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En el siglo XIX, antes de la invención del ferrocarril, se llegó a teorizar que los cuerpos explotarían si un tren de pasajeros –un objeto aún inexistente– superara los 17 kilómetros por hora. En el XX, por un terror parecido a lo desconocido, se llegó a dar por cierta la muerte de los cuerpos sometidos a la velocidad y al vacío de las naves espaciales. La experimentación con perros y monos, previa a los vuelos espaciales humanos, supuso la garantía de cierta seguridad para los cuerpos. Pero, ¿y la mente? ¿La mente se rompía en el espacio? Esa era la duda. Ante la ausencia de datos y experiencia, soviéticos y norteamericanos intentaron prevenir cualquier problema de ese tipo a partir de la selección de sus cosmonautas y astronautas. Eran pilotos de élite. No porque tuvieran que pilotar nada –no pilotaron nada, de hecho–, sino porque eso presuponía cierta fortaleza de espíritu, la garantía de haber convivido, previamente y con cierta serenidad, con la muerte. Aun así, y ya desde los primeros vuelos orbitales, se documentó algo que se denominó neurosis espacial. No era nada concreto, sino una paleta rica en colores. Por lo general, consistía en, precisamente, colores. La visión de luces, explosiones de luces en la cabina o fuera de ella, en el vacío. Los soviéticos fueron muy crípticos con esas vivencias de sus cosmonautas, que iban trascendiendo por vías no oficiales. Algunos astronautas vieron eso mismo, y lo unieron a una idea de divinidad, a la sensación de ver un mensaje asombroso, críptico y de belleza inaudita. Hoy en día se supone que esa vivencia, muy común en el espacio, va unida a procesos neuronales en gravedad cero. Se vivieron, no obstante, casos más severos de neurosis espacial. Ed White, el primer astronauta en realizar un paseo espacial –esto es, una salida al vacío negro y absoluto, sin arriba o abajo, en el infinito incomprensible, unido a la nave a través de un cable–, quedó seriamente afectado por su experiencia. No puso en peligro la misión, pero estuvo “inutilizado” –así lo señalaba un informe– durante meses. Unos meses copados por un peso nuevo en el alma, y en los que no podía evitar, por primera vez en su vida, plantearse los motivos y la razón de la existencia. Indicios como ese hicieron que la NASA dictara un protocolo para casos de neurosis espacial repentina y severa que pudieran invalidar una misión. Se sabe poco de ese protocolo, de una manera u otra aún en uso. Conocemos, por ejemplo, que cada nave parte con un rollo de cinta plástica adhesiva. Es parte de ese protocolo. Esa cinta serviría para atar e inmovilizar a un astronauta.
El espacio depura. Cualquier objeto que va al espacio es un objeto depurado. Más funcional, de menor volumen y peso. En ese sentido, es importante esa cinta adhesiva que transportan las naves. Es una depuración de algo, mayor y pesado, que existe en la Tierra. Esa cinta supone miles de toneladas y de años depurados. Es el peso menor posible para la necesidad de inmovilizar a quien ve o piensa algo no calculado. En el siglo XIX se pensó que los cuerpos explotarían en un tren. En el XX, que lo harían en una nave. Y tenían razón. Explotamos. A pie, a caballo, en trenes, en naves. Es una de nuestras tendencias. Al hacerlo vemos o somos luces que nadie ve. Nos preguntamos sobre el sentido donde no debería haberlo. Creamos sentidos inesperados y avanzamos hacia la desnudez de la libertad, un paisaje no siempre grato, en ocasiones sin el arriba y el abajo. Puro y frío infinito. En contrapartida, y como contrapeso, existen ataduras para quien rompe sus ataduras. Poco más. Nada, contra las explosiones de luces.
En el siglo XIX, antes de la invención del ferrocarril, se llegó a teorizar que los cuerpos explotarían si un tren de pasajeros –un objeto aún inexistente– superara los 17 kilómetros por hora. En el XX, por un terror parecido a lo desconocido, se llegó a dar por cierta la muerte de los cuerpos sometidos...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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