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Hacíamos el amor detrás del gimnasio. Allí coincidíamos diversas parejas. Tengo tatuado en el cerebro el sonido que producíamos. Mientras nos comíamos las bocas, hablábamos. En ocasiones escuchabas cosas maravillosas, y asistías, por ello, a dos exteriorizaciones, sobrecogedoras, del genio personal. El tiempo, en aquellos instantes, transcurría a la velocidad de la luz. La luz es en verdad lenta y constante y eterna, si bien a veces es una vela, y otras una ciudad ardiendo. Tras el último destello, hablábamos, pero con otra voz. Y siempre con un ruido de fondo que, solo entonces, percibíamos. Era el ruido que emitían los del interior del gimnasio. No hacían gimnasia. Eran grupos de chicas y de chicos que se reunían en torno de una güija. Durante un tiempo, por lo que sea, la güija fue un fenómeno en el instituto. Los practicantes de aquello nos explicaban sus aventuras, con una pasión que no entendíamos. Habían accedido a conversaciones con Napoleón, con un muerto en una guerra antigua, con una anciana preocupada por un huerto que ya no existía. Les escuchábamos con un falso interés, una suerte de respeto ante algo que no nos importaba nada en absoluto. Lo que decían era menos importante, opuesto tal vez, a nuestro juguete de detrás del gimnasio. Aquellos chicos y chicas eran diferentes a nosotros, de una forma que no sabíamos formular. Amar, o desear, apostar, lo sabíamos ya entonces, era una hazaña. Que requiere, y esto aún no lo sabíamos, una decisión, una energía inaudita. Requiere, incluso, un salto. Saltar un precipicio sobre el vacío, de forma irreflexiva, pero audaz y cargada de determinación y trascendencia. Aquellos chicos y chicas eran desconocedores de ese salto. Vivían en una tranquilidad antigua, que nosotros no recordábamos. Por eso nos sorprendió un día cuando, de repente, abandonaron sus susurros habituales y, desde el interior del gimnasio, les escuchamos gritar. Por el ventanal vimos que gritaban, lloraban, se abrazaban, intentaban huir golpeando una puerta, que sencillamente podían haber abierto accionando su pomo. La razón de todo ello, luego nos lo dijeron, es que habían hablado con el diablo, que les había dicho cosas espantosas. Escuchamos su narración, sin interrumpirles, sin decirles lo que pensábamos en realidad. E intentamos tranquilizarles.
Amar, desear, apostar, es una hazaña. Requiere una decisión, una energía inaudita. Un salto. Fabuloso. Audaz. Con determinación ciega. Sobre un precipicio. Hoy conozco el fondo de ese precipicio oscuro. Sé que nunca jamás volveré a saltarlo. Y sé, por tanto, que no puedo tardar mucho más en escuchar al diablo.
Hacíamos el amor detrás del gimnasio. Allí coincidíamos diversas parejas. Tengo tatuado en el cerebro el sonido que producíamos. Mientras nos comíamos las bocas, hablábamos. En ocasiones escuchabas cosas maravillosas, y asistías, por ello, a dos exteriorizaciones, sobrecogedoras, del genio...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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