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Alma tiene 8 años. Vive en la ciudad en la que nació, Barcelona.
Su escuela es un espacio de crianza por lo que aún puede creer en la magia.
Alma se lía entre racismo, machismo y catolicismo, aunque su madre sea activista. A ella lo que le importa es pasarlo bien. No sabe lo que su madre se agota para que su infancia pueda ser eso, una infancia; una infancia “normal”, es decir, como la de la mayoría de niñas blancas, disfrutar de la vida y de sus amigas (aunque introduzco contenido antirracista en forma de cuentos, canciones o teatro. No hacerlo sería negligencia).
Alma está creciendo y empieza a ver el mundo que le rodea, empieza a comprender qué cosas están ocurriendo y a no entender por qué ocurren. “Mamá Silvia” aceptó hace tiempo que no podría proteger siempre a su niña. “Mama Silvia” quiere que su hija se sienta orgullosa de ella y “Mamá Silvia” empieza a temblar cuando piensa en que llegará el día en el que Alma le pregunte: “¿Por qué esa gente se pinta la cara de negro? ¿Nos odian?”. Y la activista podrá explicarle que hay personas que sí nos odian y contra las que podemos defendernos y protegernos. Pero hay personas que dicen que no nos odian, por lo que es más complicado protegernos de ellas.
Pero a la madre se le saltaran las lágrimas y le temblaran las piernas y querrá ser más fuerte de lo que es. La madre deseará en ese momento que el movimiento antirracista en España se decante más por Malcolm X que por Martin Luther King. Que la pedagogía solo sirve cuando el otro quiere aprender. Que no se puede estar haciendo lo mismo todo el tiempo y esperar diferentes resultados. Alma tendrá que entender que el artículo 14 de la Constitución (los españoles son iguales ante la ley y bla, bla, bla…), que últimamente menciona todo el mundo, no aplica para ella. Tendrá que entender que la sororidad no funciona igual para todas. Que en este país es una ciudadana de segunda, que por muchos cuadraditos con fondos negros en redes sociales, por muchos discursos interseccionales o eslóganes de ciudad refugio, tendrá que entender que la mayoría de la buena gente que la acompañará en su vida solo usará su privilegio en beneficio propio. Pero siempre desde el amor, claro.
Un día Alma dirá que se quiere marchar de este país, como hicieron antes que ella tantísimas jóvenes negras de las que nadie habla cuando se cansaron de no poder respirar, cuando se cansaron de no poder respirar, cuando se cansaron de no poder respirar…, y antes de echarse a las calles a quemar contenedores. En este país eso forma parte del privilegio blanco. Sus madres las echan siempre de menos, las madres guerreras que buscan la paz, que no quieren que sus hijas sean violentas pero ven como el sistema las empuja, cómo el sistema crea esta realidad para ellas. Y se preguntan: ¿cuánto más podrán aguantar antes de estallar? Y rezan para que no implosionen como hicieron ellas. De nada sirvió.
Acompañaré a Alma al aeropuerto con el nudo en la garganta. Le desearé que le vaya mejor fuera. Le recordaré que no debe bajar la guardia. Primero el peso del color sobre el cuerpo, segundo el género. Ambas creemos que allí será más liviano. Sin que se dé cuenta me clavaré las uñas en la palma de la mano de impotencia, me recordaré que el sistema es un monstruo y que no es mi responsabilidad que ella no pueda quedarse aquí. Y me sentiré fracasada como madre. Y odiaré a su padre por no haber hecho lo suficiente con su privilegio, por no haber hablado con los suyos lo suficiente para que nuestra niña se quedara con nosotras. Y pensaré que mi hija como todas esas jóvenes de la diáspora negra de España valían el esfuerzo, valían que la gente me llamara pesada y repetitiva, valían quedarse sin amigas, sin lectoras, si eso suponía que ellas se pudieran quedar en sus casas, en la tierra que quieren llamar suya, pero que se lo pone bien difícil.
Y el resentimiento aumentará y la desconfianza hacia la sociedad aumentará.
Discúlpame si no sonrío en la foto. Discúlpame si cuando me invites a vuestra mesa me cago en ella. Discúlpame si fantaseo con prenderte fuego mientras duermes. No eres tú, soy yo. Yo, una madre enfadada, incomprendida, frustrada, sin el poder suficiente, sin la paciencia suficiente como para seguir esperando, con amor de sobra para lo que sea necesario. La violencia que no transmuta se enquista y eso es lo que está ocurriendo. Y después dicen “que tenemos la autoestima baja”: ¿cómo no vamos a tenerla si nos pasas por encima a diario? Dicen que tenemos la piel sensible: ¿cómo no vamos a tenerla si nos están subestimando continuamente?. Discúlpame si no te sonrío cuando te veo por la calle. Disculpa si te parezco una mujer negra enfadada. Lo soy y me sobran los motivos.
No saber que es Blackface es parte del privilegio blanco.
NOTA. Todos los textos se escriben en femenino inclusivo. Todas las ideas pertenecen a la comunidad negra en España, salen de conversaciones con amigas y aliadas.
Alma tiene 8 años. Vive en la ciudad en la que nació, Barcelona.
Su escuela es un espacio de crianza por lo que aún puede creer en la magia.
Alma se lía entre racismo, machismo y catolicismo, aunque su madre sea activista. A ella lo que le importa es pasarlo...
Autora >
Silvia Albert Sopale
Actriz, directora teatral, creadora y activista feminista antirracista española, vive en Barcelona. Ha escrito y representado No es país para negras, una obra que explica qué implica ser mujer y afrodescendiente en España.
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