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En julio de 2011 mis padres se fueron de viaje y yo me quedé en casa con mi abuela. Por aquel entonces se estaba produciendo en mí un cambio tan importante como la adolescencia misma: pasé de ser un espectador aficionado al cine a un cinéfilo. Así que, aprovechando la ocasión, le propuse a mi abuela ver Ladrón de bicicletas. Yo sabía que ella guardaba un gran recuerdo de esa película. También sabía que le gustaban mucho las películas de Cantinflas, pero yo recién estaba entrando en la cinefilia y el clásico de De Sica cumplía todos los requisitos para convertirse en mi bautismo.
Dispuse todo como un rito religioso: descargué la película en la mejor calidad posible, adelanté la hora de la cena, moví las mesas y los sillones de sitio hasta que estábamos sentados en el ángulo idóneo. Y por fin la puse, sin que mi abuela entendiese a qué venía tanto alboroto. Durante el travelling en retroceso de padre e hijo que cierra la película, justo antes de que sean absorbidos por la multitud, noté que mi abuela rompía a llorar silenciosamente. Apareció el rótulo de ‘Fine’, pero yo dejé a mi abuela llorando mientras la preciosa música de Cicognini acompañaba a los títulos de crédito. No entendía muy bien por qué, pero sabía que una de las cosas que distinguía al cinéfilo era ver los créditos de las películas. Por fortuna para mi abuela apenas duraron un minuto.
La sorpresa vino justo después, cuando me preguntó dónde estaba la escena que faltaba. “¿Qué escena?”, le respondí, “no hay nada más, la película ya se ha acabado”. Ella me dijo que faltaba la escena en la que el padre recuperaba la bicicleta y volvía con su hijo a casa, felices. Su memoria había añadido una escena que modificaba por completo el final de la película. Y esa escena inexistente era lo que hacía que recordara con tanto cariño la película. Mi abuela no era más que una de tantas espectadoras aficionadas que había crecido en plena posguerra viendo sesiones dobles en cines de pueblo y que no buscaba en las películas otra cosa más que emociones y entretenimiento. El adolescente que yo era, en mi inminente obsesión cinéfila –y aunque de forma completamente inocente– había roto uno de los mejores recuerdos (por inventado que este fuera, qué más daría eso) de la adolescente que ella fue.
La cinefilia ha sido obstáculo para la consecución de una sociedad más libre y abierta porque ha sido un espacio cerrado, entre otros, para una mitad de la sociedad: las mujeres
Cuando hace dos años Vicente Monroy publicó aquí un artículo titulado “Por una cinefilia renovada” –un año después aparecería Contra la cinefilia, al que debemos tanto– luchaba precisamente contra ese homo cinematographicus que describe así: “Alguien que organiza la propia vida alrededor de las películas. No se conforma con amar el cine, sino que lo convierte en su ‘manera de ser’”. Para continuar pensando sobre este fenómeno, Cineteca organizó el pasado abril una serie de seminarios. Con el título de Una peli que está muy bien, estos encuentros tuvieron el aire de renovación que pedía Monroy. Allí, Pablo Caldera definió la cinefilia como el “goce de un proceso de individuación forzosa; el elogio del orden”.
La cuestión es más importante de lo que podría parecer. Entendida como una mera cuestión de arrogancia que hace al homo cinematographicus creerse superior intelectual y moralmente, la cinefilia acarrea frustración y conflictos internos. Pero me parece que la necesidad de repensarla va más allá de eso. El cinéfilo clásico es incapaz de distanciarse lo suficiente de su objeto de deseo como para rechazar los aspectos moralmente conflictivos. Al convertir al objeto de deseo en una forma de vida en sí misma –en tanto constituye su identidad–, rechazar algunas de sus partes sería renunciar a una parte de sí mismo. Para estos cinéfilos –en su mayoría un tipo específico de hombre blanco heterosexual– que conformaron su personalidad al mismo tiempo que veían estas películas, esto era algo que no estaban dispuestos a hacer. Así las cosas, la cinefilia ha sido obstáculo para la consecución de una sociedad más libre y abierta porque ha sido un espacio cerrado, entre otros, para una mitad de la sociedad: las mujeres. Y este grupo cerrado ha influido directamente en cómo se accede a la industria y cómo se hacen las películas, teniendo estas su correlato en el comportamiento de las sociedades.
El trabajo de Laura Mulvey demuestra que las películas del Hollywood clásico estaban construidas para que el espectador masculino se identificara con el punto de vista del protagonista, “portador de la mirada”. Pero Mulvey deja una pregunta en el aire: ¿con quién se identificaba en este contexto la mujer espectadora? Mary Ann Doane retomó a Mulvey y una de las respuestas que encontró a esta cuestión era que la mujer “se identificara temporalmente con la posición del voyeur masculino, sujetándola a una mirada controladora que insiste en la distancia y la diferencia entre ellas”. Este es uno de los motivos que hacen que la cinefilia haya sido cosa de hombres: mientras ellos tenían una identificación completa con su mirada, ellas tan solo se identificaban puntualmente y de forma conflictiva.
Por tanto, lo peligroso de esta nostalgia con la que el cinéfilo tradicional se aferra a su supervivencia no tiene que ver con el recuerdo de una emoción desbordada ante una determinada manera de sentir el cine. Lo peligroso de esta nostalgia romantizada es que busca la pervivencia de un determinado orden social. En cierta ocasión un amigo me comentó desilusionado que ya no veía películas actuales porque ninguna era tan buena como las del cine clásico. En realidad, lo que mi amigo echa de menos no es una calidad, sino un tipo de películas que servían a la vez como espejo y modelo de un ideal ideológico. Y digo espejo porque, como explica Bourdieu, es un “instrumento que no sólo permite verse sino intentar ver cómo uno es visto y hacerse ver como uno pretende que lo vean”. Es decir: dejas de existir para ti mismo y pasas a existir para el otro. La lógica que hay detrás de un “ya no se hace cine como el de antes” o “no veo series, solo me interesa el cine de verdad” es la misma que la de quien se queja de que ya no se hacen chistes sobre determinados colectivos: el miedo a perder una posición. Porque no nos engañemos: a nadie le gusta salir de su zona de confort.
Esta dificultad para distanciarse moralmente del objeto de deseo la podemos observar en antiguos programas como ¡Qué grande es el cine!, de TVE. Cada semana, José Luis Garci elegía película y tres invitados para comentarla. Los invitados de Garci solían ser hombres de su generación, es decir, cinéfilos que vivieron su enamoramiento de las películas en la misma época en que los críticos de Cahiers revolucionaban todo. Para un adolescente que empezaba a interesarse en el cine como yo, recuperar sus programas en YouTube supuso el acceso a infinidad de películas que desconocía y un gran aprendizaje. Sin embargo, el problema estaba en la incapacidad de señalar los aspectos problemáticos de las películas que adoraban y desmarcarse de ellos. Que en El hombre tranquilo, película que me encanta, se hablase en términos festivos de la famosa escena final en que Wayne arrastra a golpes a Maureen O’Hara es prueba de esto. La escena era tan aberrante en 1952, como lo era en los años 90, como lo es hoy. Y aun así no es un festival de machismo gratuito, sino que es perfectamente coherente con la lógica de la película. Se puede alabar la película sin tener que defender una escena abiertamente machista. Pero no se tomaba la distancia necesaria para explicar que la ideología, no ya de Ford o de Nugent, sino la que expone la propia película, era la de la violencia inscrita en rituales simbólicos colectivos que acaban sometiendo a la mujer.
En 1998, tres años y ciento treinta y ocho películas después, todavía no había pisado ese plató una mujer y Garci decía que había muchas cinéfilas, pero que “el programa nació así y no lo voy a cambiar”. Aunque tardaron años en aparecer, al final vimos algunas excepciones: Nativel Preciado, Clara Sánchez o Maruja Torres entre las más habituales. Resulta especialmente paradójico que películas que las apelaban directamente como Lo que piensan las mujeres, de Lubitsch, o Las amigas, de Antonioni, fuesen debatidas únicamente por hombres. Garci y compañía formaban un Consejo de Sabios a imagen y semejanza del Conseil des Dix de Cahiers, un grupo excluyente en el que no participaba ninguna mujer (I. 1). En Cowboys de medianoche, otro programa con Garci, comentaban que un cinéfilo era aquel que había visto más de 20.000 películas (no recuerdo exactamente, puede que fueran 30.000). Dejando a un lado la arbitrariedad de la cifra, me pregunto de qué manera mi madre podría haber visto esa cantidad de películas al mismo tiempo que trabajaba y criaba a dos niños. O de qué manera iba a querer participar de un universo de ficción que le era ajeno y que la había desplazado a la condición de depositaria de la mirada masculina. En todo caso, lo perturbador es que la actitud reaccionaria de cinéfilos nacidos en los años 90 y que no se han criado con el Sean Thornton de El hombre tranquilo en la cartelera sigan configurando su identidad con ficciones de otro tiempo, intentando conservar unos valores morales que no tienen cabida en la sociedad.
I.1 – Conseil des Dix del nº 198 de Cahiers du cinéma, de febrero de 1968 (último año en que apareció esta sección)
Este cinéfilo –que hemos visto que es casi sinónimo de masculinidad– hace películas que parecen pertenecer a otro tiempo, que buscan asemejarse a su ideal romántico. Como el Antonio López de El sol del membrillo, que repetía incansable la pintura del membrillero porque ninguna se parecía lo suficiente a ese real idealizado, ruedan películas que desean parecerse cada vez más a su modelo hasta convertirse en un anacronismo estilizado. Nada nuevo: Monroy en su libro, y antes Panofsky, ya nos alertaron de esta excepcionalidad cinéfila. En estas películas, que nacen ya a destiempo, se repiten tópicos que pertenecen al cine y no a la vida: leía el otro día en Twitter a alguien quejarse de que los personajes siguiesen dejando mensajes en los contestadores en pleno 2021. Pero ¿qué pasaría si las películas realizadas por otro tipo de cinéfilos ganasen peso?
El pasado mes de mayo vi en el DocsBarcelona La fiesta del fin del mundo, el proyecto final de diplomatura en la ECAM de Paula González, Andrés Santacruz y Gloria Gutiérrez, tres de los más prometedores talentos que tiene nuestro cine. La película, que narra el diálogo online entre un chico y una chica en plena cuarentena por covid, confirma que el paso hacia una cinefilia más abierta y sana pasa por que sean las mujeres quienes dibujen este nuevo mapa cinéfilo. Encuentro que esta película supone una vía excepcional de cambio por los siguientes motivos:
1. Está realizada de forma colaborativa. Esto entierra el mito autoral que nació en 1954 con el número de Cahiers dedicado a Hitchcock y que terminó de completarse tres años más tarde con el libro de Rohmer y Chabrol. El proyecto autoral a mí no me parece tanto un “terrible triunfo de la cinefilia” como a Monroy y sí más bien un sistema de interpretación de películas –más errónea que cierta en tanto situaba al analista por encima de la propia obra– que rápidamente excedió su premisa y degeneró en algo que ya sí podríamos calificar de terrible: pérdida de foco de la manera en que se hacen las películas. Al ensalzar el modelo de estudios se destruyó la posibilidad de otro tipo de cine donde las personas que participan de su realización no sean meros técnicos-esclavos. La especialización lleva a que en las películas participen infinidad de personas que trabajan para ellas igual que los antiguos egipcios trabajaban en la construcción de las pirámides: sin saber muy bien lo que están haciendo, sin lugar en la historia. La consecuencia última de esto ha sido la creación de un determinado género: las películas de festivales. Obras que se convierten también en anacronismos, parodias de sí mismas donde se repiten marcas y gestos, y que derivan en algo terrible: pérdida de identidad y de diversidad cultural. Películas brasileñas que no parecen brasileñas, películas rusas que no parecen rusas. Películas que solo se parecen a esas otras que han triunfado en festivales donde aspiran a triunfar. En cierto sentido, remakes formales.
2. “Debemos descubrir el pasado por nosotros mismos”, pedía Arendt en Entre el pasado y el futuro. La idea consiste en propiciar lecturas diferentes de las obras. Y eso es lo que hacen en La fiesta del fin del mundo. No es cine que desprecie el pasado ni que lo desconozca, como dicen quienes critican a los nuevos cinéfilos. Es cine que genera nuevas lecturas y donde conviven referencias de distintos niveles: la inclusión de las formas de comunicación online, una de las tareas que aún tiene pendiente el cine del siglo XXI, y el viaje de colores en el espacio de 2001: Una odisea del espacio, que es recuperado en forma de luces de discoteca. No obstante, el fin es el mismo que en Kubrick: que los protagonistas hagan un viaje inmersivo y ficticio en el espacio y el tiempo. Se convierten en narradores que generan un nuevo relato intradiegético, aspecto marcado formalmente con la ruptura de la figuración (I. 2-3). Como vemos, las decisiones formales precisas y brillantes no están obligatoriamente ligadas a la figura del Autor.
I.2
I.3
3. Autoconsciencia de la tradición cinéfila. Tras este viaje de colores, la protagonista lleva al chico a 1758, “cuando la viruela pegaba heavy”, porque preferiría vivir aquella pandemia que la del covid. La imagen imita la del modelo histórico con el preciosismo romantizado de quien la está generando: la mente de la chica, para quien es un momento idílico (I. 4). De nuevo, coherencia formal absoluta. Sin embargo, el chico no tarda en sacarla de su sueño dando una descripción precisa de lo que es el cinéfilo. (I. 5-7). Y más rigor formal: al despertarla del equívoco, todo se vuelve negro. La ruptura con el pasado romantizado nos devuelve a la ausencia de imágenes, de referentes.
I.4
I.5
I.6
I.7
4. La mirada femenina. Creo que el análisis formal es una de las herramientas más poderosas que tenemos contra el homo cinematographicus. Si bien la semiótica llevada al extremo ha acarreado muchos problemas, no creo que el analista sea el mismo que el cinéfilo o el crítico. Por un lado, porque el analista es ajeno a las demandas de consumo rápido y acumulativo que tiene el cinéfilo. Por otro, porque son los análisis formales los que han estado en la base de la teoría fílmica feminista y porque hoy más que nunca nos permiten separar el grano de la paja. Los problemas que señala Mulvey en el cine clásico hoy también pueden encontrarse en películas de temática engañosa. Y para localizarlos necesitamos las herramientas del análisis. En La fiesta del fin del mundo la mujer es sujeto –y no objeto– de todas las percepciones. Cuando el narrador es extradiegético, el chico y la chica tienen un plano general donde es el texto quien los sitúa. Después, dos planos cortos: uno para cada uno (I. 8-9). Pero al convertir a la chica en narradora, es ella la que rompe la libertad de mirada que tiene el espectador en el plano general para obligarnos a mirarla solo a ella: el resto de la imagen es recortado (I. 10-11).
I.8
I.9
I.10
I.11
Al día siguiente de ver con mi abuela Ladrón de bicicletas le puse Fresas salvajes. Había leído que era un clásico sobre la vejez y debí de pensar que a mi abuela podían interesarle algo los conflictos internos de Victor Sjöström. Nada más lejos de la realidad. A mí ninguna de las dos películas me gustó, aunque jamás lo admití en ese momento. Sin yo saberlo, y como explicaba Teresa de Lauretis sobre las implicaciones de señalar la casilla F (Femenino) en un formulario, al marcar la C de Cinéfilo en realidad era la C la que me marcaba a mí. En cambio ahora, lejos de la presión que conlleva la C, me encantan las dos. Pero ojalá hubiera sabido esto antes: así habría visto a mi abuela reír con las películas de Cantinflas.
En julio de 2011 mis padres se fueron de viaje y yo me quedé en casa con mi abuela. Por aquel entonces se estaba produciendo en mí un cambio tan importante como la adolescencia misma: pasé de ser un espectador aficionado al cine a un cinéfilo. Así que, aprovechando la ocasión, le propuse a mi abuela ver...
Autor >
Carlos Lara
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