MUNDO MUZAK (II)
De cuerno y marfil: una defensa anticapitalista del ‘noise’
El ‘noise’ asume que la existencia es fundamentalmente dolor
Xandru Fernández 11/12/2021
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Hay un pasaje en la Odisea que siempre me ha intrigado. Está en el canto XIX. Cuando Penélope habla con Odiseo sin saber todavía que este es su esposo, tratándole como a uno más de sus huéspedes, le dice que a veces los sueños son proféticos. Y lo hace con estas palabras (en versión castellana de Fernando Gutiérrez):
“Huésped, hay sueños inescrutables, de oscuro lenguaje / y no siempre se cumplen las cosas que anuncian a los hombres. / Para los sueños leves existen tan sólo dos puertas: / hecha está de marfil una, y hecha de cuerno la otra. / Los que por el portal de marfil aserrado nos vienen, / nos engañan y nos traen palabras que nada nos dicen, / y los que por la puerta de cuerno pulido nos llegan / en verdades acaban, que son de quien los ha visto”.
Hay, por tanto, dos puertas por las que llegan hasta nosotros los sueños, una puerta de cuerno y otra de marfil. Los sueños que llegan por la puerta de cuerno son proféticos, mientras que por la puerta de marfil vienen los sueños engañosos, que no predicen nada que vaya a suceder. El pasaje es oscuro, y creo que ya lo era cuando la Odisea se puso por escrito, posiblemente más de dos siglos después de haber sido compuesta, al menos en gran parte. Lo citan Platón, Temistio y Virgilio, entre otros, pero ninguno parece haberse planteado en qué consisten esas puertas, que, hasta donde se me alcanza (no soy especialista en griego homérico), son plurales (πύλαι) y podrían traducirse también por “aperturas” u “orificios”.
Soy incapaz de imaginar una puerta hecha de marfil, y desde luego no creo que haya nadie que me pueda explicar cómo demonios se fabrica una puerta de queratina. No he encontrado ningún modelo posible para esas puertas, ni en palacios ni en construcciones de cualquier otro tipo, salvo que uno considere que Penélope se refiere al marco de las puertas o al dintel o alguna clase de adorno. No habría que descartarlo en absoluto, y de hecho esa es la explicación que apuntan Ameis y Hentze en su estudio canónico de 1890, pero desde entonces las interpretaciones han discurrido, hasta donde yo sé, por senderos mucho más alegóricos (el cuerno como símbolo de la virilidad, la relación de esos símbolos con elementos astronómicos) o por la suposición de algún tipo de juego de palabras o paranomasia cuyo sentido se ha perdido.
Desde Milman Parry sabemos que los poemas homéricos hay que leerlos como decantación de materiales surgidos en una cultura oral, anterior a la invención de la escritura. El mundo homérico no ha roto del todo los lazos que lo atan a una experiencia de vida casi (o sin casi) prehistórica. Quizá Penélope esté haciéndose eco de un modo de hablar que tuvo sentido mucho antes de que ese plural (πύλαι) pasara a tener el significado preferente de “puertas” y esté refiriéndose a otro tipo de orificio por el que los sueños puedan llegar hasta uno. Mi sugerencia es que esos orificios podrían formar parte de algún instrumento musical.
Con cuerno y marfil se fabrican instrumentos musicales. Flautas, en concreto. Muy primitivas en comparación con el aulós que se popularizará en la Grecia arcaica, supuestamente importado de Asia. El cuerno es uno de los aerófonos mejor documentados en todo el mundo. En cuanto a la flauta de marfil, poseemos ejemplares fabricados en Europa hace 35.000 años. No me parece muy aventurado sugerir que algún instrumento de esas características pudiera formar parte de rituales extáticos. Que se los empleara para inducir al sueño o al trance, propiciando visiones que después fueran objeto de interpretación.
Los primeros discos de Ornette Coleman son hoy día clásicos absolutos del free jazz, pero en su momento fueron calificados de ruido
Esta hipótesis sería también congruente con el hecho de que sea una mujer, Penélope, la que explique cómo se revelan los sueños. No caben muchas dudas sobre el papel destacado de las mujeres en las ceremonias de trance chamánico. Me sigue intrigando, no obstante, que Penélope considere al cuerno un material más fiable que el marfil, como si los sueños o los pensamientos suscitados por un aerófono de queratina contuvieran más cantidad de verdad que los inducidos por una flauta de hueso. Pero no pretendo ni por un segundo revolucionar el estado de los estudios homéricos, de modo que también en este caso plantearé simplemente un par de ideas que puedan ser de utilidad al tratar de pensar la música en relación con las pasiones sociales. Apostemos. Lo único que podemos perder es el tiempo, y el tiempo no es algo tan precioso, de hecho ni siquiera es algo.
Podemos apostar a que el sonido de una flauta de hueso es capaz de adormecernos, pero me parece muy difícil creer que un cuerno, por mucha delicadeza que pongamos en hacerlo sonar, pueda transportarnos a un estado similar de placidez. Los cuernos se utilizan para despertar, para llamar al combate o en partidas de caza. Es así que, en la Biblia, las menciones del shofar (un cuerno de cabra, carnero o antílope empleado en festividades judías como el Yom Kipur o el Rosh Hashaná) tienen que ver casi siempre con la guerra o la invocación de la ira divina. Su versión plastificada es la vuvuzela, cuya función esencial es hacer ruido en competiciones deportivas. Una vuvuzela emite una cantidad de decibelios equivalente a un avión despegando. No es un sonido relajante, desde luego, ni lo pretende.
De plástico, como las vuvuzelas, era el saxofón con que se hizo famoso Ornette Coleman. Cuenta Charlie Haden que una noche de 1957 fue a escuchar a la banda de Gerry Mulligan, que actuaba en un local de Los Angeles llamado The Haig. Un chico con un saxofón de plástico quiso subir al escenario y unirse a los músicos y se lo permitieron, pero apenas llevaba unos minutos tocando cuando le pidieron que lo dejara. Era puro ruido. Hacía daño. La mala calidad del instrumento, un Grafton de color blanco, no ayudaba, desde luego, pero es que además Coleman lo tocaba como si fuera un arma de guerra, algo que sirviera para generar pánico, no placer.
Los primeros discos de Ornette Coleman son hoy día clásicos absolutos del free jazz, pero en su momento fueron calificados de ruido por la crítica y el público. No son el único ejemplo de algo parecido en la historia de la música, ni es este el lugar para elaborar una lista de episodios similares. Cabe preguntarse si esa intrusión del ruido en la historia de la música puede continuar indefinidamente o si, por el contrario, habrá una frontera absoluta entre la música que el oído humano puede experimentar con placer y la que solo puede ser calificada de ruido, sean cuales sean las circunstancias culturales que nos rodeen. Y es muy posible que haya una respuesta a esa pregunta, pero casi seguro que no es relevante para comprender el lugar del ruido en la música y en la sociedad.
Un defensor a ultranza del carácter relativo del ruido, o al menos del ruido entendido como disonancia, R. Murray Schafer, define el ruido como “cualquier señal sonora que interfiere. El ruido es el destructor de las cosas que deseamos escuchar”. Así entendido, el ruido se define por contraste con el sonido placentero o, en el límite, con el silencio. Remite a las condiciones en que el sonido se percibe, incluyendo los factores culturales que influyen en la recepción del sonido como ruido: “Lo que suena disonante a un individuo, edad o generación puede sonar consonante a otro individuo, edad o generación”. En otras palabras, toda cultura se asienta sobre un consenso en torno a qué es ruido y qué no lo es. Que en ese consenso siempre estén incluidos estímulos cuya condición de ruido es absoluta no impide que también estén incluidos estímulos que solo son ruidos desde el punto de vista del gusto.
El saxofón de Stetson suena siempre por encima del umbral de lo agradable, dibujando arpegios que apenas permiten acoger de vez en cuando una nota limpia
En 1965, John Coltrane reunió a una decena de músicos reclutados de entre lo más selecto de the new thing, el free jazz que Coleman en cierto sentido había tutelado con un magisterio sobrio pero firme. El resultado de esa reunión puede escucharse en Ascension, uno de los álbumes más sobrecogedores de la historia del jazz, construido sobre una base rítmica que parece hecha de bambú, con el piano de McCoy Tyner sonando en la habitación de al lado y la batería de Elvin Jones encerrada en el bucle de un redoble continuo mientras dos trompetistas y cinco saxofonistas hacen exactamente lo que dice la mayoría de la gente que oye ese disco por vez primera: ruido. No hay melodía, no hay nada silbable ni bailable, no hay drama, salvo que uno imagine que, inmediatamente después de esos cuarenta minutos de soplidos huracanados, algo tuvo que venirse abajo necesariamente, quizá las murallas de Jericó o su eco en nuestra memoria cultural.
Más de medio siglo más tarde, en 2017, el saxofonista Colin Stetson grabó un álbum titulado All This I Do For Glory cuya portada es exactamente una composición fotográfica de cuerno y marfil: son huesos blancos, blanquísimos, mandíbulas y cráneos de algún animal que podría ser un reno o algo similar y entre los que asoman astas, quizá también de reno o de corzo. El saxofón de Stetson suena siempre por encima del umbral de lo agradable, dibujando arpegios que, por la saturación del canal, apenas permiten acoger de vez en cuando una nota limpia, una gota de lluvia que se desliza por el haz de una hoja antes de precipitarse al charco de barro que la ahogará. Heredero del cuerno de Penélope, ese saxo parece estar intentando romper algo, atravesar una pared, tal vez una placa de hielo, un muro o un paisaje que se intuye blanco y profundo. Pero esa incisión constante es la sombra del ruido, la antesala de un dolor que se adivina no demasiado lejos.
Ni Ascension ni All This I Do For Glory son ruido no programado. No recogen el ruido ambiental ni lo manipulan por medios mecánicos o electrónicos, sino que lo recrean, simulan el ruido como condición fundacional de la música. Esto tampoco es nuevo, ni es especialmente subversivo. No es la expresión de una identidad marginal o subalterna, ni un rechazo de los modelos compositivos tradicionales, bastante cuestionados ya desde las coordenadas de la propia música académica cuando Coltrane se reúne con sus diez compañeros de ordalía. Cierto, hay algo perturbador en Ascension, y en All This I Do For Glory, pero la incomodidad que generan no guarda relación con el orden social, ni mucho menos. Tampoco con la experimentación formal stricto sensu. Es una perturbación pragmática: se revuelve contra un modo de escuchar, no de componer ni de interpretar. Promueve una audición incómoda frente a la música de deglución involuntaria, el easy-listening, el muzak.
El muzak nació en Estados Unidos, asociado al nombre de la empresa pionera en instalaciones proveedoras de música ambiental a través de líneas telefónicas, en un primer momento para hogares familiares y, ya en la década de 1930, cuando la radio se consolidó como medio hegemónico, para empresas y establecimientos comerciales. Muzak® se especializó en la regrabación de melodías populares, sencillas, primorosamente orquestadas de acuerdo con los gustos de las clases medias estadounidenses, configurando un tipo de experiencia sonora conocida popularmente como “música de ascensor”. También generó su propio repertorio, y durante los años treinta desarrolló programas específicos de fomento de la productividad en las empresas y reducción del absentismo laboral. Estos programas prescribían géneros concretos para cada momento de la jornada, especificando, por ejemplo, que la música vocal solo estuviera presente a partir del mediodía y hasta las 21 horas, o elaborando un timing diario completo en función del tipo de clientela de los establecimientos públicos. Durante la Segunda Guerra Mundial se probó su efectividad en el ejército y su perfeccionamiento en tiempo de guerra se aplicó con bríos renovados al orden empresarial de posguerra. Su equivalente en España fue el hilo musical, denominación que también tuvo su origen en la marca que lo comercializó en un principio.
Ya se ha dicho: antes del siglo XX, la música no podía estar en todas partes. La radio y muy especialmente dispositivos como Muzak® no solo garantizan que la música pueda estar presente en cualquier momento de la vida humana, sino en cualquier espacio público. Además esa música está pensada y diseñada para contribuir a las exigencias productivas del capitalismo avanzado y configura a la vez que refuerza el gusto mayoritario. Quizá deberíamos reconocer que, en nuestros días, la subversión musical más significativa no es la que proviene de ritmos exóticos o de afinaciones arriesgadas, como ha sido habitual a lo largo de la historia de la música, sino del ruido como antagonista de la música ambiental. Por decirlo de un modo deliberadamente exagerado, la verdadera música anticapitalista de nuestro tiempo sería el noise.
Noise, en inglés, ya no significa ruido si lo usamos en cursiva. Incluso al pronunciarlo se remeda esa tipografía que tiende un velo de legitimidad sobre las palabras. Los que vivimos en sociedades no anglófonas jugamos con la ventaja de poder recurrir al inglés para subrayar esos usos estetizantes del idioma, si bien revelamos, al hacerlo, nuestra posición subalterna en el tablero poscolonial. En cualquier caso, este noise es un típico producto de la industria musical del siglo XX y es algo muy diferente de lo que pudo haber pretendido Luigi Russolo en su Arte de los ruidos de 1913 o Pierre Schaeffer en su En busca de una música concreta de 1952.
El dolor que evoca el noise suele ir asociado con otros subgéneros del rock como el punk, el metal, el hardcore, pero lo cierto es que no pertenece a la misma selva de sonidos
Hay un puente entre la teoría del ruido de la música experimental académica del siglo XX (Schaeffer, pero también Stockhausen, Cage o Xenakis) y el noise como abreviatura de noise pop o noise rock, esto es, como un género de la llamada música pop, tributario de las condiciones impuestas por la industria del entretenimiento a lo largo de la segunda mitad del siglo. Pero ese puente deja de ser significativo cuando prestamos atención justamente a esas condiciones, que son, por encima de todo, las condiciones en que un público escucha. Así, The Stooges son una banda de rock que deliberadamente exagera los aspectos más molestos que el gusto mayoritario de los años sesenta atribuía al rock and roll: guitarras distorsionadas, gritos y gruñidos, acumulación de capas de sonido que el oído experimenta como un incremento dañino de volumen aunque no lo sea. Algo parecido ocurre en algunos álbumes de The Velvet Underground, particularmente en White Light/White Heat (1968). Que un músico de vanguardia con formación académica como John Cale sea uno de los miembros de The Velvet Underground y a la vez el productor del primer álbum de The Stooges nos sirve para rastrear ese nexo entre el noise y la experimentación musical de gabinete (John Cale estudió con Aaron Copland y Xenakis y colaboró con La Monte Young y John Cage antes de dedicarse al rock), pero al público de The Stooges y The Velvet Underground ese elemento no le influye lo más mínimo. Ese público incorpora el ruido como parte de un acontecimiento que se rebela contra la omnipresencia del muzak. Es un público que rechaza no solo la música de baile sino la música de escucha fácil (easy-listening), el pop tarareable y domesticable, apto para todos los públicos. No hay demasiadas consultas odontológicas en cuya sala de espera suene “Sister Ray” (y si las hay es bastante probable que estén vacías).
Con todo, tanto The Stooges como The Velvet Underground se mantienen dentro de los límites de lo aceptable para una audiencia que, por más punk y subversiva que se quiera considerar, entiende el rock como diversión e integra esos excesos ruidistas en una experiencia globalmente placentera. El punto de fusión del noise como algo diferente de un pop-rock más o menos desquiciado es el álbum de Lou Reed Metal Machine Music, publicado en 1975.
Metal Machine Music son sesenta minutos de ruido generado por guitarras eléctricas distorsionadas y regrabadas, una hora de feedback, zumbidos, chirridos y canales saturados. No hay nada bailable aquí, no es nada divertido, no produce placer. Lester Bangs lo defendió con una pasión insólita frente a los que lo acusaban de ser un disco “antihumano” y “antiemocional”: “Casi toda la música de hoy en día es antiemocional y también está hecha por máquinas [...], todo es una mierda de fórmula de producción en cadena computarizada en la que rara vez, o nunca, tiene cabida el corazón humano”. Y trató de describir su principal atractivo con estas palabras: “Además, cualquier disco que incite a los oyentes a corretear por la habitación pidiendo a gritos el cese de ese flagelo auditivo, o bien a ponerse violentos y arruinar los efectos de tu medicación hasta el punto de romper la maldita cosa, difícilmente podrá ser acusado, por lo menos en resultados ya que no en horas de trabajo creativas y originales, de carecer de contenido emocional”.
La actitud del amante del noise solo puede describirla un devoto como Lester Bangs: “Míralo de este modo: hay muchos de entre nosotros para los que la fuerza vital se representa al máximo con la lívida crispación de un nervio torturado, o incluso con un ataque de ansiedad a gran escala. No suscribo este punto de vista al cien por cien, pero lo entiendo, lo he vivido. Así pues, el grito, el aullido, el rechinar de la motosierra, el alarido y el zumbido que decapita pueden ser vueltos a escuchar por las personas aventureras o dañadas emocionalmente como brotes melifluos de indiscutible afirmación”.
Es significativa la insistencia de Bangs en el sufrimiento corporal, en el dolor infligido a un nervio, a un conjunto de nervios, por medios no por grotescos menos inquietantes como los que evocan la motosierra y la decapitación. Hay en el noise un rechazo explícito no tanto del placer como de la noción epicúrea del placer como “ausencia de dolor”. El noise asume que la existencia es fundamentalmente dolor y solo de manera sesgada y deturpada consiente ese dolor en ser sustituido por la representación placentera y fugaz de su ausencia. El noise habla igual que Schopenhauer: “Si nuestra existencia no tiene por fin inmediato el dolor, puede afirmarse que no tiene ninguna razón de ser en el mundo”. Que la eclosión del noise como género de la música pop tenga lugar al declinar el sueño hedonista de la contracultura no es ninguna casualidad. Tampoco un consuelo.
El dolor es, para Schopenhauer, la piedra de toque de la realidad: lo que permite afirmar la realidad de lo real. Algo es tanto más real cuanto más daño hace. La historia de la música ha usado el dolor como ingrediente básico, bien como textura frente a la que alzar una armonía que masajee los sentidos, bien como referente de la inspiración compositiva, como tema de la canción o sustancia de la relación entre el músico y su público. Así en las canciones de amor, erigidas todas ellas sobre la constatación de que el amor (Everly Brothers dixerunt) duele: el embellecimiento de ese dolor existencial, el recubrimiento ritual de esa herida metafísica con la pomada del acorde bien formado, no solo atenúa el poder destructivo del desgarro amoroso, sino que lo vuelve del revés, incorporándolo a una noción romántica del sujeto como héroe de su propio desarraigo. En lugar de reunir al oyente con el dolor originario de la existencia, la música lo adormece. Lo sume en un sueño engañoso, de esos que llegan hasta nosotros por las puertas de marfil.
El dolor que evoca el noise es de otro género y juega a la confusión. Aunque suele ir asociado con otros subgéneros del rock como el punk, el metal, el hardcore, lo cierto es que no pertenece por derecho a la misma selva de sonidos. El punk, el metal y el hardcore pueden incorporar ruido, pueden simular experiencias ruidosas, pero solo el noise trabaja con el ruido. Es más, reclama para el ruido la exclusividad de la obra de arte, disputándosela al muzak, al ambient e incluso al pop. Es el bramido del cuerno ahogando el tañido de la flauta de marfil. Parafraseando a R. Murray Schafer, el noise es el destructor de las cosas que no deseamos escuchar. Su antagonista no es un estilo musical, sino un estilo de vida, la planificación capitalista del tiempo productivo y el tiempo de ocio, la reducción de la música al estatuto de herramienta de ingeniería social.
Intenten, si no me creen, escribir un artículo como este mientras suena de fondo Metal Machine Music y entregarlo a tiempo.
Hay un pasaje en la Odisea que siempre me ha intrigado. Está en el canto XIX. Cuando Penélope habla con Odiseo sin saber todavía que este es su esposo, tratándole como a uno más de sus huéspedes, le dice que a veces los sueños son proféticos. Y lo hace con estas palabras (en versión castellana...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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