Lectura
El último vándalo (que yo sepa)
Arranque de la novela ganadora del Premio Benito Pérez Armas en 2019. Su autora es la cantante y escritora tinerfeña Alicia Ramos
Alicia Ramos 5/05/2021
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Ves la realidad cuando das con la cabeza en el suelo. Cuando literalmente muerdes el polvo. Ahora voy por la autopista del sur cantándole cinco lobitos al bebé, porque es la única forma de que se mantenga callado, o más o menos callado, y lo que veo no es la realidad. Veo los invernaderos de tomates abandonados y los plásticos hechos jirones, la silueta elegante de los aerogeneradores, el idiota imprudente que me quiere adelantar, el paquete de pañuelos a punto de caerse de la guantera, y la cara de cinco lobitos de mi bebé en el espejo retrovisor. Pero eso no es la realidad, insisto, la realidad solo existe cuando tu cabeza está en el suelo. A lo mejor las lombrices, los lagartos, las serpientes, son los únicos bichos que viven en la realidad, y, dependiendo de lo lejos que tu especie tenga la cabeza del suelo, estará más dispuesta a soñar. No sé. Las jirafas tendrán una visión idealizada de la sabana, si las comparamos con los cocodrilos que están esperando que aquellas acerquen el hocico al agua turbia. Por no hablar de las aves. Pero con la cabeza en el suelo las cosas son lo que son. Y nada más. Creo que no deberíamos decir “es una persona con los pies en la tierra” sino “es una persona con la cabeza en el suelo”. Cuando tuve la cabeza en el suelo y mis dientes trituraron sin querer la textura del polvo volcánico de siglos, cuando vi las sandalias viejas de aquellos pirados a centímetros de mis labios rotos, vi la realidad.
Ahora no. Ahora estoy en el súper y elijo los potitos sin pensar en lo que de verdad hay dentro, sino en lo que la etiqueta me dice que hay a través de un código que es el colmo de la abstracción. Lo suyo sería abrirlo y meter el morro, aspirarlo, atragantar mis vías respiratorias con su contenido viscoso, toser desesperada y sentir el sabor ahogándome. Pero no sé cómo se lo tomaría la cajera. Y, en cualquier caso, ¿a quién le interesa realmente la realidad? La mejor forma de vivir es pasar a la mayor distancia posible de ella. En serio.
Mi bebé está aprendiendo a decir “agua”. Creo que es lo primero que dice sabiendo qué es lo que está diciendo. Y lo primero que dice sabiendo que está diciendo algo. Empieza a alejarse de la realidad. Hace bien. Podría explicarle que el agua es, en el mejor de los casos, una feliz combinación de átomos de hidrógeno y oxígeno, que él está hecho en gran medida de eso, pero eso nos acercaría a la realidad. Casi mejor que crea que el agua es aquello con lo que chapotea cuando juega en el bidé o lo que hay dentro del bibi que le doy cuando pronuncia esa palabra.
El bebé me ha salvado la vida. O, dicho de otro modo, me ha ayudado a situarme a una distancia prudente de la realidad. Por eso se dice “levantar cabeza”, supongo. Las personas te tratan bien cuando llevas un bebé en brazos. Te consideran alguien que está haciendo algo importante. Hasta el punto de que pasan por alto aspectos de ti que en otras circunstancias les moverían a mostrarte su rechazo de forma abierta. Esto no lo entiende todo el mundo. Cuando eres una mujer trans y lo llevas escrito en la frente, cual es mi caso, la gente no es tan amable por lo general. Pero si llevas un bebé en los brazos, amigo, otro gallo nos canta. Y encima mi Snorry es precioso, simpatiquísimo, saluda a todo el mundo. Cautiva. Incluso hasta a este guardia civil antipático del control de acceso a la sala de embarque del aeropuerto. Es mi mejor salvoconducto para mantenerme lejos de la realidad. Para ir “con la frente muy alta”.
También puedo decir que de no haber sido por mi contacto directísimo con la realidad nunca hubiera tenido un bebé, claro. Las mujeres transexuales, lo llevemos escrito en la frente o no, no tenemos útero. Ni ovarios. Ni canal de parto en algunos casos. Así que no solemos tener bebés. A lo mejor esta es la historia de por qué tengo un bebé.
POR QUÉ TENGO UN BEBÉ.
Yo tenía una bicicleta. Se llamaba De Gouden Pijl, La Flecha Dorada. Ahora está oxidándose en el balcón del piso de Carabanchel que abandoné cuando me convertí en la mujer absurdamente poderosa que ahora soy. Pero, cuando todo esto empezó, me movía con ella a todos lados. Siempre pienso en recuperarla, arreglarla, cambiarle la cadena, las cubiertas, ponerle un timbre mono… Pero nunca lo hago.
Atravesaba sobre ella la Plaza de Neptuno (me encantaba llegar desde Cibeles a toda velocidad y encontrar el semáforo abierto, extendía los brazos y sentía como si volara, una vez volé pero de verdad, aunque fue en la Glorieta de Marqués de Vadillo, todavía tengo la cicatriz en el dedo gordo del pie derecho), pues iba por la Plaza de Neptuno, digo, cuando me llamó Momo. Momo era un chico de Gran Canaria al que conocí en la Universidad, hacía mil años. Era gestor cultural y trabajaba para la Dirección General de Patrimonio de la Consejería de Cultura del Gobierno de Canarias. Me eché a un lado y paré junto a una cafetería decorada con motivos canarios. O más o menos canarios.
—¿Qué tal, Candelaria? ¿Cómo andas de trabajo?
—Mal. Llevo tres años en paro. Uno y medio sin prestación. Vivo del milagro.
—Pues te llamaba para proponerte un curro.
—¡Genial! ¿Qué hay que hacer?
—Ir a Bélgica.
—¿Es algo ilegal?
—¡No! Se trata de darte un paseo por los museos de Flandes e intentar localizar obras de un tal, ¿tienes para apuntar?, Secundino Batista —no necesité apuntar, ese nombre quedó grabado para siempre en mis archivos.
—¿En serio? ¿Y ya está? ¿Eso es un curro?
—Sí, ya está. Tienes seis meses. Te damos de alta en la Consejería como asesora externa durante ese tiempo por un total de ocho mil euros, cinco mil ahora y tres mil dentro de seis meses. Los viajes y el alojamiento van aparte, así que guarda las facturas. ¿Me mandas tus datos de la Seguridad Social, tu número de cuenta y tu DNI?
—Ahora mismo. ¿Cuándo tendría que irme?
—El lunes.
—Hoy es jueves.
—Pues el lunes.
—Momo, ¿por qué me ofreces esto a mí?
—Porque estudiaste Historia del Arte y hablas francés y neerlandés. El flamenco es un dialecto del neerlandés, ¿no?
Yo solo había cursado tres asignaturas de Historia del Arte en mi licenciatura de Geografía e Historia. Y las odié. Las odié mucho. No me interesaban en absoluto. Lo del francés era muy relativo, también. Mi madre era profesora de francés y se había preocupado porque aprendiéramos de pequeñas, aunque nunca fui muy aplicada. Y lo del neerlandés era muy discutible. Mi ex, Ytje, de la que voy a tener que hablar mucho en adelante, era de Stavoren, Fryslân, en el norte de los Países Bajos. Y trabajé allí de camarera algunos veranos, en el Skippers Inn (la Flecha Dorada era un regalo de la familia de Ytje). También hice el primer curso de neerlandés en la Escuela Oficial de Idiomas, pero no lo terminé.
Necesitaba el trabajo.
—¡Ah! ¡Claro! Doy el perfil que necesitas. ¡Adelante con todo!
Ya era casi verano. O verano del todo. Cada año llevo peor el frío. No sé si es la edad, la pérdida de masa muscular, y de grasa corporal, el efecto acumulativo de tantos inviernos en los que no tenía nada para comer ni dinero para calentarme, o un poco de cada, el caso es que cada vez lo llevo peor. Y deseaba que llegara de verdad la primavera para sentir solo hambre. Ahora me sobra de todo, pero el frío me puede aún. Un par de veces al año me dan ataques de frío, aunque haga calor, y me tengo que acurrucar bajo mil mantas mientras tirito violentamente hasta que se me pasa. Es la única secuela de esa época.
Fue en ese momento cuando me acordé de Nina, Nina Cabrerizo. Era una mujer trans, como yo, y trabajaba en el museo del Prado. No sé qué hacía, pero trabajaba allí, así que supuse que tal vez supiera algo sobre el tal Secundino. La llamé.
—¡Hola, Candelaria! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué haces? ¿Sigues de coordinadora en COGAM?
—Pues no, tía, he renunciado —tres días antes había escrito un correo explicando que una persona sin ingresos de ninguna especie no puede hacerse cargo de la coordinación de un grupo así—. Te llamaba para preguntarte si tú sabes algo, o has oído hablar, de un pintor del siglo XIX que se llama Secundino Batista.
—¡Vaya sorpresa! Vente a verme al museo y te enseñaré algo que te interesará.
Allá que me fui decidida, estaba al lado, y Nina me recibió en su despacho. Siempre estaban en obras en su despacho, de modo que su mesa nunca estaba en el mismo sitio. Eso desorientaba bastante. El despacho en sí estaba siempre detrás de la misma puerta, pero lo que encontrabas dentro cambiaba muchísimo de una visita a otra. Nina se levantó como un resorte en cuanto me vio llegar, pilló al vuelo una rebeca larga y tiró de mi muñeca. “Ven conmigo”. Me colgó del cuello una tarjeta que ponía visitante en letras grises y me guió por pasillos y escaleras hasta una sala en la que hacía frío. Allí dudó un momento hasta que dio con un lienzo que me resultó enigmáticamente bello. Ahora lo recuerdo y me pongo nerviosa, pero la primera impresión fue buena.
No era nada del otro mundo. Estaba más cerca de los paisajistas ingleses, tipo Constable o Turner, que de los impresionistas, aunque la técnica, las pinceladas, recordaban el estilo del primer impresionismo. Representaba un camino flanqueado por árboles mustios que se alejaba en la llanura. Nada especial. Solo que había una especie de barquito al fondo, como abandonado a la orilla de un canal. Un cuadro cualquiera que podía estar en cualquier sitio. Pero algo había en aquel paisaje que me quería sonar familiar. Como si lo hubiera visto miles de veces. Y la firma estaba clara. S. Batista, 1891, con caracteres algo infantiles.
—¿Qué te parece?
—Nina, no tengo ni idea de arte.
—Hahahahaha —Nina se ríe con hache—, pues de esta vas a aprender, sin duda.
Salí de allí igual que había entrado. Pero por lo menos había visto un cuadro de Batista. Recogí la bicicleta y caminé con ella hasta el paso de peatones para no tener que ir hasta Neptuno a dar la vuelta, y me fui a mi casa a preparar el equipaje. Me iba a Bruselas.
Ves la realidad cuando das con la cabeza en el suelo. Cuando literalmente muerdes el polvo. Ahora voy por la autopista del sur cantándole cinco lobitos al bebé, porque es la única forma de que se mantenga callado, o más o menos callado, y lo que veo no es la realidad. Veo los invernaderos de tomates abandonados y...
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Alicia Ramos
Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar 'Lumpenprekariat'. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.
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