PASEOS
Horas inútiles junto al Sena (1)
Hablamos de las recalcitrantes identificaciones del yo y sus neurosis. De la posibilidad de un yo sin narrativa personal, es decir, de un yo en bragas –o en calzones— y con tendencias copulativas ‘de otro orden’
Alba E. Nivas 23/04/2021
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Hace un día cristalino. La luz centellea, embriagadora, sobre las aguas perezosas del Sena. Aquí y allá, las gaviotas se entretienen en sus empecinados vuelos aleatorios. Sin oponer resistencia, los patos se dejan transcurrir bajo los puentes del Sena ignorando el desfile de medallones conmemoratorios y broncíneos rostros gesticulantes. Ante la inminente colisión con algún tronco perdido de la última crecida, a lo sumo se dignan a alzar el vuelo.
Desde hace un año, las aves han recuperado la posesión del río. Ni rastro de los bateaux-mouches cargados de turistas y guías con megáfono. El incesante tráfico de péniches y embarcaciones deportivas parece haber pasado a la historia. De vez en cuando, como una herrumbrosa reliquia, alguna gabarra surca las aguas exhibiendo un cargamento de áridos en el puente. En la apacible monotonía provinciana sólo irrumpen, periódicamente, las potentes lanchas neumáticas de la policía fluvial estilo Corrupción en Miami. Tiesos como crestas de gallos, los gendarmes vigilan con cara de circunstancias a las hordas de chavales que, con las máscaras bajo la nariz o en el bolsillo, se reúnen para conversar o bailar en los muelles antes del toque de queda.
Los muelles están casi vacíos este lunes a primera hora de la tarde: parejas de jubilados, estudiantes y momentáneos corredores fugitivos del teletrabajo. Espero a mi amiga Christine sentada en la hierba, mientras observo el avance de la reconstrucción de Nôtre-Dame. Las nuevas vigas de madera parecen gigantescas tiritas temporales en la solemnidad pétrea del templo que, de un tiempo a esta parte, pasa casi desapercibida. Con los cafés y las tiendas de souvenirs cerradas a cal y canto, la Île de la Cité está desierta, insólitamente resignada a los quehaceres administrativos en el interior de sus monumentales edificios.
Es una delicia que no haya turistas. Lo es, al menos, para quienes no vivimos del turismo. No me imagino cómo puedan sentir este tiempo vacante, subvencionados por el fondo de solidaridad, el paro técnico y otros dispositivos financieros, los cientos de miles de personas que dependen de esa población flotante. Es un descanso haber dejado de ver todos aquellos proyectiles luminosos y sus evanescentes líneas aéreas. La desventaja es que, obviamente, también he dejado de tener visitas de familiares y amigos.
Sigilosa, silenciosamente, la pandemia ha solidificado la distancia entre nuestros cuerpos. Dispersos en un lava de incertidumbre, nos vemos exiliados al inexorable continente eléctrico y al acatamiento de lo sucedáneo: imágenes planas, granulosos fondos, conversaciones sincopadas, simultáneos desconciertos. Algo es algo, ciertamente, pero tan inevitablemente unilateral y austero... un brillante suelo frío del que fácilmente se resbala hacia la nada. En la neblina mental se perfila el temor a que pueda ser duradero, todos esos cuerpos familiares y queridos condenados a vagar espectralmente en la retina, víctimas y víctimarios de este peculiar incesto intraespecie al que parece habernos abocado la tecnología.
Por momentos el hartazgo de la virtualidad me hace desear temerariamente un apagón mundial. Me viene a la cabeza la reciente lectura de Silencio de Don Delillo, que narra el inicio de un blackout general en 2022 y sus efectos psicológicos en varios amigos reunidos para ver la final de la Superbowl en una casa neoyorkina. “¿Acaso el tiempo ha dado un salto adelante, o bien se ha desmoronado? ¿Y acaso la gente de las calles se va a convertir en hordas salvajes, asilvestradas, que entrarán a la fuerza en todas partes, por todo el planeta, rechazando el pasado, completamente desligados de todos los hábitos y patrones?” “¿Somos un experimento que se está viniendo abajo, un plan puesto en marcha por fuerzas que no habíamos calculado?”, se interroga Delillo. “Estábamos encaminados a esto. Ya desprovistos de asombro, de curiosidad. La orientación completamente mermada. Demasiado de todo y procedente de un código de fuente demasiado restringido”, responde uno de sus personajes.
Veo acercarse a Christine sonriendo bajo la mascarilla, envuelta por el aura entrañable de la amistad, intensificada si cabe por la reciente noticia del cáncer que padece. En su mirada, porosa como nunca, se percibe una mezcla de fragilidad y lucidez extrema, solitaria. Mientras echamos a andar en dirección al Louvre me habla de su próxima operación, en la que le extirparán el útero, los ovarios y algunos ganglios para evitar que el cáncer se reproduzca. Lo describe con meticulosidad y distancia científicas. Sólo le tiembla la voz cuando, con la vista perdida en el horizonte, me confiesa su dificultad para asumir que no podrá ser madre, algo que deseara vivamente desde siempre. Todavía no consigue asimilarlo. Guardo silencio. En ese momento me siento como en la cima de una montaña, pero a ras del suelo. Trato de ponerme en su situación y regresar a mi yo anterior a la maternidad descendiendo los peldaños de una ambivalencia que imposibilita cualquier conclusión. En ese momento me viene a la mente una visita a su casa cuando mi hijo era un bebé recién nacido. Recuerdo cómo le contaba, desesperada, la implosión de mi identidad tras el nacimiento, la sensación de claustrofobia que me embargaba a menudo tras aquella especie de aterrizaje forzoso en la vida orgánica del cuerpo, siempre pringosa de leche, mocos, pis y mierda, y atontada por el agotamiento. Trataba de ponerle palabras a la escisión entre la conciencia de unos deseos constantemente postergados y la impensable ternura del apego mamífero, a la sensación de no estar a la altura, ni de mí misma, ni de lo que la vida me exigía en aquel momento, que era, básicamente, todo. Y, en medio de aquel quejumbroso laberinto emocional, los ojos del bebé como túneles directos a un júbilo cósmico que parecía observar con sorna mis tribulaciones.
La maternidad viene a ser como el servicio militar femenino
Soy incapaz de decirle que la maternidad es una especie de sacerdocio humanista edulcorado por el patriarcado para la perpetuación de la especie. Que, para entendernos mejor –laicité oblige–, la maternidad viene a ser como el servicio militar femenino. Y que, en el plano íntimo, es un taller de amor incondicional, contención y renuncia por el que no todas las mujeres han de pasar, menos aún en una época tan necesitada de la labilidad del genio femenino. El carácter de Christine, equilibrado y paciente, no necesita pasar por semejante papel de lija. Pienso en su trabajo con niños autistas en el hospital; la visualizo en su casa, trabajando en su ordenado y apacible despacho de psicoterapeuta lacaniana con la imponente biblioteca que nutre sus investigaciones sobre teatro y psicoanálisis, localizo los dos tomos con las obras de Antonin Artaud que no le pido prestados por falta de tiempo para leer. Decididamente, no lo necesita, concluyo para mis adentros, pero no digo nada.
Caminamos lentamente, absortas en la conversación; de vez en cuando nos detenemos para observar las algas que han crecido desde el primer confinamiento. Nos solazamos con la calma y la especial luminosidad de la tarde. Acaso por el tiempo sin vernos a cuenta de las restricciones de la pandemia o por el tono confesional de la conversación, el encuentro reviste una intensidad particular. Por primera vez me habla en detalle de la terapia que sigue desde hace años. Me cuenta que, tras varios años de seguir pistas erradas analizando los capítulos más sonados de su biografía, y en concreto sus relaciones sentimentales, en los últimos días parece acercarse a un punto crítico o a una revelación que presiente crucial para el desenlace terapéutico. Le pregunto a bocajarro si encuentra un nexo entre eso que dice que vislumbra y el cáncer que padece. Se detiene. Oui, dice mirándome fijamente.
Comienza entonces a evocar un episodio de su primera infancia, un accidente conocido y en apariencia banal, si no fuera por cierta impronta de indefensión en la memoria profunda de la que sólo recientemente comienza a ser consciente. Después me cuenta otro episodio similar, también sobrevenido durante la infancia, en circunstancias diferentes pero igualmente fortuitas e inevitables, con el mismo resultado traumático, relacionado con la sensación de impotencia, soledad y vulnerabilidad extremas. Raro por lo indetectable pese a los controles rutinarios de prevención, el tipo de cáncer que padece recrea la misma gama de emociones, y lo más importante, enfatiza, la misma reacción corporal. Lo que le permite hilar todos esos episodios radica en una idéntica memoria física que tiende a repetirse con el tiempo. Ahora es capaz de reconocerla.
Seguimos conversando sobre los límites del lenguaje en los procesos terapéuticos. Yo le hablo del acceso directo a la memoria inconsciente mediante técnicas corporales que cortocircuitan los procesos mentales habituales. Le cuento algunos casos conocidos en mis estancias en Los Alpes; cuerpos que despiertan, existencias que se recrean a partir de un discernimiento mayor, de una nueva sabiduría. Christine me escucha sin la distancia cartesiana de otras ocasiones. Rápidamente, la conversación despega y alcanza una insoportable ligereza, sobre todo por mi parte. Christine es más razonable, yo tiendo a las aporías. Hablamos de las recalcitrantes identificaciones del yo y sus neurosis. De la posibilidad de un yo sin narrativa personal, es decir, de un yo en bragas –o en calzones– y con tendencias copulativas de otro orden.
Estamos a la altura de Chatêlet. Sin darnos cuenta, caminamos cada vez más despacio. Por momentos tengo la impresión de que la enfermedad ha salido del cuerpo de Christine y marcha a nuestro lado como un centinela que escuchara atentamente la conversación, observando cómo nos adentramos en un territorio vedado, como si hubiera alcanzado su propósito. “Quizá sea prematuro”, dice Christine deteniéndose de nuevo, “pero vislumbro que, a través de este obstáculo tan absoluto, empieza otro camino. Confío en que sabré encontrarlo. Mi terapeuta dice que el cáncer moviliza todos los recursos. Ojalá tenga razón”.
El paseo fluvial se adentra en un largo túnel hasta el Jardin des Tuileries. Seguimos andando por el viejo muelle de adoquines y nos detenemos cerca del Pont des Arts. La tarde es tan espléndida que tomamos algunas fotos de recuerdo. Christine tiene que marcharse a una cita médica para su baja laboral. Nos despedimos sin abrazo. Siento una repentina mezcla de aprensión y añoranza retrospectiva. En los tiempos que corren los reencuentros con amigos son escasos, casi clandestinos. Mientras veo difuminarse en el muelle su grácil silueta parisina, recuerdo la última vez que fuimos juntas al teatro, hace ya más de un año, poco antes del confinamiento. La pieza era Madre, de Angélica Lidell. Lo encuentro significativo.
Un año entero sin teatro, conciertos, cine. Un año de ocio suprimido. París lleva más de trescientos sesenta y cinco días girando exclusivamente en torno al negocio. Les enfants de la patrie han de dedicarse únicamente a dormir, trabajar y comprar. “Abstenerse –perdónenme la expresión– de todas las cosas inútiles”, dijo admonitoriamente le Président en una de sus teatrales alocuciones. Desde entonces hemos perdido la cuenta de los desconfinamientos, reconfinamientos y kafkianos formularios derogatorios, por no hablar del permanente toque de queda y de la sombra de la deuda. Como en los demás países, todas las esperanzas en las campañas de vacunación masiva. Tratar el síntoma, eludir la enfermedad. Una vez más.
Ya no somos aquellos turistas que se dejaban guiar hacia el futuro, mansamente arrullados por el sonido de los motores
Contemplo el río y el Pont des Arts. Me da una pereza monumental regresar a mis quehaceres. Trato de hacer abstracción de la angustia suspendida sobre la ciudad como un paraguas negro. En su último libro, Bruno Latour relaciona esta angustia colectiva con lo que denomina “problemas de engendramiento en cascada” (1). Latour estima que la duda sobre la continuidad de las generaciones, o sobre las condiciones de habitabilidad terrestre tout court, recorre todo el espectro de las posiciones políticas. De movimientos mayoritariamente juveniles como Extintion-Rebellion, a las teorías sobre el colapso –collapsologie– que ocupan un lugar cada vez más notorio en el debate público, o, en el polo puesto, las reacciones xénofobas, contra el aborto o contra el movimiento LGBT, unas y otras pueden considerarse síntomas de una misma inquietud, expresiones del mismo miedo.
Ya no somos aquellos turistas que se dejaban guiar hacia el futuro, mansamente arrullados por el sonido de los motores. El tiempo ha dejado de ser lineal y predecible. Con pandemia y sin pandemia, estamos instalados en una incertidumbre radical y caótica. Y sin embargo, en ese momento, apoyada contra el muro, con los rayos del sol acariciándome el rostro, todo me parece una deslumbrante respuesta, una orgía silenciosa. “L’extase universelle des choses ne s'exprime par aucun bruit ; les eaux elles-mêmes sont comme endormis”. (2)
Respiro el aire fresco y azul del río; los pulmones se expanden abriendo el espacio a mi alrededor. Pienso en Christine y en Antonio Machado. En los caminos que se crean.
Hace un día cristalino. La luz centellea, embriagadora, sobre las aguas perezosas del Sena. Aquí y allá, las gaviotas se entretienen en sus empecinados vuelos aleatorios. Sin oponer resistencia, los patos se dejan transcurrir bajo los puentes del Sena ignorando el desfile de medallones conmemoratorios y...
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