PASEOS
Horas inútiles junto al Sena (2)
La mentalidad contemporánea observa sin inmutarse la pérdida de confianza en las capacidades del ciudadano libre que constituía el paradigma de las instituciones democráticas
Alba E. Nivas 24/07/2021
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Observo a mi hijo escribir la letra R. No la recia R de la tipografía española que yo aprendí, de escueta curva en forma de arco y dos patitas de silla castellana. La que está trazando es la minuciosa R rococó de la République, con sacrílega tilde en la é. A partir del rabillo a la izquierda, el impulso caligráfico se va consumiendo en el trazo de sucesivos arabescos, de cuya ejecución controlada depende el resultado final: la estética final de la R modelo del cuadernillo de la Éducation Nationale o un sinuoso garabato de chapucera ascendencia materna. Por suerte el resultado es convincente, el niño es aplicado.
Últimamente ha empezado a corregirme. Con indisimulada sorna le dice a su padre: “Mamá lo dice todo en femenino”. Con ello no se refiere al empleo deliberado del lenguaje inclusivo, cuyos usos y motivos todavía desconoce, sino a mi tendencia a añadir, por una simple cuestión de comodidad fonética, lo que hasta hace poco me parecían discretas, casi imperceptibles [e]s, a todos los adjetivos y sustantivos. Y es que no me acostumbro a dejar las palabras con tantas consonantes impronunciadas, así que tiendo a cerrarlas indiscriminadamente con las [e] como para no dejarlas a la intemperie y darles algo de calorcito femenino. A efectos prácticos, sin embargo, la mitad del vocabulario en mi boca se vuelve transgénero. He de aclarar, por si había alguna duda, que no estudié francés en el colegio, ni desde luego fuí al liceo. Lo aprendí en las calles parisinas, cuando era veinteañera y me dedicaba a trabajos de poca monta en los que no hacía falta escribir y era mejor no hablar demasiado. Sólo años más tarde, a fuerza de lecturas y memoria fotográfica, conseguí hacerme con las bases de la ortografía y la gramática y salvar, de manera aproximativa, el desfase entre la expresión oral y la escrita. El autodidactismo, sin embargo, persiste, y confieso que me tomo no pocas licencias con el idioma, entre las que el cambio de género, pese a la impresión de torpeza y desaliño lingüístico que sin duda causa entre mis interlocutores nativos, en mi fuero interno es una cuestión baladí, je m'en fiche. A fin de cuentas, incluso en lo relativo al cuerpo humano, el género no deja de ser una azarosa improvisación de la naturaleza, un simple despiste en cierto momento de la gestación, y la puede liar parda.
En ese sentido, el respeto a los derechos del colectivo LGBTI me parece imprescindible para superar el caduco modelo de las identidades binarias y acercarnos a una realidad psíquica mucho más compleja y andrógina de lo que parecemos dispuestos a asumir. Cabe confiar que las nuevas generaciones terminen con el simplismo maniqueo y la guerra de los sexos. Lo deseable sería que, con independencia de la modalidad de acoplamiento y placer sexual elegidos, cada persona se decidiera a conciliar ambas polaridades de la psique y explorar así todas las facetas de la experiencia humana. Es decir, superar los encasillamientos costumbristas y conceptuales de lo binario y entender lo masculino y lo femenino como principios universales complementarios, actuando de manera resueltamente yin o yang, “femenina” o “masculina”, según lo exijan las circunstancias concretas de la vida o incluso, como en las series televisivas, por temporadas. Como tantas otras cosas, Virginia Woolf lo vio claro, somos Orland@s cabalgando inmóviles a lomos de los siglos.
Caligrafías aparte, de République vamos sobrados. Incluso vacunados la tosemos constantemente. Tenemos la desgraciada suerte de vivir en el distrito XI, en el simbólico eje que va de la Bastilla a la Place de la Repúblique, manifestódromo nacional par excellence. Y para más señas, en la manzana del Bataclan, a pocas calles de Charlie Hebdo. Mi hijo ha crecido contando los globos rojos de la CGT y los chalecos amarillos, entre policías disfrazados de escarabajos-terminators y gases lacrimógenos las tardes de los sábados, cuando salimos de paseo o lo llevamos a los cumpleaños de sus camarades de primaria.
Vivímos, decía, en un eje simbólico que, ya metidos en arenas cartesianas, bien puede equipararse al eje histórico-temporal que va del ciudadano revolucionario del siglo XVIII al individuo posmoderno de la V República. Si para el primero la libertad era el principio que sustituía a la unción divina de los reyes, esta se reduce, para el segundo, al pleno uso y disfrute de sus variopintas posesiones y cachivaches. Aficionado al paternalismo estatal, reclama constantemente sus derechos pero la libertad del prójimo no le concierne. La mentalidad contemporánea observa sin inmutarse la pérdida de confianza en las capacidades del ciudadano libre que constituía el paradigma de las instituciones democráticas. No le aflige el lento desmoronamiento del edificio de las libertades, ni el espectáculo intimidatorio de las fuerzas del orden militarizadas patrullando las calles, ni el abuso constante de las sirenas policiales ni las heridas mutilantes que provocan sus modernos artilugios represivos. Incapaces de organizar, coordinar y controlar adecuadamente las fuerzas policiales, a base de propaganda demagógica sobre la seguridad, los sucesivos gobiernos se afanan en modificar el derecho penal y adulterar el derecho común haciendo desaparecer poco a poco la teoría de las circunstancias excepcionales. Hoy en día cualquier ciudadano libre es considerado un potencial delincuente.
El niño continúa sus ejercicios caligráficos del cuadernillo bañado en la lechosa luz de un verano decidido a pasar de incógnito. Oigo el sonido de los cazas y las avionetas militares que ensayan para el desfile militar del 14 de julio con el mismo sobresalto de cada miércoles primero de mes, a las doce en punto de la mañana, cuando por una obligación legal de mantenimiento suenan las cuatro mil sirenas antiaéreas del país y durante unos segundos me quedo sin respiración. Por breve que sea el susto, la experiencia no deja de ser perturbadora. Como de costumbre, la gracia concentrada del niño, su rotunda presencia a la vez alegre y descreída, me rescatan del mal fario militar y me traen de regreso a ese presente inmediato en el que avanzamos de la mano conjurando todo lo que nos achica, desmintiendo a cada paso una visión convencional de la realidad cuyo consenso mayoritario no legitima una distorsión cada día más injusta y enloquecida. Sin que se note mucho, en nuestras conversaciones camino al colegio, deslizo veladas consignas para que no se tome en serio la mayoría de las cosas que allí le cuentan.
En los años 50, el filósofo Gunther Anders inventó el término supraliminar para referirse a aquellas acciones y acontecimientos demasiado grandes para ser concebidos y representados por la conciencia humana. Las amenazas que se ciernen sobre nosotros son de tal magnitud que perdemos la capacidad de sentir el miedo, o más bien nos situamos en la superficie de la conciencia para refugiarnos de este, sin evitar que sus frías corrientes informen la práctica totalidad de la vida pública y a menudo también de la privada. Con sus capacidades sensibles y cognitivas cada vez más embotadas por la tecnología, sometido a control remoto por los poderes públicos y privados, el individuo del primer mundo hoy en día se limita a la constatación fisiológica del monótono repertorio hormonal que oscila entre el miedo y la satisfacción inmediata.
Echo un vistazo a la página del cuadernillo vacacional y rápidamente le doy el visto bueno. En comparación con otros padres, por lo general cuarentañeros bien situados y consagrados con fervor a sus carreras, la escasa atención que presto a los aspectos académicos raya la negligencia. De su expediente recién estrenado, lo que me interesa son sus habilidades relacionales, si demuestra empatía y compañerismo. He trabajado durante años en ecología, así que tengo interiorizado lo supraliminar, asumo como puedo que el mundo que le ha tocado en suerte no se parecerá en nada al que yo he conocido. Mis referencias no le sirven porque lo que está naciendo es radicalmente nuevo. Lo educo por instinto. Para tratar de guiarle hacia lo que se nos avecina sólo me he propuesto dos objetivos: que crezca sin miedo a la muerte y que aprenda a abrir el espacio con su cuerpo y con su mente.
Salimos de paseo hacia los muelles del Sena. En las calles aledañas las dependientas fuman con aire resignado a las puertas de las boutiques vacías. Los rutilantes escaparates de las rebajas parecen cocodrilos dormidos. Invadiendo las aceras y las plazas, los cafés y los restaurantes se resarcen de los meses de confinamiento sacando sus tripas al aire libre. Pese al tiempo, inusualmente frío y lluvioso para esta época, las terrazas están repletas de jóvenes pálidos y hermosos conversando y bebiendo a cámara lenta vasos de vino a siete euros la copa. París vuelve a parecer París, ese perpetuo escenario de figurante impecablemente ataviados, el exhaustivo despliegue de unas formas en cuya expresión se agota el contenido.
Me complace volver a escuchar el sonido de fondo de las terrazas. Observar la vitalidad y la belleza de todos esos cuerpos jóvenes felices de reencontrarse y celebrar la existencia. Con todo, no dejan de parecerme extrañamente dóciles, desde luego muy distintos a los activistas climáticos con los que trato. Me intriga lo que puedan sentir, cómo se imaginan su futuro. ¿Están tan absortos en la inmediatez de las redes sociales que no reflexionan? ¿Prefieren la superficialidad a la rabia? Me digo que acaso esa aparente pasividad no es sino otra forma de romanticismo, esa conciencia tan propia de la juventud de hallarse ante un malentendido tan inconcebible que ni siquiera es digno de consideración.
Llegamos al paseo fluvial y nos instalamos en el encantador recodo frente a l`Île Saint-Louis que la Alcaldesa Hidalgo –supongo– tuvo el acierto de bautizar Jardín Federico García Lorca. Mi hijo se pone a jugar a la pelota con otros niños de paso en la cancha de madera y yo me siento con la espalda apoyada en el viejo chopo de siempre. Me viene a la cabeza el primer verano que pasé en París, un mes de julio de hace ya muchos años, cuando el paseo peatonal todavía no existía y por ese mismo muelle pasaban los coches zumbando a toda velocidad. Era un mes de julio, y acababa de terminar la carrera de Derecho. Me veo caminando en compañía de mi amiga K., que había dejado su vida en Reus para ser pintora en París. Yo no tenía nada claro lo que quería hacer con la mía. Lo mío era un lirismo bruto, un lirismo del No (“no perseguiré a la mosca lógica con los ojos de la mente”). París era la posibilidad atmosférica de la verdad y la belleza. Quería experimentar la libertad con que los colores y las formas bailaban en los cuadros de Kandinsky del Centro Pompidou. Lo quería todo. Era un collage con patas decidida a apropiarme de todo lo que me gustaba.
Ha pasado el tiempo. Me fui y regresé. He vivido en otros lugares y me he dedicado a muchas cosas. Pero sé que, aunque vuelva a marcharme de París, siempre será un centro en torno al que orbitar como una polilla, de bombillazo en bombillazo, hasta que un día mi cuerpo amanezca tieso. Qué más da, la luz es lo que cuenta.
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Nota: Parte de las consideraciones sobre la deriva liberticida ha sido extraídas del texto de François Sureau Sans la liberté (2019). Sobre el mismo tema, la autora recomienda también el excelente trabajo de Barbara Stiegler De la démocratie en pandémie (2021). Los dos libros publicados en la colección “Tratcs Gallimad”.
Observo a mi hijo escribir la letra R. No la recia R de la tipografía española que yo aprendí, de escueta curva en forma de arco y dos patitas de silla castellana. La que está trazando es la minuciosa R rococó de la République, con sacrílega tilde en la é. A partir del rabillo a la izquierda, el impulso...
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