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La primera fotografía espacial de la Tierra tiene más de 70 años. Fue realizada, en 1947 y a 100 kilómetros de altura, desde un cohete lanzado desde Nuevo Méjico. Son una serie de fotos, un puzzle que, si lo ordenas, permite ver de forma nítida un recodo en la curvatura de un planeta oscuro, en blanco y negro, cubierto de gases. La foto –imprecisa; histórica; una proeza–, tuvo poco recorrido. Había algo inquietante en ella, turbador incluso, que la lastraba. El cohete utilizado fue un V2 nazi, requisado por el ejército estadounidense. Detrás de esa foto había 20.000 esclavos muertos en la fabricación de ese cohete, una cantidad mayor que la de civiles británicos y belgas asesinados por esa bomba. Gherman Titov, cosmonauta del Vostok-2, posterior al Vostok-1 de Gagarin, consiguió, en 1961, la primera fotografía de la Tierra desde la estratosfera. Tenía que haber sido la gran foto. Una foto inocente, alejada de la barbarie y que explicara la carrera espacial, ese cambio de mentalidad. Pero resultó ser una foto fea, sin alma y, otra vez, imprecisa. No explicaba nada, salvo un objeto parcial, un fragmento de un planeta, otra vez gris, envuelto de nubes oscuras y dotadas de voluntad propia, como sucede en las pesadillas. La fotografía esperada y necesaria, la fotografía que explicaría una época, llegaría años después, en 1968. Justo y precisamente en ese año mágico y violento. La hizo Bill Anders, astronauta de la misión Apolo 8. Aquella misión era previa al alunizaje. Consistía en llegar a la órbita lunar, rotar en ella y volver a la tierra. Mientras giraba alrededor de la Luna, Anders descubrió algo que ningún científico de la NASA había previsto. Que su trayectoria circular le conducía a ver, inexorablemente y por primera vez, la Tierra desde la Luna. Tuvo el tiempo justo de comprenderlo y de buscar y encontrar su Hasselblad, con la que hizo una fotografía que, literalmente, cambiaría el mundo. En ella se ve, desde la Luna, desde aquel paisaje muerto que, un año después, Armstrong describiría como “belleza desoladora” –Armstrong había leído a Blake; o tenía sus mismas arrugas en el cerebro–, un planeta parcialmente oscuro, habitado por la noche, pero también, y más aún todavía, por la luz, una explosión azul, en mitad de la nada más absoluta. Esa esfera azul, ahora, por fin, rozada y acariciada por nubes de un blanco puro e incomprensible, era el único algo en la nada. El planeta azul, contrariamente a cualquier mapa imaginado hasta ese momento, carecía de fronteras y estaba copado, sin más razón que su propio azul eléctrico, por la lógica asombrosa y desconcertante de la alegría. El planeta azul olía, por fuerza, a harina, a pescado fresco, a bosque, barro y arena y sal. Y parecía emitir sonidos sencillos y complejos, como lo son el chapoteo y las aves, o los pasos descalzos de los niños en el amanecer, yendo a la cama de sus padres. Es imposible ver Earthrise –así se llamó a esa fotografía–, sin comprender términos como fragilidad u hogar, y sin imaginar miles, millones de banquetes y bromas. La foto anhelada había llegado por fin. Verla fue un momento de comprensión y emoción. Y eso es, precisamente, lo que sucedió. Una emoción colectiva, un sentimiento de planeta, y la idea de que, todo lo que no fuera bueno y justo, había sido, hasta ese momento y por fuerza, un error. Aquella fotografía fue una amnistía, un día del perdón. Una ruptura. Limpiarnos.
Posteriormente, al poco, la fotografía se olvidó. Hoy nadie recuerda su trascendencia y significado. Aquel sentimiento de unidad, de unidad de especie, hacía miles de años que no se producía. La última vez que lo sentimos, tal vez éramos otra especie. Supongo que todo ese sentimiento sólido en torno a esa fotografía fue substituido por otro sentimiento sólido. Que, a su vez, fue substituido por otro, y por otro. Nada hay más sólido que un sentimiento, ese gas, esas nubes oscuras, esa belleza desoladora y estéril. Desde entonces hemos ido cambiando de sentimientos. Earthrise, tal vez, tan solo explica el momento en el que los sentimientos empezaron a superponerse. En el que dejaron de ser importantes, incluso válidas, las ideas. En el que ya fue imposible ver la verdadera dimensión del azul, un hogar frágil, que debería haber sido bueno y justo.
La primera fotografía espacial de la Tierra tiene más de 70 años. Fue realizada, en 1947 y a 100 kilómetros de altura, desde un cohete lanzado desde Nuevo Méjico. Son una serie de fotos, un puzzle que, si lo ordenas, permite ver de forma nítida un recodo en la curvatura de un planeta oscuro, en blanco y negro,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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