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El nombre es, tal vez, la única esencia. Un nombre, un nombre concreto, alude a un cuerpo. Comprendes ese nombre cuando ves ese cuerpo dormido, o caminando a su propia velocidad. Es entonces cuando entiendes, con la sencillez con la que se entiende una hoja o un anillo, que ese nombre es una esencia, que lo explica todo. En ocasiones así, sueles repetir ese nombre, en tu interior, sólo por el placer, máximo, exacto, escaso, de ver que todo encaja. Y tiene nombre.
Estaba cenando con ella y con su nombre. Su cuerpo, es decir también su nombre, estaba levemente adornado con pequeños trozos de ropa, sol y metales. En eso sucedió algo extraño y no previsto. Del otro extremo del restaurante vino un hombre. Primero pensé que hacia nosotros, luego vi que hacia ella. El hombre, fascinado por lo que veía –veía a ella, únicamente a ella–, en sus ojos tenía también el brillo de la locura mansa, que los Antiguos creían divina. La abrazó. Y la llamó por otro nombre. Y le empezó a hablar de un pasado en común, en el caso de que ella, en efecto, tuviera ese nombre que él no cesaba de repetir. En ese pasado había una juventud extrema y tersa, octavillas, citas secretas, botellas de gasolina. Y un momento de plenitud, frente al fuego. Un fuego que, parecía, no podía olvidar ni dejar de ver. Educadamente, ella simuló que compartía ese pasado. Hasta que vino un familiar del hombre. Se excusó, avergonzado, por lo que había sucedido. Y explicó que el invasor de nuestra mesa había sufrido, hacía años, un accidente. Recordaba poco y a nadie. Hasta ese día y ese momento. El familiar daba por hecho que, este primer recuerdo en años, no había sido más que un falso recuerdo. Se llevó al hombre, otra vez sumiso y resignado, hasta su mesa. Sobre sus espaldas, esa era la sensación, llevaba el fuego, la hoguera, que había descrito.
Al irse, ella me explicó su verdadero nombre y su verdadero pasado. Ambas cosas encajaban con ella, y ella, ahora, se entendía con la sencillez con la que se entiende una hoja o un anillo. Aquel nombre, en el que todo encajaba, explicaba que, hace años, observó el placer máximo, exacto y escaso, de que todo encajara. Por unos instantes. Con tanta intensidad que, hasta un hombre con la memoria rota, que había vivido años sin recuerdos, lo había recordado.
El nombre es, tal vez, la única esencia. Un nombre, un nombre concreto, alude a un cuerpo. Comprendes ese nombre cuando ves ese cuerpo dormido, o caminando a su propia velocidad. Es entonces cuando entiendes, con la sencillez con la que se entiende una hoja o un anillo, que ese nombre es una esencia,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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