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Esta podría haber sido nuestra historia, o al menos así nos la contaron. Hubo un tiempo, el de mi infancia, en el que todo eran promesas y esperanzas: bienestar y libertades, eso iba a ser la democracia. Luego vino el desencanto, y un poco más tarde yo ingresé en la adolescencia y no entendía por qué aquellos treintañeros de los años ochenta andaban cabizbajos y hablaban en verso libre. Parecía que hubieran perdido una guerra. Ellos, no sus padres y madres, nuestros abuelos y abuelas. Habían perdido, en realidad, la palabra. La democracia tenía que haber sido el hogar de la palabra, del amor al conocimiento, del debate y el pensamiento crítico. Pero alguien se encargó de vaciar los espacios donde todo eso tenía que crecer. En lugar de periodismo, pusieron propaganda. Donde debería haber ido el pensamiento crítico, instalaron doctrina disfrazada de opinión. Estrangularon a los medios críticos con el poder y lo llenaron todo de mamachichos, cuartos milenios y forocoches.
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No es del todo desacertada esa versión de la historia. Un poco paranoica, pero ya dijo Pynchon que la paranoia es el ajo en la cocina de la vida. Con todo, no siempre es el pueblo soberano el que acierta y el poder el que conspira para llevarlo al error. Una democracia no se estropea tan solo porque los poderosos manipulen a las masas, como si estas carecieran de voluntad propia. No todo es culpa de Cebrián y Pedro Jota: alguna responsabilidad habrá tenido el público lector de sus periódicos, espectador de sus televisiones y oyente de sus cadenas de radio.
Puede haber, por tanto, otra manera de contar la misma historia. Supongamos que lo que ocurrió fue que ese pueblo soberano se cansó de dar crédito a un discurso que prometía bienestar y libertades mientras las condiciones laborales empeoraban y las libertades solo se ejercían cuando no molestaban. Aquel famoso desencanto: unos dejaban de creer, otros no llegábamos a hacerlo. Pero creer y que te crean, dar crédito y recibirlo, es importante. Hay quien cree que el crédito es el origen del dinero, el vínculo entre la ética y la economía. Esto es, la política. Para un medio de comunicación, el crédito lo es todo: sin crédito, sin un público que confíe en su palabra, está acabado. Literalmente acabado: ningún banco le dará un crédito si no hay detrás un público que lo respalde con su crédito. Parece un juego de palabras, pero es dolorosamente literal. En esa fragilidad reside, también, su fortaleza, pues cuando un medio de comunicación tiene crédito, solo hay una manera de amordazarlo: la censura. O la difamación que precede a la censura. No olvidemos Egin. No olvidemos Egunkaria.
Vivimos prestando atención a medios de comunicación que son, en el mejor de los casos, una fábrica de diletantes y, en el peor, una escuela de fascistas. Los medios que se dicen independientes han creído que la única forma de sobrevivir era aislarse del trapicheo de información sesgada en que se han convertido los grandes grupos mediáticos con sus suplementos de tendencias y sus editoriales escritos con el cuchillo en la boca y el dedo índice en el botón de reducir plantilla. Conservar la parcela de libertad conquistada, no defraudar a los fieles que aún te dan crédito porque has sabido fabricar un mensaje a su medida, con el que se identifican y se sienten arropados: no es poco, pero no es suficiente. Se corre el riesgo de olvidar que no todo el mundo piensa como tú, que hay más mundo, ahí fuera, del que sueña tu identidad de grupo. El riesgo de confundir la independencia con la indiferencia.
Llegué a CTXT porque yo mismo había dejado de dar crédito a los medios que me daban la razón. Me recordaban demasiado a los fanzines que leía y editaba en aquellos ya lejanos años ochenta: refugium peccatorum, consolatrix afflictorum, un lugar donde esperar a que pase la tormenta. Es mucho, pero no es suficiente. Y la tormenta va para largo. De tanto darnos la razón unos a otros, de tanto lamernos las heridas de las derrotas pasadas, acabamos perdiendo el interés por comprender el presente. Nos volvemos indiferentes. No es así como uno quiere vivir, instalado en la paranoia, por más que la paranoia sea a la vida lo que el ajo a las sopas de Guillem Martínez. Me gusta que me hayan acogido en un medio independiente, pero amo, sobre todo, que no sea indiferente. Que se tome su tiempo, aunque llegue tarde, por saber demorarse en lo interesante.
Pienso quedarme por aquí una temporada. Les invito a acompañarme.
Esta podría haber sido nuestra historia, o al menos así nos la contaron. Hubo un tiempo, el de mi infancia, en el que todo eran promesas y esperanzas: bienestar y libertades, eso iba a ser la democracia. Luego vino el desencanto, y un poco más tarde yo ingresé en la adolescencia y no entendía por qué aquellos...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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