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Hablar de pornografía es hablar de industrias culturales, de la construcción del deseo –y su ejercicio y consumo– en las sociedades neoliberales. Es hablar de la articulación de la sexualidad como un mecanismo de materialización de poderes destinados a imponer, pero también cuestionar, jerarquías de género, etnia, clase o diversidad funcional.
Por desgracia, una parte del feminismo hegemónico español ha decidido enfocar este debate desde una perspectiva que reproduce, más que cuestiona, el relato del terror sexual. Se trata del imaginario que legitima la violencia sexual como una forma de control sobre las mujeres en el espacio público, como tan bien desgrana Nerea Barjola en Microfísica sexista del poder. Así, el porno es visto como un veneno corruptor de mentes infantiles y jóvenes, que transforma a los niños en potenciales violadores, lobos candidatos a actuar en manadas, y a las niñas en potenciales víctimas sumisas. Da igual que, como apunta Barjola, los medios de comunicación, la cultura de masas, las costumbres y las tradiciones también jueguen su papel en la creación del terror sexual. El hecho de que la vía de acceso a este porno feroz sea internet convierte el mundo digital en una tierra de nadie anárquica donde todo el mundo está en peligro. Crea un espacio de excepcionalidad sexual que solo se conecta al físico en tanto que creador de lobos que agredirán a caperucitas, pero que es impermeable a las relaciones de poder presentes en el mundo físico y los imaginarios que las sustentan.
Tal y como advierte Barjola, la configuración de espacios de excepción y la creación de monstruos sexuales –o, en el caso de la pornografía en internet, de la amenaza de la materialización de su existencia– sirve de estratagema para ocultar todo el entramado socio-cultural que legitima la violencia sexual como herramienta de disciplina y control de las mujeres. Además, simplifica las relaciones heterosexuales, ya que considera al deseo como fundamentalmente masculino y, en tanto que fundamentalmente masculino, esencialmente violento.
La configuración de espacios de excepción sirve para ocultar todo el entramado socio-cultural que legitima la violencia sexual como herramienta de control de las mujeres
Dicha construcción no se nos debe pasar por alto, pues en el imaginario público español va calando la equiparación del concepto de libertad sexual con la ausencia de violencia, en vez de ser la segunda un prerrequisito para la primera. Una equiparación que encuentra en el anteproyecto de Ley de libertad sexual un marco de legitimación. Esto nos aleja del paradigma de moralidad democrática que Gayle Rubin defiende para las relaciones sexuales, según el cual los actos son juzgados no solo por la presencia o ausencia de coacción, sino por la cantidad y cualidad del placer y la consideración mutua entre todes les participantes. El paradigma de Rubin es el de un deseo anhelado, compartido y construido, y debemos partir de él para elaborar un análisis crítico sobre el visionado y la creación de pornografía.
En primer lugar, la consideración de la pornografía como industria cultural permite abordar cuestiones como sus diferentes modelos de comercialización y la garantía de los derechos laborales de sus trabajadores. Por un lado, existe un modelo de pago de pornografía ética y feminista, aún minoritario, que visibiliza cuerpos no normativos como sujetos deseantes y deseados –escapando del fetichismo al que los somete la mirada masculina, blanca y cisheterosexual del porno mainstream–. Por el otro, domina la concentración de portales de porno gratuito en manos de pocas y opacas empresas, que han mostrado escasa iniciativa ante el filtrado de vídeos de violaciones reales.
De hecho, y en segundo lugar, la lógica de visionado que establecen los grandes portales de porno gratuito y mainstream es similar a la de los portales de streaming de series y películas, donde se alienta el consumo acumulativo y sistemático de productos audiovisuales en detrimento de su disfrute o, como sugiere Jaume Ripoll, de la seriefagia en vez de la seriefilia. En el caso de la pornografía, el paradigma de la pornofagia, en el que páginas web actúan como repositorios de miles de clips efectistas clasificados en función de categorías que estandarizan las prácticas sexuales y los cuerpos que intervienen en ellas, ha supuesto el auge de lo que Ariane Cruz considera como porno que puede estimular el cuerpo pero no la mente.
La pornofagia y el porno para estimular el cuerpo encajan en un modelo de sexualidad neoliberal en la que el orgasmo se transforma en un objetivo a alcanzar de forma rápida y eficiente, y el satisfyer es uno de sus mayores símbolos. Como argumenta Barjola, el análisis crítico de la pornografía debe tener en cuenta su papel en la legitimación del sexismo y la violencia sexual. Barjola sostiene que los relatos de terror sexual difundidos por los medios de comunicación, como los de Jack el Destripador o el del asesinato y tortura de las jóvenes de Alcàsser, se producen en tiempos en los que las mujeres empiezan a ganar derechos y libertades en el espacio público. Actualmente, la ubiquidad de una modalidad de pornografía basada en la vejación de las mujeres a través del acto sexual convive con la cuarta ola del feminismo.
Siguiendo con las tesis de Barjola, es necesario dejar de ver la pornografía como un espacio de excepción, ajeno a nuestro imaginario cultural, y entender que se encuentra integrado en él. Sí, la pornografía puede banalizar la violación en grupo. Y lo hace precisamente porque, como explican varias teóricas feministas, uno de los factores por los que esta se lleva a cabo, la sociabilidad de los varones –caracterizada por la construcción de la identidad masculina de forma grupal y mediante el desprecio a las mujeres–, está presente en multitud de productos culturales y prácticas cotidianas.
El concepto de moralidad democrática de Rubin se caracteriza por determinar que la violencia de una práctica sexual no radica en su naturaleza, en el acto en sí, sino en las circunstancias de su realización. Bajo esta idea, la pornografía no es esencialmente violenta, sino que son las condiciones de creación, interpretación y consumo –y los imaginarios presentes en este proceso– las que la convierten en un instrumento de violencia. Así pues, el análisis crítico de la pornografía debe alejarse de la demonización catastrofista y orientarnos hacia la creación y el visionado de una pornografía para el deseo, el goce y el disfrute de todes.
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Marta Roqueta-Fernàndez es investigadora doctoral de la Universitat Oberta de Catalunya. Autora del libro De la manzana a la pantalla. Amor, sexo y deseo en la época digital.
Hablar de pornografía es hablar de industrias culturales, de la construcción del deseo –y su ejercicio y consumo– en las sociedades neoliberales. Es hablar de la articulación de la sexualidad como un mecanismo de materialización de poderes destinados a imponer, pero también cuestionar, jerarquías de género,...
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Marta Roqueta-Fernàndez
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