IN MEMORIAM
Un escritor con una cámara
Mario Camus cumplía siempre el plan de rodaje y como solían terminar antes de tiempo, se iba a jugar un partidillo de fútbol con el resto del equipo. De eso sí que estaba muy orgulloso: de rodar más rápido que nadie
Pilar Ruiz 19/09/2021
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“Voy a contaros cómo lo hago yo”
Así nos dijo el primer día el primer profesor de dirección de la primera promoción de la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid. Si algunos creadores son reacios a descubrir la letra pequeña de su oficio, ese no era el caso de Mario Camus. Con generosidad y honestidad –“A mí me funciona, pero quizá vosotros prefiráis hacerlo de otra manera”– explicaba de una manera sencilla, directa, yendo siempre al grano. Nos enseñó a tener el montaje en la cabeza y la cámara en el papel: la planificación con el esquema de posiciones de cámara primero sobre guion, después sobre la planta del set. Algo muy práctico y de una efectividad meridiana. No solo enseñaba eso, claro. Mario transmitía un enorme respeto por tres cosas: el trabajo en equipo –“las películas se adjudican a un autor, pero hay medio centenar de personas trabajando en ellas”– el guion y el trabajo actoral –“sin los actores no somos nada”–. Nos decía aquellas cosas con una confianza y seguridad aplastantes, escuchándole casi se podía creer que era fácil aquello de dirigir películas. Es decir, que fue un magnífico profesor aunque él no se tuviera por tal, como si siguiera siendo alumno de la antigua EOC. Su reserva –rara por estos lares– podía tomarse por desabrimiento, una característica muy, pero que muy, cántabra. Como si desconfiara de las alabanzas y los adornos de la etiqueta autoral, huidizo de la atención mediática, Mario era como sus películas. Con la planta de un jugador de baloncesto, eso sí. Quienes tildan a “los del cine” de perroflautas y titiriteros, se sorprenderían al ver entre sus representantes a aquel señor elegante de impecable estilo británico, responsable de haber escrito y dirigido por encargo películas de Raphael o Sara Montiel. Decía haber aprendido mucho con ellas. Aunque la seriedad dejaba traslucir una pulsión interior, como la de una cuerda tensa, que desde más cerca llegaba a parecer una rebeldía indefinible, personal, íntima. A punto de levantar el vuelo. Solo una vez le vi un asomo de furia –contenida– cuando habló de su mili en pleno franquismo que pasó arrestado en el calabozo, leyendo. Porque era un lector apasionado y a sus alumnos nos recomendaba tanto leer como ver películas. “Fui primero escritor y nunca he dejado de escribir”. Un director que escribe con una cámara, el mejor lector de Galdós, Lorca, Calderón, Cela, Delibes, Aldecoa, Arturo Barea. Sus guiones adaptados están pegados al espíritu de la obra que no a la letra porque hacía cine, no “ilustraba” con imágenes –aquello de lo que abominaba José Luis Borau– convertido en un lector que disfruta imaginando mientras lee, poniendo paisaje y rostro humano a la acción, la sustancia narrativa.
Camus cumplía siempre el plan de rodaje y como solían terminar antes de tiempo, se iba a jugar un partidillo de fútbol con el resto del equipo. De eso sí que estaba muy orgulloso: de rodar más rápido que nadie cuando cada metro de película positivada costaba un riñón, no como en estos tiempos digitales. El director fiable, considerado por los productores, rápido, barato y efectivo. Un artesano, sí, pero mucho más. La prueba está en un puñado de obras. Como Los Santos Inocentes (1984) que ocurría en una Extremadura brumosa y verde fruto de las mayores lluvias caídas en 40 años cuando el director esperaba encontrar un espacio seco y amarillo. La crítica dijo que aquellos verdes se debían a que el director cántabro había buscado en la fotografía y las localizaciones reencontrarse con el paisaje de su origen, pero para Mario era un ejemplo de rodaje donde hay que adaptarse a los imprevistos y también del despiste de la crítica respecto a su éxito más rotundo, la película en la que el público aplaudía en los cines las cuentas ajustadas por Azarías al cabrón que le mata la milana; como si el grito de la Niña Chica –creado en mezclas con los berridos de un cerdo llevado a la matanza– fuera el de todo un país donde en 40 años nadie había ajustado cuentas. Ahora vivimos tiempos en los que Azarías aplaude al señorito Iván, e incluso le vota. (Ignoro qué pensaría Mario en su retiro norteño al respecto, pero lo sospecho).
“Fortunata tenía los ojos como dos estrellas, muy semejantes a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en Santo Tomás y ahora en San Ginés” escribió Galdós. Un siglo después llegaba Mario y ponía la cámara para que vieras esas estrellas en los ojos de Ana Belén-Fortunata y también su amor desmedido y su condena, la de todo un pueblo de mujeres pobres, abusadas, despojadas.
Mario podía llevarte a la posguerra de Los días del pasado (1977) para que sintieras el frío de la malagueña Marisol metida en un pueblo de Cabuérniga; a la de La colmena (1982) de la miseria hambrienta, inmoral, brutal: “¿Quiénes son esos? Dos maricones y uno que escribe.”
Podía hacer suya La forja de un rebelde (1990), firmada para TVE junto a El Quijote –(Gutiérrez Aragón, 1992)– en última instancia por Pilar Miró sabiendo que la iban a cesar. Esos dos proyectos, capitales para la televisión pública, fueron empeños personales de la directora. Después, y a pesar de que muchos acusen al cine español de no atreverse a contar historias sobre ETA –ese relato– rodó una de sus mejores y más personales películas: Sombras en una batalla (1993) que está dedicada con el laconismo discreto de Mario, “a Eduardo”. Pero ese Eduardo es “Pertur” –Eduardo Moreno Bergareche– dirigente de ETA P-M desaparecido en 1976 y sobrino político del director.
Porque el narrador lo era siempre, hasta cuando daba clase. Sus anécdotas parecían guionizadas y contaba como si fuera un cuento el momento en que le había llamado personalmente Stanley Kubrick para que dirigiera el doblaje español de La chaqueta metálica (1987) porque al inglés le había gustado mucho Los santos inocentes y elegía personalmente a los directores de cine –en cada país– que doblaban sus películas. Al escucharle casi podías ver la secuencia de la historia, el lugar y los personajes. Como aquella de que una década después de llevarse los premios Landa y Rabal en el festival de Cannes de 1984, encontró a Dirk Bogarde cenando solo en un hotel. Mario se acercó a su mesa temiendo que no se acordara de nada; Bogarde había sido el presidente del jurado en esa edición pero estaba ya muy mayor y había tenido un ictus que le dejó medio paralizado.
– Mr. Bogarde, perdone que le moleste, no sé si lo recordará pero soy el director de una película que premió usted en Cannes...
Y entonces el grandísimo actor, le echó una mirada de las suyas y contestó:
– Milana bonita.
Mucho tiempo después de sus clases en la ECAM lo encontré por casualidad en el hall de un hotel de Santander. En ese momento yo estaba en pleno rodaje y el coche de producción esperaba fuera, pero me acerqué a mi antiguo profesor para decirle que por fin había conseguido dirigir una película. Contestó sin sorprenderse ni darle importancia con un escueto “Aaah” muy suyo. Para Mario hacer cine debía ser como para los demás respirar. Entonces le enseñé el guion técnico que llevaba en la mano:
– He planificado toda la película como tú nos enseñaste.
Y ahí sí que le asomó a la cara una de sus sonrisas breves y esquivas, enigmáticas.
“Voy a contaros cómo lo hago yo”
Así nos dijo el primer día el primer profesor de dirección de la primera promoción de la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid. Si algunos creadores son reacios a descubrir la letra pequeña de su oficio, ese no era el caso de Mario Camus. Con generosidad y honestidad...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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