones. La especialización de la economía española en el turismo, la captación de capital extranjero para sus mercados financieros e inmobiliarios y la amplia extensión social de la propiedad han derivado en un modelo económico, el español, tendente a las burbujas inmobiliarias. Esto tiene fuertes implicaciones para la forma en que nos organizamos socialmente. Una descripción de este modelo y sus consecuencias políticas puede encontrarse en el libro de Isidro López y Emmanuel Rodríguez, Fin de ciclo.
La gente ha comenzado a identificarse más como inversores y propietarios de activos que como trabajadores, con las consecuencias que eso tiene para la lucha política
Las bases históricas de este modelo vienen de lejos. La dictadura convirtió la vivienda en propiedad en central dentro de su política social, y también en un proyecto de estabilización política que tenía en las clases medias su eje de articulación. La democracia heredó esta política sin modificarla. De hecho, la extendió, al mismo tiempo que se adoptaban modelos parecidos como parte del impulso neoliberal en muchas urbes de Europa y Estados Unidos. En España, desde la incorporación a la Comunidad Europea en 1986, y a partir de la primera gran burbuja inmobiliaria (1986-1991), la propiedad inmobiliaria se ha convertido en un sustituto de la precaria asistencia social del sector público y una manera de compensar el continuo descenso de salarios. Esta propiedad posibilitaba el acceso al crédito y, a veces, a unas importantes plusvalías derivadas de la venta. En 1950, la mayoría de la población vivía de alquiler, mientras que en 1980 el 70 % de los hogares ya tenía su vivienda principal en propiedad. En 2007 –justo antes del estallido de la gran burbuja inmobiliaria– esta cifra era del 87 %, como señalan los autores de Fin de Ciclo.
A partir de la crisis de los 70, los salarios se contienen, mientras se privatiza lentamente la sanidad y la educación sufre todo tipo de recortes. Precisamente, estas dinámicas neoliberales se van a compensar socialmente mediante propiedades que no paran de subir y se va a apostar políticamente para que sea así. (Y, de forma más minoritaria, dando sustento a la apreciación de los activos en el mercado de valores). Es decir, esta política de sostener el precio inflado de los activos inmobiliarios está destinada a frenar la crisis social o las posibles protestas ante el proceso de contención salarial y de estancamiento del Estado del Bienestar. Es una suerte de contraprestación que se va a producir de forma parecida en muchos países.
Para describir la economía política de este proceso, Melinda Cooper –junto con Lisa Adkins y Martijn Konings– habla de que desde los años ochenta hemos entrado en una fase de “bienestar basado en activos” o lo que López y Rodríguez llaman una “sociedad de propietarios”. La estructura de clases ha pasado de estar basada en el empleo a estarlo en la propiedad de activos –financieros o inmobiliarios–. De esta manera, se puede tener una inseguridad laboral completa, con unos ingresos salariales estancados, sindicatos poco combativos, un gasto público en educación en franco deterioro…, pero cualquier propiedad que se posea va a producir dinero constantemente. De hecho, probablemente se gane con ella más dinero que con el propio trabajo.
En muchas de las capitales globales, la gente compara sus salarios y las rentas que se sacan o se podrían sacar de sus propiedades y se da cuenta de que su vivienda le proporciona mayores ganancias. La idea es que en lugar de depender de la inversión social por parte del Estado, la población debería apoyarse en sus activos privados como fuente principal de seguridad económica. La financiarización (también de la vivienda) se ha convertido en un sustituto del Estado del bienestar: una forma de frenar las consecuencias políticas del esfuerzo sostenido por los sucesivos gobiernos para frenar la inflación salarial.
La estrategia política consiste en convertir a los trabajadores en una especie de “inversores aspiracionales”. Estos van a estar más preocupados por el precio de su vivienda, los impuestos que tienen que pagar por vender o comprar, por la posibilidad de invertir o heredar propiedades que por sus propios salarios, sus condiciones laborales o la actividad sindical. Esta estrategia implica la implementación de todo tipo de exenciones fiscales, como la que hace que solo se tenga que tributar por el 40 % de las ganancias que se obtienen de alquilar una propiedad. De hecho, se pagan más impuestos por lo que se obtiene trabajando que por las rentas inmobiliarias. En consecuencia, la gente ha comenzado a identificarse más como inversores y propietarios de activos que como trabajadores, con las consecuencias que eso tiene para la lucha política.
Además hay implícita una garantía: de alguna manera los gobiernos harán todo lo posible por impedir que bajen los precios de las propiedades –algo que se tambaleó con la crisis del 2008 y que se trató de apuntalar con medidas como la reforma de la Ley de Arrendamientos Urbanos de Rajoy del 2013– como explica el activista Javier Gil. Los precios de la vivienda en la crisis bajaron relativamente, pero no de manera definitiva, porque no se dejó que se desplomasen. ¿Por qué cuesta tanto plantearse una tímida medida como podría ser regular alquileres o no se construye vivienda pública en España? Porque ese tipo de medidas harían peligrar las rentas inmobiliarias de la clase media que dejaría de ser clase media sin esas rentas, porque los salarios son bajos y los servicios públicos insuficientes. La economía es demasiado dependiente de este mercado inmobiliario inflado y todos los tipos de servicios que lo acompañan.
Consecuencias para otras posibilidades de vida
Desde mediados de los años ochenta, el precio de la vivienda ha crecido de forma espectacular en sucesivas oleadas (1985-1991; 1995-2007). También lo han hecho los alquileres. Y lo han hecho de forma mucho más rápida que el salario medio: tras el estallido de la burbuja inmobiliaria a un ritmo totalmente desaforado, más de un 50% desde el 2013.
En Madrid, si un joven –de entre 16 y 29 años– quiere vivir solo, tendría que dedicar el 105% de su sueldo para pagar un alquiler medio
Las consecuencias para los no propietarios son dramáticas. Para poder pagar una casa en las grandes ciudades españolas –e incluso en algunas que son simplemente turísticas– se tiene que trabajar muchas horas más, como dice Cooper. Desde luego, mucho más que hace dos o tres décadas. (También es verdad que las condiciones de estos trabajos han empeorado constantemente desde finales de los 70. Sin embargo, la necesidad de pagar las cuotas de la hipoteca o el alquiler hace que la gente tenga que aceptar casi cualquier trabajo.) Esto implica menos posibilidades de dedicarte al activismo, a crear espacios o cultura –música, teatro alternativo, grupos de discusión, etc.– que no sean directamente productivos en términos económicos. Por ejemplo, en Madrid, si un joven –de entre 16 y 29 años– quiere vivir solo, tendría que dedicar el 105% de su sueldo para pagar un alquiler medio. La consecuencia es que la dependencia de los padres aumenta y se alarga en España, donde la edad media de emancipación es de 29 años. La precariedad impone una minoría de edad prolongada. Además de con el precio de la vivienda, esto está relacionado con la precariedad laboral y el altísimo desempleo juvenil.
Por tanto, como explica Cooper, los jóvenes son los primeros que se enfrentan a un grave problema, sobre todo aquellos que no pueden vivir en casa, ya sea por su sexualidad o por sufrir situaciones de violencia o abuso sexual. De modo que hoy vivir de una manera extrafamiliar cuando eres joven es mucho más complicado. También supone un problema para muchas mujeres, sobre todo para las que se jubilan con pensiones muy bajas, debido a que la dedicación a los cuidados hace más discontinua su historia laboral, o porque aceptan más jornadas parciales.
Por último, hoy los precios del alquiler en las grandes ciudades hacen casi imposible poder alquilar espacios para desarrollar actividades políticas o culturales de tipo alternativo. (Aunque también en eso hay diferencias notables entre ciudades entregadas al capital como Madrid y otras más “socialdemócratas” como Barcelona.) Por otra, cada vez es más difícil okupar porque supone una amenaza de devaluación de las propiedades próximas. (Las recientes campañas contra la okupación tienen mucho de eso.)
Por tanto, la financiarización de la vivienda afecta de manera profunda a nuestras vidas, y restringe así sus posibilidades. Evidentemente, las condiciones materiales ofrecen un marco, pero no sobredeterminan absolutamente la realidad y podríamos encontrar ejemplos de formas de experimentación que desafían todas las limitaciones económicas. En el próximo artículo explicaré cómo este contexto empuja a los jóvenes a una mayor dependencia familiar y sus consecuencias políticas.
Financiarización y el nuevo paradigma de “bienestar”
Sabemos que el discurso público sobre reforzar la familia es terreno conservador, de las extremas derechas y los fundamentalismos cristianos aunque, como se explica
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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