La inmovilidad
Vacío
Si me he permitido hablar de algo en apariencia tan ocioso, abstracto y remoto como el vacío, es porque ese estado de receptividad es accesible a cualquier ser humano, sólo es preciso entrenar la atención
Alba E. Nivas 5/07/2020
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Ahora que, con la luz del verano, el aire parece hinchado de una indecible alegría bulliciosa a salvo del zumbido monótono de los coches, resulta casi imposible recordar la quietud de mediados de marzo. La primavera entraba en escena en pleno confinamiento; bajo un insólito cielo azul las calles de París se exhibían, más ufanas que nunca, al regocijo de los paseantes que ejercíamos nuestro derecho al esparcimiento una hora al día en el más o menos plausible radio de un kilómetro alrededor del domicilio.
“París ha amanecido en la Tierra”, anoté en mi diario tras una caminata que se estiró hasta el Sena. Por primera y acaso por última vez, la ciudad estaba en manos de los pájaros. Mientras los humanos nos removíamos en nuestras promiscuas madrigueras eléctricas, sus musicales conversaciones flotaban entre las frondas de los plátanos y los castaños de indias. Con la suspensión provisional del derecho a la movilidad, el espacio urbano adquiría un textura distinta, sosegada, permeable, antigua. Frente al aburrimiento y a la resignación de las ventanas, las abejas proseguían sus meticulosas libaciones en las flores de los patios interiores. Fuera de la histeria colectiva de las pantallas, los ciclos vegetales celebraban o diferían el ritual de la floración al dictado de un secreto ritmo propio que este año cobraba inesperado protagonismo. El crecimiento de las plantas cautivaba mi atención como nunca; era como si en ellas residiera la pervivencia de mis sueños, la posibilidad misma de la libertad.
Sin el incesante río de coches, caminando por los bulevares, París se me antojaba un pueblo, pacífico e indolente
Sin el incesante río de coches, caminando por los bulevares, París se me antojaba un pueblo, pacífico e indolente ; un pueblo de cuyas grandilocuentes ambiciones y gestas sólo quedara ya una inadvertida leyenda mineral, un mero decorado. En aquellas semanas de calles casi desiertas había algo premonitorio. Era como si todo hubiese acontecido: el drama humano culminado ante la perfecta indiferencia solar.
URGE NO HACER NADA, clamaba hace ya décadas Nicanor Parra. De pronto la Realidad Real nos lo confirma a golpe de pandemia. Confrontados al imperativo de salvar vidas de manera inmediata, los poderes públicos se han visto inopinadamente obligados a echar el freno al sistema, con la muerte no se juega. A falta de consenso público, un improbable virus se está encargando de propinar hachazos al totem del crecimiento. Con los motores parados, no obstante, se hace patente la combustión interna. Qué hacer con el tiempo en el cuerpo. Cómo encajar la humillante sensación de que casi todo lo que producimos o nos ocupa habitualmente es, a la hora de la verdad, prescindible y superfluo, cuando no directamente perjudicial o contaminante. Cómo acceder, confinados en casa, a esa otra forma de huida que es la actividad permanente.
“Cuando me he puesto a considerar algunas veces las diversas agitaciones de los hombres y los peligros y las penas a que se exponen en la corte, en la guerra, de donde nacen tantas querellas, pasiones, empresas audaces y con frecuencia malas, etc., he descubierto que toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación”, escribía Pascal en el S.XVII. En el S.XXI, mediando conexión a internet, tal cosa es perfectamente posible. Permaneceremos horas generando e intercambiando datos personales en beneficio de corporaciones empresariales con imperturbable serenidad. Incluso desempleados somos productores contumaces; siempre seremos libérrimamente capaces de modificar nuestro perfil.
La nada. Pocos tabúes culturales tan arraigados como ese miedo al vacío. El cero, su representación numérica, nos espanta; nada extraño si consideramos que durante siglos fue considerado un elemento diabólico. Introducido por los matemáticos indios, el cero, en sánscrito sunya, significa vacío, concepto que en la filosofía hindú y en las tradiciones sapienciales de Oriente goza de un prestigio diametralmente opuesto como máxima aspiración de la conciencia. La suprema felicidad.
En el vacío se revela nuestro centro. Somos, como el ojo del huracán, el testigo inmóvil y permanente de lo que acontece en el remolino periférico de la mente. Con el aquietamiento mental, las fronteras entre el sujeto, el objeto y el acto mismo de pensar desaparecen. La creación y el creador se reunifican.
Que en su estatua el alto Cero
–marmol frío,
ceño austero
y una mano en la mejilla–,
medite, eterno, en la orilla,
y haya gloria eternamente.
Y la lógica divina
que imagina,
pero nunca imagen miente
–no hay espejo ; todo es fuente–,
diga: sea
cuanto es, y que se vea
cuanto ve. Quieto y activo
–mar y pez y anzuelo vivo,
todo el mar en cada gota,
todo el pez en cada huevo, todo nuevo–
lance unánime su nota.
Todo cambia y todo queda,
piensa todo,
y es a modo,
cuando corre, de moneda,
un sueño de mano en mano.
Tiene amor rosa y ortiga,
y la amapola y la espiga
le brotan del mismo grano.
Armonía;
todo canta en pleno día.
Borra las formas del cero,
torna a ver,
brotando de su venero,
las vivas aguas del ser.
Así homenajeaba Antonio Machado al cero en un magistral de Juan Mairena titulado Al gran Pleno o Conciencia integral. El nuevo paradigma científico (1) denomina alternativamente al vacío “estado fundamental del cosmos ”, “dimensión profunda”, “orden implicado” En ese estado inmóvil, de máxima receptividad, los humanos cobramos plena conciencia de nuestra pertenencia a un organismo vivo de infinitos rostros. “Comprendemos el despliegue del mundo y el sufrimiento de los seres en su afán de ser algo más que una aglomeración de partículas efímeras”, dice Chantal Maillard en La compasión difícil.
Es demasiado pronto para calibrar los efectos psicológicos que esta pandemia, que aún no ha terminado y dista mucho de ser un fenómeno irrepetible
Menos poético y más lacónico, Einstein escribió: “El ser humano forma parte de esa totalidad que denominamos el Universo. Nos experimentamos a nosotros mismos, a nuestros pensamientos y sentimientos, como si estuviéramos separados del resto. Es una especie de ilusión óptica de la conciencia. Una prisión que nos limita a nuestros deseos personales y al afecto por las personas más cercanas. Nuestra tarea es liberarnos de esa cárcel ensanchando nuestro círculo de compasión a todas las criaturas vivas y al conjunto de la Naturaleza en toda su belleza. El verdadero valor de un ser humano viene determinado por la medida y el sentido en que ha conseguido liberarse de sí mismo. Necesitamos una manera de pensar radicalmente distinta para que la humanidad sobreviva”.
Es demasiado pronto para calibrar los efectos psicológicos que esta pandemia, que aún no ha terminado y dista mucho de ser un fenómeno irrepetible si consideramos el deterioro de los ecosistemas terrestres, está teniendo sobre la población. El reciente triunfo de las formaciones ecologistas en las elecciones municipales francesas invita a pensar que para gran parte de la opinión pública el cuidado del medio ambiente es ya una prioridad insoslayable. En este mismo sentido apunta una de las principales proposiciones de la convención ciudadana para el cambio climático –cuyos ciento cincuenta integrantes, recuérdese, fueron elegidos mediante sorteo público– que demanda introducir el objetivo de protección de la biodiversidad y lucha contra el cambio climático en el artículo 1 del texto constitucional. Algo está calando en la gente. La resistencia al cambio, sin embargo, todavía es grande. La reciente concesión de ayudas multimillonarias al sector aeronáutico en lugar de racionalizar y reorientar drásticamente la actividad productiva del país dan buena prueba de ello. Seguimos queriendo vivir en los cielos. Cuando un medio tan poco alternativo como Le Monde alerta sobre la previsible penuria en suministro de petróleo para Europa en el horizonte de diez años, planificar la “vuelta a la normalidad” resulta además una utopía incoherente. Implica condenar a la sociedad a la peligrosa superstición de si misma.
Este ensayo general de la inmovilidad decretado por la pandemia debería servirnos de inspiración. La imaginación ha de ponerse manos a la obra. Todavía hay tiempo para actuar. Si me he permitido hablar de algo en apariencia tan ocioso, abstracto y remoto como el vacío, es porque ese estado de receptividad es accesible a cualquier ser humano, sólo es preciso entrenar la atención. En la dimensión profunda de la conciencia anidan fuerzas muy reales, corporales, ni metafóricas ni metafísicas; energía inteligente de alto voltaje capaz de perforar el envoltorio protector de una rutina social que nos conmina a llevar máscaras mientras nos asfixia lentamente.
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Notas
1. Laszlo, Ervin: La naturaleza de la realidad. El nuevo mapa del cosmos y la conciencia. Editorial Kairos, 2017.
Ahora que, con la luz del verano, el aire parece hinchado de una indecible alegría bulliciosa a salvo del zumbido monótono de los coches, resulta casi imposible recordar la quietud de mediados de marzo. La primavera entraba en escena en pleno confinamiento; bajo un insólito cielo azul las calles de París se...
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