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MUNDO MUZAK (IV)

Los últimos mohicanos del modernismo popular

De nuevo se le pide a la música que lo arregle todo, solo que ahora se le exige, además, que renuncie a un discurso maduro sobre sí misma

Xandru Fernández 19/02/2022

<p>El músico Pete Wylie durante un concierto. </p>

El músico Pete Wylie durante un concierto. 

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El tiempo pasa. Es un hecho. Es lo único que hace, lo único que es y, paradójicamente, lo que le impide ser algo. El tiempo no es nada, no recibe ni padece nada, no sostiene nada en absoluto. Pasa.

El paso del tiempo es una forma de llamar a las transformaciones que operan en las moléculas, en las células, en los organismos. El número del movimiento según el antes y el después. La medida del envejecimiento. Pero no, puesto que envejecer ya implica que existe un curso objetivo de nacimiento, desarrollo y muerte, que las cosas están constantemente siendo y muriendo. Y el tiempo no es eso. No es.

Está el tiempo y está la huella del tiempo. Acabo de citar a Laurie Anderson. Está el paso del tiempo en nosotros, sus esbirros, y está la huella, el registro, la grabación (record) del tiempo. La música actúa sobre nuestra percepción del tiempo porque lo registra, lo graba: es su huella. Pero también en la música ponemos nuestra huella, registramos nuestro envejecimiento, sus trastornos. Es como el retrato de Dorian Gray, pero al revés.

“Crecí en una época maravillosa que por desgracia ya es historia”, dice un personaje de Olga Tokarczuk. “Una época en la que había una gran disposición a los cambios y existía la capacidad de concebir visiones revolucionarias. Hoy ya nadie tiene el valor de imaginar nada nuevo. Se habla sin cesar de cómo son las cosas y se retoman ideas antiguas. La realidad ha envejecido, se ha anquilosado porque está sometida a las mismas leyes que todo organismo viviente: también envejece”.

Pero la realidad envejece por capas, el tiempo deja en ella huellas que se superponen unas sobre otras, amontonándose, desdibujándose. Esa acumulación de huellas impide que se vea el dibujo del rastro original, si es que lo hubo. A más huellas, menos diferencia entre la huella y el suelo en que se imprimió. A más huellas, menos posibilidad de ver un rumbo nuevo, un trayecto. Un futuro.

Sobre el futuro y sus huellas en el presente escribe Mark Fisher: “Muchos de los que crecimos en las décadas de 1960, 1970 y 1980 aprendimos a medir el paso del tiempo cultural a través de las mutaciones de la música popular. Pero, precisamente, el sentido del shock frente al futuro ha desaparecido de la música del siglo XXI”. La realidad ha envejecido, la música ya no anuncia nada nuevo. El futuro ha sido cancelado. ¿Y no será que el futuro que ha sido cancelado es solo el nuestro, nuestro menguante futuro, a la par que nuestra capacidad para leer los pliegues de lo nuevo? ¿Y quiénes somos nosotros? Los que crecimos “en las décadas de 1960, 1970 y 1980”, naturalmente. Los últimos mohicanos del modernismo popular.

De tanto buscar e imaginar experiencias nuevas y vanguardistas, nuestra idea de la novedad y la vanguardia se volvió retrógrada, melancólica e impotente

O envejecimiento de las vanguardias o eternidad del presente. O bien la propia idea de vanguardia es una idea epocal y, por tanto, superada, a la manera hegeliana, o bien el presente y sus asimetrías son algo único, desconectado del pasado y del futuro y, por tanto, definitivo en su condición agónica. Entre un polo y otro de la discordia se balancea la crítica musical de nuestros días, al menos aquella crítica musical que todavía opera con un pie en la realidad políticamente constituida: o bien la música ya no anuncia nada nuevo, o bien todo es tan nuevo que solo se muestra a ojos y oídos nuevos. Quizá tengamos discordia para rato. Quizá estemos empezando a aburrir con nuestro mantra generacional, ese no future que lo mismo nos sirve para desdeñar el lenguaje de las utopías que para señalar compulsivamente las mil y una amenazas que se ciernen sobre el mundo, la guerra nuclear, el cambio climático, la penitenciaría global. El hecho es que sobre nuestra hipotética incapacidad para entender la música actual, que lejos de identificarnos como una generación especial nos nivela con todas las anteriores, todas ellas rehenes de la melancolía e inaccesibles al encanto de lo nuevo, hemos erigido una cosmología, una metafísica, incluso una teodicea. Tal vez haya llegado el momento de plantearse si todas esas cantatas al pasado, a la edad de oro de [inserte aquí su estilo musical favorito], no son sino un rasgo distintivo del discurso estético dominante en nuestra generación y no un diagnóstico fiable del estado de la música pop en el crepúsculo del capitalismo de demolición.

Mark Fisher podría haberse equivocado. La retromanía podría haber sido un efecto llamativo pero transitorio de la aparición en nuestras vidas de la red de redes como repositorio de todo aquello que quisimos escuchar en nuestra adolescencia pero no pudimos porque no teníamos dinero suficiente: como en una borgiana discoteca digital, virtualmente infinita, pues acumula tal cantidad de música que ni en cien vidas podríamos disfrutarla, el nativo analógico de nuestra generación (“los que crecimos en las décadas de 1960, 1970 y 1980”) se adentró en el siglo XXI con un sentimiento cercano a la perplejidad, una mezcla de exultación y nostalgia que nos volvía impermeables a la actualidad. De tanto buscar e imaginar experiencias nuevas y vanguardistas, nuestra idea de la novedad y la vanguardia se volvió retrógrada, melancólica e impotente. Declaramos agotada toda la combinatoria de estilos en que nos habíamos bañado antes de cumplir los treinta años y nos entregamos a una manía autodestructiva que adoptó transitoriamente la forma de hauntología, de deleite en la reiteración, en el crepitar de los viejos discos de vinilo, en la evocación constante pero siempre diferente de nuestra memoria musical.

No tengo demasiadas dudas de que la crítica musical más influyente en los debates estéticos sobre música pop de nuestros días, heredera de aquella constelación de vanguardia que se formó después de que el punk hizo estallar la fonoesfera de los años setenta, no ha sabido desprenderse de sus ataduras epocales, de su condición de epifenómeno de unas condiciones históricas y culturales inevitablemente envejecidas. No es algo que deba quitarnos el sueño, creo yo: la creación musical y el discurso estético del siglo en curso no parece que dependan demasiado de esas coordenadas críticas. En otras palabras, los que crecieron en las décadas de 1990, 2000 y 2010 ya no son prisioneros de esa manera de escuchar y escribir sobre música. Por muy atractiva que nos parezca la utopía literaria que se construyó hace cuarenta o cincuenta años alrededor de la música pop, ha quedado reducida a una huella más entre muchas otras. Ya no es el tiempo, sino la huella del tiempo. Podemos leer a Lester Bangs como leemos a Friedrich Schlegel. Podemos leer a Ian Penman como leemos a Cyril Connolly. Sus textos siguen siendo valiosos, lo serán aún por mucho tiempo, pero han dejado de ser, por fortuna, manifiestos, proclamas contemporáneas, bitácoras de lo actual.

Los más jóvenes quizá no lo recuerden, pero hubo un tiempo en que, fuera del mundo anglosajón, se percibía el rock como parte del sistema colonial estadounidense

En cambio, en los alrededores de esa utopía literaria creció una maraña de conceptos que gozan de una sorprendente y frustrante vitalidad y que reeditan la vieja pregunta de cómo la música pop podría acabar con el capitalismo. De nuevo se le pide a la música que lo arregle todo, solo que esta vez se le exige, además, que renuncie a un discurso maduro sobre sí misma. Eso sí que no lo habíamos visto antes. Detengámonos a examinar de dónde sale todo esto.

Los más jóvenes quizá no lo recuerden, pero hubo un tiempo en que, fuera del mundo anglosajón, se percibía el rock como parte del sistema colonial estadounidense y su disciplina imperial. Era un rasgo muy acusado en las izquierdas europeas de los años setenta y ochenta, pero las derechas lo llevaban incorporado de serie: una especie de antiamericanismo transversal recorría Europa y América Latina. Es curioso, hasta cierto punto, que esa demonización del rock desde posiciones nacionalistas o antiimperialistas replicara la misma actitud despectiva que hemos visto en el folk estadounidense de los años sesenta. A varias décadas de distancia, se tiene la impresión de que toda aquella seriedad del cantautor de fondo, toda aquella austeridad tímbrica con que los bardos del baby boom desmenuzaban el espíritu del pueblo, obedecía a una y la misma aculturación. Unos eran aprendices de Bob Dylan, cuyas canciones, con otras letras, se cantaban en las sacristías y en las misas de las iglesias más progres de la España de la Transición. Otros eran la versión acústica y local de los hippies californianos, solo que con arpas y bodhrán en lugar de guitarras eléctricas y baterías. En muy poco tiempo, todos esos experimentos de música antiimperialista pasarían a ser reivindicados como la prehistoria de la World Music, de las “músicas del mundo” que inundaron el mercado a partir de los años ochenta. Pero un acercamiento más sereno a aquellas experiencias nos ofrece un panorama muy diferente: los desarrollos tímbricos y rítmicos que asociamos actualmente con el llamado postfolk o folk de vanguardia, ya sea en la onda de David Tibet o en la de Rodrigo Cuevas, son también una consecuencia del programa modernista del postpunk. Tendremos que convivir con ello.

Edward W. Said exploró en Orientalismo (1978) el tratamiento literario de Oriente en la cultura europea desde los comienzos de la Modernidad. El orientalismo es “un modo de relacionarse con Oriente basado en el lugar especial que este ocupa en la experiencia de Europa occidental. Oriente no es solo el vecino inmediato de Europa, es también la región en la que Europa ha creado sus colonias más grandes, ricas y antiguas, es la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante cultural y una de las imágenes más profundas y repetidas de lo Otro. Además, Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia. Sin embargo, Oriente no es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la civilización y de la cultura material europea. El orientalismo expresa y representa, desde un punto de vista cultural e incluso ideológico, esa parte como un modo de discurso que se apoya en unas instituciones, un vocabulario, unas enseñanzas, unas imágenes, unas doctrinas e incluso unas burocracias y estilos coloniales”.

Hubo, en los años sesenta, un cierto orientalismo en la cultura del jazz, desconectado no obstante de las fuentes literarias del orientalismo británico y francés que Said estudia en su obra. Así, tanto Miles Davis como John Coltrane, inspirados por las grabaciones realizadas en España por Alan Lomax en los años cincuenta, grabaron sendos álbumes de ambiente español, Sketches of Spain (1960) y Olé Coltrane (1961), respectivamente. Coltrane incorporará elementos procedentes de las ragas indias en sus composiciones de los años sesenta, alguna de las cuales (“India”, incluida en el álbum Impressions, de 1963) condicionará la recepción de la música india de sitar en la cultura rock de Estados Unidos (sobre su base está construida “Eight Miles High”, de The Byrds, el primer ejemplo importante de raga rock de la era psicodélica). Con todo, es en la música pop inglesa donde toma forma, de nuevo en ese arco temporal de 1977-1982, la reedición modernista y nostálgica de aquel orientalismo literario e ideológico. Es posible ver en ello un efecto a largo plazo de la pérdida del imperio, pero también un reflejo de las tensiones en Oriente Próximo y Oriente Medio (guerra de Líbano, conflicto palestino-israelí, revolución iraní: el pop español dará cuenta de ello en canciones como “Ayatollah”, de Siniestro Total, o “Gran Ganga”, de Almodóvar y McNamara). Con todo, esas circunstancias contribuyen a dar forma a una ansiedad cultural, pero no la originan. Su origen hay que buscarlo más bien en la pretensión de desbordar desde dentro los marcos de la música pop sin romperlos. Y acelerando, sin quererlo, la desintegración del lenguaje del rock, cuya evolución en las décadas posteriores a los años ochenta se parece bastante a la de la literatura de esa misma época: tantas veces se ha celebrado la muerte de la novela como la muerte del rock, y otras tantas se ha saludado con alborozo y fuegos de artificio la consumación de ambas formas de arte en obras para las que se ha reivindicado sin rubor el calificativo altisonante de “clásicas”. Ya va siendo hora de admitir, aunque a más de uno le dé un parraque, que los aleluyas vertidos sobre The Black Keys o The War on Drugs obedecen a patrones de reconocimiento estético muy similares a los que acogen las últimas creaciones de Jonathan Franzen o Javier Marías (y viceversa).

El orientalismo pop fue un episodio transitorio y desconcertante al que se apuntó una larga lista de creadores y bandas, sobre todo en el Reino Unido. Así, David Bowie graba “The Secret Life of Arabia” en 1977, como preludio a un álbum, Lodger (1979), marcado por la idea romántica del viaje y el guiño constante a África y Oriente Próximo. De 1979 es “Night Boat To Cairo”, de Madness. The Psychedelic Furs y Roxy Music graban, en 1980 y 1982 respectivamente, sendos temas titulados “India”. “Arabian Knights”, de Siouxsie and the Banshees, es de 1981, igual que “Tel Aviv”, de Duran Duran, igual que “Four Enclosed Walls”, de Public Image Ltd., e igual que “The Sheltering Sky”, de King Crimson, inspirado en la novela homónima de Paul Bowles, de la que saldrá también la idea para “Tea in the Sahara” (1983), de The Police. Y eso por nombrar solamente a los cabezas de lista.

El orientalismo pop fue un episodio transitorio y desconcertante al que se apuntó una larga lista de creadores y bandas, sobre todo en el Reino Unido

Es palmaria la superficialidad de todos estos intentos de aproximación al Oriente idealizado de la cultura europea. Ni siquiera Bowie sale airoso. En comparación, otras versiones menos exitosas de esos mismos topoi son mucho más interesantes: el EP de Cabaret Voltaire Three Mantras (1980), las mil y una producciones de Luis Delgado y su entorno (Finis Africae, Babia, Ishinohana y un largo etcétera) o las colaboraciones de Jon Hassell (otro becario de Stockhausen, otro niño Fluxus) con Brian Eno, sobre todo Fourth World, Vol. 1: Possible Musics (1980) y Dream Theory in Malaya: Fourth World Volume Two (1981). Más interesantes, sí, pero tendrán que pasar unos años antes de que su influencia se perciba en el paisaje sonoro de Occidente. Tendrá que dar un rodeo a través del cine, con bandas sonoras como la de Peter Gabriel para La última tentación de Cristo (1988) o la de Ryuichi Sakamoto para la adaptación de Bertolucci de El cielo protector (1990).

Entre tanto, el declive del imperio americano generaba su propio orientalismo tardío y necesariamente pop. Y confinado estrictamente dentro de los márgenes de la doctrina Monroe: a medida que Estados Unidos se implicaba con mayor intensidad en los asuntos de Oriente Próximo, sus ojos y sobre todos sus oídos se volvían hacia América Latina. Y particularmente hacia Cuba, cuyo período especial la convirtió en una versión posmoderna del Oriente soñador y soñado para muchos creadores estadounidenses, con La Habana como una nueva Alejandría repleta de motivos para la añoranza, de imágenes de idilio y decadencia.

En 1996, Ry Cooder se desplazó a La Habana para grabar un álbum, Buena Vista Social Club, con el grupo homónimo de artistas cubanos dirigidos por Juan de Marcos González, promotor también de Afro-Cuban All Stars. La producción corrió a cargo del sello británico World Circuit, que ya había auspiciado el álbum de Ry Cooder con Ali Farka Touré Talking Timbuktu en 1994. En el catálogo de World Circuit figuraban también los españoles Radio Tarifa, el sudanés Abd El Gadir Salim y el senegalés Cheikh Lô. Pero el éxito de Buena Vista Social Club batió todas las marcas.

En la película de Wim Wenders que registra las sesiones de grabación del álbum se tiene la sensación de estar asistiendo a una especie de velada espiritista en la que todo un modo de vida, el de la Cuba anterior a la revolución, con sus casinos y sus danzones, comparece enfundado en sones y boleros. La pobreza de las calles de La Habana, las ruinas arquitectónicas del pasado colonial y la ejecución casi integrista de los temas que componen el álbum configuran un mosaico cinematográfico fácil de confundir con otros acercamientos similares al mundo árabe o al Lejano Oriente. Resplandece en él la mirada etnocéntrica, condescendiente, del explorador persuadido de su condición de descubridor o mecenas de unos nativos inconscientes del valor de sus propias creaciones. “Formalmente”, escribe Said, “el orientalista se ve a sí mismo llevando a cabo la unión entre Oriente y Occidente, pero principalmente lo hace reafirmando la supremacía tecnológica, política y cultural de Occidente”. Incluso la evocación del pasado colonial se gestiona como un recurso natural de la isla, como si sus habitantes tuvieran que trabajar en pos de esa riqueza que el viajero estadounidense y su productor británico ansían.

Por supuesto, la ideología poptimista vigente en los últimos años del siglo XX y los primeros del siglo XXI acogió Buena Vista Social Club con los brazos abiertos: apoyo logístico en la cruzada contra lo que Motti Regev denominaría en 2003 “rockización” del planeta. La guerra contra el “rockismo” ya había empezado veinte años antes, o más, pero cobró auge en los ambientes académicos de principios del nuevo siglo, tal vez porque los jóvenes formados en el vocabulario popista de los años ochenta habían accedido ya a puestos de relativa relevancia en las instituciones educativas o a las becas necesarias para desarrollar sus ideas en un lugar más confortable que los fanzines y la prensa musical.

“Popismo” y “poptimismo” son términos que proclaman de manera deliberada y programática que la música pop es un espacio de libertad creativa no sujeto a las rigideces ideológicas del llamado “rockismo”

“Popismo” y “poptimismo” son términos que proclaman de manera deliberada y programática que la música pop es un espacio de libertad creativa no sujeto a las rigideces ideológicas del llamado “rockismo”, su antagonista nato. Son etiquetas que remiten, ay, a la crítica musical británica de principios de los años ochenta. El término “rockismo” se le ocurrió al músico Pete Wylie para categorizar la tendencia dominante en la prensa musical de aquella época, según la cual el rock era arte, arte de vanguardia y, sobre todo, arte auténtico, frente a la frivolidad y el filisteísmo del pop. Wylie pretendía satirizar una sensibilidad contra la que ya se empezaban a alzar los enfants terribles de la nueva crítica musical, con Ian Penman y Paul Morley a la cabeza desde las páginas de New Musical Express. Esta nueva crítica popista se basaba, en palabras de Mark Fisher, en “la idea de que el pop podía ser más que un divertimento placentero en la forma de una mercancía fácilmente consumible, la idea de que la cultura popular podía ser portadora de conceptos dificultosos y demandantes”. Frente a la colección de clichés en que se había convertido el rock, el pop como laboratorio vanguardista: una concepción muy adorniana, en efecto, pero con otro lenguaje, desde premisas teóricas que remitían a Barthes, Derrida y Bataille y en cuyas coordenadas la teoría pasaba a ser un ingrediente fundamental de la creación musical, no un añadido a posteriori.

Según Ian Penman, la teoría es una exigencia epistemológica de la propia música: a paseo los cantos laudatorios de la autenticidad del rock con su virtuosismo moral. En la nebulosa ideológica rockista, el “deseo de cambiar el mundo” que Greil Marcus atribuía a la música punk resultaba ser un condicionante moral previo a la teoría y a la propia música. Su autenticidad. La música era considerada tan solo el vehículo de esa autenticidad irreductible a lenguaje, y la teoría y la crítica musical únicamente el medio de juzgar qué música era auténtica y cuál no. En otras palabras, se trataba de despojar a la música de la música para llegar a lo importante. La crítica popista, en cambio, asume que la autenticidad no es más que un signo estético entre otros, un componente del lenguaje del rock y de su aparataje ritual. Queriéndolo o no, se cobija a la sombra de la autoridad de Walter Benjamin: “En el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber, en la política”.

Recién inaugurado el siglo XXI, el poptimismo cobró fuerza en la prensa musical estadounidense. Así, Kelefa Sanneh, en un influyente artículo publicado en 2004 en The New York Times, arremetía contra el rockismo como parte de la ideología imperialista y misógina dominante en Estados Unidos: frente al “afeminamiento” y la “ñoñería” del pop de consumo masivo, el rock reclamaría para sí la autenticidad, la masculinidad y una agresividad primitiva, genuina, desprejuiciada y enemiga, por supuesto, de la corrección política y la diversidad étnica y de género. El combate contra el rockismo era, pues, una lucha política. Al menos, en principio.

Pero el flamante poptimismo de 2004 generaba más de una duda incluso a veteranos de la primera guerra contra el rockismo como Paul Morley. No solo por carecer de sentido del humor y de madurez teórica, sino también por pretender reducir el debate a una disputa sobre el sentido del canon. El popismo de los años ochenta no fue un programa anticanónico, sino la pretensión de sustituir un canon por otro, algo que intrínsecamente forma parte de cualquier debate estético. Y fue una apuesta fuerte, teniendo en cuenta que NME puso su portada al servicio de la llamada World Music en un momento en que esa jugada no solo contravenía el canon imperante sino que podía arruinar a la revista y la reputación de todos sus colaboradores. El poptimismo de principios del siglo XXI, en cambio, simplemente pasaba por encima de la idea de canon y asumía que en materia de gustos ninguna jerarquía era más defendible que otra. Bastaba con sugerir que el canon en sí mismo siempre ocultaba intereses espurios de dominación. A partir de ahí, se sugería que fuera el mercado quien pusiera orden en la fonoesfera. Y ahí seguimos, sacando a relucir las cifras de ventas cada vez que alguien se atreve a sugerir que el reguetón con todas sus derivadas no es más que la penúltima versión del orientalismo made in USA.

Me temo que así es: por más que en algunos cenáculos se celebre el auge del reguetón como una especie de revolución cultural sin precedentes, lo cierto es que la relación de este género musical con el tinglado mediático y discográfico estadounidense no es muy diferente de la que pudieron mantener las demás caricaturas de lo latino que llevan sacudiendo las listas de éxitos desde los años ochenta. Un negocio suculento, al igual que el del rock, en el que uno encuentra trazas de todos y cada uno de los tópicos que una mentalidad colonial puede arrojar sobre las clases subalternas de su Oriente (o Sur) ideal: primitivismo, irracionalidad, desenfreno sexual, tribalismo, infantilismo, machismo y violencia. Querer hacer pasar ese cóctel de clichés por una descripción precisa de una comunidad humana, sea la que sea, es pura prevaricación intelectual. Convertirlo en un ideal político y estético me parece simplemente un disparate, pero eso lo veremos en nuestra próxima cita.

 

 

El tiempo pasa. Es un hecho. Es lo único que hace, lo único que es y, paradójicamente, lo que le impide ser algo. El tiempo no es nada, no recibe ni padece nada, no sostiene nada en absoluto. Pasa.

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