MUNDO MUZAK (III)
Bailando con nazis
Estratagemas y ambigüedades del chamanismo pop
Xandru Fernández 17/01/2022
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Hacía frío en el polideportivo de Oviedo donde actuaban. No había mucha luz, pero no recuerdo si la fuente era un solo foco o eran varios. Me parece recordar algunas lámparas de luz anaranjada. También recuerdo a un individuo que pasaba a toda velocidad por entre el público empujando una vagoneta como las de las minas. Gritaba al coger impulso. El público le dejaba pasar, qué remedio, nadie quería ser atropellado y aquel tipo no parecía dispuesto a frenar. No había butacas ni sillas, ni un escenario al que mirar, o digamos que el escenario cambiaba de posición a medida que la trama avanzaba. Porque había una trama, eso sí, que incluía peleas con neumáticos, unos tipos colgados de unas grúas agitándose como posesos, una plataforma giratoria y un individuo vestido de blanco golpeando a otros con un palo y tirándoles comida. Era el invierno de 1989, eran La Fura dels Baus y el espectáculo se llamaba Tier Mon.
Recuerdo que me pasé toda la performance en estado de alerta, temiendo que en cualquier momento uno de aquellos tipos me arrojara, queriendo o sin querer, algún objeto lacerante. Había algo que parecía una paellera gigante llena de masa hirviendo que salpicaba al público. Pero por encima de todo estaba el ruido: gritos, alaridos, golpes, estallidos, chispazos, el percutir inclemente de algún tipo de tambor industrial, sierras mecánicas, taladros, motores. Suficiente para no bajar la guardia. Habíamos sido reclutados, movilizados, participábamos en una coreografía totalitaria en la que solo importaba no estarse quietos ni bajar la guardia.
Dice Elias Canetti que el pánico en un teatro, como el que pueda provocar la alarma de un incendio, equivale a la desintegración de la masa que lo ocupa. El público, constituido en organismo autónomo y unitario gracias a la representación teatral, se descompone a la voz de alarma, disgregando la masa de un modo tanto más violento cuanto más cerrada sea la forma del teatro. Pero puede ocurrir, dice también, que la representación no haya cautivado al público y que, en ese caso, lo que no unió el teatro lo una el pánico: será una experiencia común de terror y huida. Las vivencias de esos individuos en tanto que miembros de una masa equivalen a otros tantos intentos de zafarse de la masa. La experiencia masiva de la desintegración acrecienta la claustrofobia, la sensación de pertenencia a la masa, y el pánico adopta los tintes más violentos posibles: empujones, patadas, golpes.
Empujones, patadas y golpes forman parte del pogo, la danza ritual que se suele asociar con los conciertos de punk rock desde los años setenta y que alcanza su apogeo en el moshing típico de la escena hardcore de los ochenta. Es una violencia sin palabras, pero no obedece a ningún intento de huida. Los individuos que aquí se golpean no lo hacen para pasar por encima de los demás, para huir de la masa, no tratan de salvarse ni se disputan un centro imaginario. No tienen miedo: aunque en ocasiones el pogo pueda derivar en una situación apurada, verdaderamente peligrosa e incluso trágica, el miedo, si se produce, llega solo cuando el pogo deja de serlo, cuando ha mutado en pánico sin más.
El punk, con su rechazo del virtuosismo típico del rock sofisticado de los años setenta, supuso la legitimación del amateurismo en la música pop a una escala insólita
Por más que en ocasiones sirva como ilustración del carácter gregario y ultraviolento del público del rock en general, lo cierto es que el pogo es una reacción a la tendencia más extendida en los conciertos de rock de los años setenta: la separación tajante entre el escenario y el público. El pogo es de hecho la escenificación del asalto del público al escenario y en muchas ocasiones culmina justamente en eso. Su origen no está en la exaltación de la violencia sino en el rechazo de la jerarquía. Al igual que la ética del do it yourself, el pogo responde a la misión redentora y puritana del punk frente a las servidumbres del consumo: los bailarines de pogo son la forma más depurada del rebaño de consumidores, hasta tal extremo que se vuelven autosuficientes, dejan de depender del objeto o prenda que desean consumir. El objeto de deseo es, en este caso, el artista que ocupa el escenario, la banda que los ha reunido en ese espacio cerrado. Es su objeto de adoración, sí, pero en el éxtasis del pogo ese objeto se convierte en blanco no tanto de la ira como de la indiferencia. Ese público ya no depende siquiera del ritmo y la melodía para saltar y agitarse, los ha sustituido por una sucesión anárquica de brincos y empujones espasmódicos que nivelan desde abajo la cadena trófica del espectáculo. Es un público sin miedo que ha bajado la guardia por completo y se ha abandonado a su propio poder. Todo lo contrario de lo que yo experimenté en aquel polideportivo ovetense una noche de marzo de 1989.
El punk, con su rechazo del virtuosismo típico del rock sofisticado de los años setenta, supuso la legitimación del amateurismo en la música pop a una escala insólita incluso para un público que ya había conocido la eclosión de las culturas juveniles de los sesenta. Todo el culto hippie de la autenticidad parecía haberse reencarnado en el puritanismo punk y, al igual que había empezado a ocurrir en la contracultura de los sesenta, también el Umwelt artístico de finales de los setenta favorecía el maridaje de la cultura pop con las vanguardias artísticas. “El período postpunk en su conjunto”, escribe Simon Reynolds, “aparece como un intento de recrear virtualmente todas las principales temáticas y técnicas modernistas a través del medium de la música pop. Cabaret Voltaire tomó prestado su nombre de Dada. Pere Ubu adoptó el suyo de Alfred Jarry. Talking Heads transformó un poema sonoro de Hugo Ball en una pista de dance disco-tribal. Gang of Four, inspirados por el efecto de extrañamiento de Brecht y de Godard, trató de deconstruir el rock [...]. Duchamp, mediado por el movimiento Fluxus de los años sesenta, era santo patrono de la no wave. [...]. Este frenético asalto a los archivos del modernismo llegó a su punto culminante con la fundación del sello de renegade pop ZTT -abreviatura de “Zang Tuum Tumb”, un fragmento de prosa poética futurista italiana- y de su grupo conceptual Art of Noise, bautizado en homenaje al manifiesto para una música futurista de Luigi Russolo”.
Del amateurismo punk al modernismo popular del postpunk hay una línea discontinua. No todo el puritanismo punk revierte en ese “asalto a los archivos del modernismo” y, del mismo modo que todo documento de cultura es documento de barbarie, toda esa efervescencia cultural tiene que abrirse paso entre un público al que el punk ha incitado a rebelarse contra todas las jerarquías, también contra las culturales. “La cultura es tortura”, cantaban Kortatu en 1985. El hardcore y el pogo son la expresión más democrática de ese rechazo del culto al genio. Pero, en el otro extremo de la exaltación del amateurismo y la espontaneidad, toma forma una inquietante fascinación por los ritos y la estética de los totalitarismos que no es ajena en absoluto a la influencia de las vanguardias más aparentemente apolíticas y que recorre toda esta historia desde Fluxus hasta La Fura dels Baus pasando por Throbbing Gristle y su fundador, Genesis P-Orridge.
“Parecería no ser una coincidencia que Throbbing Gristle se haya formado en 1975”, escribe Reynolds, “el mismo año en que Lou Reed sacó el infame Metal Machine Music. Pero mientras Lou Reed describía sus intrincados tapices de ruido blanco como una forma de música contemporánea, el enfoque de Throbbing Gristle era más rock, en el sentido de que pretendían literalmente rockear, sacudir al oyente hasta los huesos. [...] El interés de la banda en la “música metabólica” la llevó a explorar las investigaciones militares alrededor del uso del infrasonido como un arma no mortífera con la cual, de acuerdo con determinadas frecuencias, se podían causar vómitos, ataques epilépticos e incluso defecación involuntaria”.
La música industrial de Throbbing Gristle supone la domesticación del noise hasta convertirlo en una versión estilizada de su antagonista: el pop industrial es el muzak del fascismo
Hay una diferencia fundamental entre el noise del “infame” Metal Machine Music y el noise “industrial” de Throbbing Gristle: el primero es un clásico ejemplo de álbum para escuchar (o dejar de escuchar) en privado, mientras que los experimentos de Throbbing Gristle son parte de un acontecimiento colectivo paramusical, la performance, que funciona según unas reglas que nada tienen que ver con las del clásico concierto de música pop. El comprador del disco se convierte en su propietario y adquiere, junto con el álbum, el poder de decidir escucharlo o no escucharlo, el poder de interrumpir esa experiencia en cualquier momento e incluso indignarse y exigir que le devuelvan su dinero. Por el contrario, el público de la performance renuncia a sus derechos sobre la entrada que ha adquirido, en su caso la compra equivale a esa renuncia, que le despoja de su identidad y su derecho a juzgar y a comportarse como mero espectador: por medio del dolor, o de cualquier sucedáneo de este (la incomodidad, la desorientación, el sobresalto, el asco), el comprador se ve empujado a reaccionar violentamente como parte de una masa que desconoce el origen de esa pulsión tribal, tan solo la asocia al miedo y a una necesidad irrefrenable de huir.
El noise activaba la consciencia del dolor y la incomodidad como elementos subversivos, antagónicos al muzak y a la regimentación musical de la vida pública que este representa. La llamada “música industrial” que inauguran Throbbing Gristle (desde el mismo nombre de su compañía discográfica, Industrial Records) supone la domesticación del noise hasta convertirlo en una versión estilizada de su antagonista: el pop industrial es el muzak del fascismo, la traducción sonora de una experiencia de sumisión que Genesis P-Orridge sintetizaba en la metáfora del campo de concentración. El uso de ropa militar y las arengas contra los gitanos encajaban a la perfección en un contexto en el que los miembros de la banda llegaron a usar infrasonidos para desalojar un campamento de nómadas en las inmediaciones de sus locales de ensayo. Tampoco dejaban mucho espacio para la imaginación la imagen del grupo posando ante el edificio del Ministerio de Propaganda de la Alemania nazi en la cubierta de “Discipline” o el uso del emblema de la Unión Británica de Fascistas de Oswald Mosley, ligeramente modificado, como logo de la banda.
Junto a elementos utópicos e igualitaristas, en las vanguardias artísticas se condensan imágenes y temas que directa o indirectamente impugnan los ideales de la Ilustración
Con la evidente excepción de la Alemania nazi, nunca se vieron en Europa tantas esvásticas como en los años que van de 1977 a 1982. No solo en Europa, también en Estados Unidos el punk coqueteó con la imaginería fascista y alentó, en demasiados casos, actitudes racistas. Pero hay dos líneas argumentales que conectan a los fascismos históricos con el punk y el postpunk, y son muy diferentes entre sí: una de ellas recoge la fascinación por los emblemas y la iconografía de los totalitarismos de entreguerras y busca legitimar el fascismo poniendo en primer plano su estética y su retórica; la otra, en cambio, recoge los elementos más elusivos de la ideología fascista, aquellos más difíciles de identificar con programa político alguno y que muy a menudo adoptan un tinte precisamente antipolítico. La primera línea excava, por así decir, un túnel entre la década de los setenta y la de los cuarenta, extrayendo de esta elementos visuales (de las artes gráficas y la arquitectura, del mundo de la moda y el espectáculo) y retóricos (la exaltación de la guerra, el culto fascista de la virilidad, la teoría del Führer, la nostalgia del colonialismo). La segunda línea tiende un puente imaginario entre el misticismo reaccionario de los años treinta y cuarenta y la contracultura de los sesenta. Aunque son frecuentes los cruces y la fecundación mutua de ambas líneas (Throbbing Gristle son un ejemplo más que notable), conviene tener presente que remiten a genealogías diferentes. Para la primera de ellas el fascismo (el racismo, el militarismo, el anticomunismo) es estructural, por más que muchos de sus propagandistas exploten en ocasiones solamente el efecto perturbador de su puesta en escena. Para la segunda, el fascismo no es sino el enésimo ropaje de una guerra cultural contra los ideales del progreso y la Ilustración.
La exaltación de lo irracional entra a formar parte de la nebulosa ideológica de los fascismos históricos desde sus más tempranas emanaciones. Se trata de un elemento de procedencia romántica que adquiere preponderancia en la cultura de masas de entreguerras gracias, fundamentalmente, al cine. Junto a elementos utópicos e igualitaristas, en las vanguardias artísticas se condensan imágenes y temas que directa o indirectamente impugnan los ideales de la Ilustración: las pantallas se llenan de Caligaris, Mabuses y Nosferatus, pero en general todas las artes sucumben a la seducción del hipnotismo, el espiritismo y la alquimia. Las vanguardias de posguerra no rompen en absoluto con ese fondo de armario, al contrario, recurren a él como utillaje de campaña en su ofensiva contra la sociedad de consumo y la homogeneización del gusto.
El lenguaje de esas vanguardias de posguerra recuerda demasiado, en ocasiones, a las invectivas de los románticos contra el filisteísmo del arte burgués y, sobre todo, al de los manifiestos de la generación anterior, la de los futuristas, los dadaístas y los expresionistas, todos ellos atravesados por la pretensión de subvertir el orden social y empezar de cero. Así, George Maciunas escribe en el Manifiesto Fluxus de 1963: “Purgar al mundo de la enfermedad burguesa, intelectual, profesional y comercializada. Purgar al mundo del arte muerto, imitativo, artificial, abstracto, ilusionista, matemático. Purgar al mundo de europeísmo. Promover una corriente revolucionaria y una marea en el arte. Promover el arte vivo, el anti-arte, promover una realidad no artística que llegue por completo a toda persona, no solo a los críticos, diletantes y profesionales. Fusionar a los revolucionarios culturales, sociales y políticos en un frente unido de acción”. No hay frase en este discurso que no pudiera suscribir un agitador fascista italiano, alemán o francés cuarenta años antes.
Fluxus nace ligado al magisterio de John Cage. Los conciertos y eventos artísticos organizados por Maciunas en Nueva York y Darmstadt a principios de los años sesenta cuentan con la colaboración de Cage y La Monte Young y en ellos participan personajes como George Brecht, Terry Riley, Mary Bauermeister, Brion Gysin y Joseph Beuys. Este último fue piloto de la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial. Tras estrellarse en Crimea con su avión en 1944, unos nómadas le salvan la vida empleando procedimientos muy similares a los descritos por Mircea Eliade en su mítico estudio de 1951 El chamanismo y las técnicas ancestrales del éxtasis. Eso contará Beuys, al menos. Sea cierto o no, el joven aprendiz de chamán reconstruye su biografía a partir de ese momento iniciático y lo convierte en símbolo de una concepción del arte como actividad catártica, extática, orientada a remover el ánimo del espectador hasta hacer de él un artista y un héroe: todo ser humano es un artista y toda acción una obra de arte. En su célebre performance I like America and America likes me (1974), que consistió en convivir durante tres días con un coyote en un espacio cerrado, Beuys recurrió a la identificación totémica con el animal como parte de un ritual chamánico de sanación. El artista fue trasladado en ambulancia del aeropuerto a la galería donde el coyote le esperaba. La mayor parte del tiempo la pasó cubierto por una manta de fieltro, el material en que le envolvieron sus sanadores tártaros, que le permitía adoptar inquietantes figuras durante los rituales que compartía con el coyote.
Los vasos comunicantes entre el organicismo fascista y el comunitarismo anarquista no son ninguna novedad, como tampoco lo es la exaltación del individuo
La exaltación del carácter singular de cada individuo y la confrontación constante entre este y la masa adocenada y alienada son ideas que Beuys extrae, más que de su propia experiencia traumática, de su fascinación por las teorías del pedagogo Rudolf Steiner, a cuya inspiración debemos también la influyente obra literaria de Michael Ende, que alcanza su cénit, al igual que la carrera de Beuys, en los años setenta, en pleno reflujo de la contracultura hippie. Son parte también de una impugnación consciente de la democracia representativa con la que pueden simpatizar tanto los nostálgicos de los lazos comunitarios y afectivos de las viejas solidaridades orgánicas como los visionarios de un futuro sin Estados ni clases sociales donde las decisiones colectivas se tomen por consenso en deliberaciones entre iguales. En 1967, Beuys funda el Partido de los Estudiantes Alemanes (Deutsche Studentenpartei) y en 1972 abre, en la Documenta V de Kassel, la Oficina Política Permanente de su Organización para la Democracia Directa a través del Referéndum (Organisation für direkte Demokratie durch Volksabstimmung). En 1979 fue candidato del Partido Verde al Parlamento Europeo.
Los vasos comunicantes entre el organicismo fascista y el comunitarismo anarquista no son ninguna novedad, como tampoco lo es la exaltación del individuo, que convive con ambas formas de idealización de los lazos sociales. El gran drama del anarquismo político a partir de la década de 1960 ha sido, sin duda, tener que convivir con una suerte de apoliticismo combativo, beligerante con la sociedad de consumo, con el que comparte frustraciones y obsesiones, pero cuya concepción de la democracia directa no trasciende lo anecdótico.
No hace mucho, Evaristo Páramos, cantante y fundador de La Polla Records, fue abucheado junto a su banda por dejar que un colectivo antivacunas subiera al escenario durante un concierto. A más de un admirador de Evaristo se le abrieron las carnes al comprobar que el autor de canciones antológicas del hardcore de los ochenta promovía un discurso anticientífico supuestamente alineado con la extrema derecha. Esté o no justificada esta última pretensión, lo cierto es que no debería extrañarnos esa pulsión irracional y anticientífica, que cualquiera que haya frecuentado un poco el mundillo ácrata en los últimos treinta años reconocerá sin ninguna dificultad. Sin embargo, seguimos adheridos sin quererlo a la idea de que el punk supuso una ruptura drástica con la contracultura hippie, por más que la realidad se empeñe en refutarla.
De las comunas urbanas de finales de los sesenta a los edificios ocupados de los noventa hay una continuidad que refuerza los lazos de camaradería entre generaciones
De la contracultura hippie a la revuelta punk hay al menos tres itinerarios directos. El primero tiene que ver con los nichos, el segundo con las sensibilidades, el tercero con las prácticas musicales y artísticas en general.
Los nichos son los lugares en los que emerge y se desarrolla esa cultura underground. En efecto, son nichos subterráneos: se sitúan por debajo de los grandes espacios de intercambio cultural y económico de las sociedades industriales, por más que en ocasiones excepcionales afloren en eventos multitudinarios pero meramente simbólicos, tipo Woodstock. El furor con que la cultura de masas aceptó e integró la iconografía hippie no debería despistarnos. Lleva razón Jordi Costa cuando escribe, acerca de la demonización del movimiento hippie en la España del tardofranquismo, que “lo hippy resultaba seductor y manejable como pura superficie, en tanto que mera textura estética, pero, como forma de vida, no podía ser considerado sino como un problema de orden público”. No obstante, aun si no hubiera existido persecución por parte de los poderes del Estado, la persistente (y un tanto fútil) búsqueda de la autenticidad arroja al movimiento hippie fuera de los centros de la comunicación de masas, lo centrifuga permanentemente, contribuyendo a su disgregación en nodos que no solo tienen que sobrevivir sino arreglárselas para comunicarse entre sí: las comunas, campesinas o urbanas, las asociaciones estudiantiles, las redacciones de la prensa alternativa, espacios arrancados a la economía sumergida como los platós del cine porno o las esquinas de los camellos, y en algún que otro caso las sacristías de las iglesias más afectas al mensaje del Concilio Vaticano II, donde convivirán probablemente con grupúsculos de agitación y propaganda (y en ocasiones de resistencia armada) de diversas ideologías.
En esos nichos se desarrolla un clima de impugnación y rechazo constante de la sociedad de masas que los vuelve sumamente impermeables. También los hace relativamente difíciles de destruir. De las comunas urbanas de finales de los años sesenta a los edificios ocupados de los noventa hay una continuidad que refuerza los lazos de camaradería entre generaciones y permite que las ideas y creencias más extendidas en el hábitat del movimiento hippie tengan continuidad en un entorno estético diferente pero no menos sensible a los mantras de la autogestión, la espontaneidad, la horizontalidad y la provocación. Conviven en ellos ideologías de santo y seña, con un vocabulario organizado y una tradición académica o institucional reconocible, junto a nociones más volátiles, procedentes tanto de la cultura de masas como de tradiciones culturales desarraigadas, reelaboradas en situaciones donde la inmediatez y la improvisación mandan sobre la reflexión y el método.
La situación sociopolítica de España en esos años nos permite observar con más transparencia un fenómeno global de mutaciones en el gusto y en las prácticas políticas y artísticas
Coincido plenamente con Germán Labrador cuando constata una continuidad, en la contracultura española, entre la generación de los años sesenta, la de 1977 y “la de la Movida”, si bien cada una de ellas con sus modulaciones peculiares y su ansia por diferenciarse de sus mayores. Así, escribe, desde 1974 y “sobre todo, en los años centrales de la transición, existió una esfera cultural diferenciada, con diversos grados de continuidad respecto de la restante cultura de su época, articulada en función de unos lenguajes políticos y culturales muy determinados que, de un lado, enlazan con el discurso de la vanguardia de los años sesenta, del cual son su realización práctica y, de otro, con las experiencias underground y psicodélicas de la década anterior, de las cuales construyen su relato y su memoria”. Con respecto a esta “generación de 1977”, la contracultura posterior, la que el imaginario de nuestra época conoce como la “generación de la Movida”, “es continua en sus estructuras discursivas, en su imaginario, en sus horizontes de actuación respecto del mundo contracultural, alternativo, libertario que define la transición española en su cultura juvenil y, en particular, en el entorno de la “generación de 1977”. En cierto sentido, en sus primeros momentos, hasta 1981, se trata solamente de una modulación distinta de todo aquel mundo de discurso, la sección musical de la ruptura estética juvenil, que participa de los discursos y las prácticas del underground transicional”. Tan solo añadiría que no se trata de ninguna singularidad de la cultura underground española, sino que lo peculiar de la situación sociopolítica de España en esos años nos permite observar con más transparencia un fenómeno global de mutaciones en el gusto y en las prácticas políticas y artísticas (aunque, dicho sea de paso, si bien la historia del underground español ha dado pasos de gigante en los últimos años, aún nos falta prestarle a la música la misma atención que a otras esferas de la producción artística como el cómic o el cine, tal vez porque en el ámbito de la música es donde más peso han tenido los clichés demagógicos tipo “la Movida era de derechas”).
Un ejemplo de cómo funciona esa articulación de nichos, sensibilidades y prácticas musicales y artísticas lo tenemos en la banda alemana Amon Düül. Originariamente fue una comuna, nacida en Múnich en 1967. Sus miembros utilizaban la música como una forma de fomentar la colaboración y expresar cada uno su particular forma de rechazo al sistema del que buscaban alejarse. En esas jam sessions se juntan diletantes absolutos con músicos de formación académica o, simplemente, más experimentados, lo que dará lugar finalmente a fricciones y tensiones. Cuando en 1968 se celebra el festival de Essen, donde se darán a conocer las principales formaciones de lo que después se llamará krautrock, Amon Düül actúa por partida doble: por un lado, la original Amon Düül, la Amon Düül diletante y desinhibida, sin programa ni estructura; por otro lado, Amon Düül II, la banda formada por aquellos miembros que desde el principio pusieron la ambición artística por delante del psicodrama político. Algo similar ocurrirá con otra de las bandas señeras del movimiento, Can, cuyo cantante, el artista callejero Damo Suzuki, se definió en ocasiones como “un chamán”, lo que no le impidió ser parte de una banda fundada por dos alumnos de Stockhausen. Uno de ellos, el teclista Irmin Schmidt, había conocido en Nueva York a La Monte Young y a Terry Riley. Era otro chico Fluxus.
Alumnos de Joseph Beuys, por su parte, fueron otros dos primeros espadas del krautrock, Conrad Schnitzler y Dieter Moebius. Como vemos, es fácil comprobar que ese “asalto a los archivos del modernismo” del que hablaba Reynolds había empezado ya mucho antes del punk, tanto en Alemania como en el Reino Unido y los Estados Unidos, o en Francia. Así, el omnipresente Fluxus contó entre sus colaboraciones con un joven Brion Gysin al que se atribuye el redescubrimiento del cut up, una técnica literaria consistente en trocear textos y pegarlos al azar. Durante la primavera de 1958 Gysin y William S. Burroughs experimentaron con esa técnica en París, en el Beat Hotel, donde también se hospedaba un músico australiano llamado Daevid Allen. Allen fundará, unos años después, una de las bandas míticas del rock progresivo inglés, The Soft Machine, en cuyos primeros álbumes encontramos notables muestras de ese saqueo del modernismo en títulos como “Thank You, Pierrot Lunaire” o “Dada Was Here”. Después de abandonar The Soft Machine, Allen funda en Francia y dirige durante años otra influyente banda, Gong, cuyos conciertos actualizan el programa circense de Fluxus y el dadaísmo. El uso de disfraces y gorros inspirados en el chamanismo, junto con la explotación ad nauseam de la asociación libre de palabras, del balbuceo y las rimas infantiles, es parte de ese programa de impugnación de la racionalidad “adulta”, “filistea”, que podemos rastrear en docenas de creaciones musicales de ese período, desde los Beatles hasta Frank Zappa.
La reivindicación del esplendor creativo que se produce en el rock y el pop del Reino Unido entre 1977 y 1982 no debería nublarnos el juicio histórico
He elegido a Fluxus y a Beuys como guías por este laberinto del chamanismo underground tan solo por una razón: porque permiten desmontar el mito de la discontinuidad epocal del postpunk y el consiguiente cliché de la retromanía que tanta fortuna ha hecho en los últimos tiempos a partir de los libros de Simon Reynolds (muy útiles y sugerentes, por otro lado) y, en parte, también de los de Mark Fisher. La reivindicación del esplendor creativo que se produce en el rock y el pop del Reino Unido entre 1977 y 1982 no debería nublarnos el juicio histórico: su idealización ha conducido en demasiadas ocasiones a reescribir la historia de la música pop como un relato de auge y caída que discurre supuestamente en paralelo con la historia de los movimientos emancipadores en los países más industrializados. Es un relato que, como sabemos, acaba mal. Conduce inevitablemente a comparar el fin del mundo con el fin del capitalismo y a culpar a la música de haber acelerado el primero sin haber hecho nada para acercarnos al segundo. Yo apostaría a que es demasiado pedir: la música no tiene por qué cambiar el mundo, y bien que lo siento por los incondicionales de Evaristo Páramos, pero su adanismo político ya era evidente cuando cantaba aquello de “yo no debo nada / a Dios ni al gobierno / por haber nacido / por el coño de mi madre” y no creo que nos insuflara demasiada conciencia política a ninguno de los que lo escuchábamos.
Pero, del mismo modo que la reconstrucción del pasado reciente de la música pop puede conducir a una suerte de melancolía política fácil de confundir con el envejecimiento de sus protagonistas, tampoco cabe conformarse con su reverso antipolítico, tan en boga en algunos medios especializados en denunciar por activa y por pasiva los ardides del falso progresismo indie: dar por muerta la cultura underground –que, no lo olvidemos, es una cultura global, la primera cultura global merecedora de ese calificativo– supone, además de la constatación de que uno está en la inopia, renunciar a tener un discurso maduro sobre la música y las artes y conformarse con repetir los lugares comunes extraídos de las notas de prensa de las compañías discográficas o las revistas de tendencias. Hay a nuestro alrededor numerosos ejemplos de esta tendencia, pero los dejaremos para otra ocasión.
Hacía frío en el polideportivo de Oviedo donde actuaban. No había mucha luz, pero no recuerdo si la fuente era un solo foco o eran varios. Me parece recordar algunas lámparas de luz anaranjada. También recuerdo a un individuo que pasaba a toda velocidad por entre el público empujando una vagoneta como...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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