1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

CTXT necesita 15.000 socias/os para seguir creciendo. Suscríbete a CTXT

MUNDO MUZAK (II)

De cuerno y marfil: una defensa anticapitalista del ‘noise’

El ‘noise’ asume que la existencia es fundamentalmente dolor

Xandru Fernández 11/12/2021

<p>Joven tocando el aulós (460 a.C.)</p>

Joven tocando el aulós (460 a.C.)

Museo del Louvre

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

Hay un pasaje en la Odisea que siempre me ha intrigado. Está en el canto XIX. Cuando Penélope habla con Odiseo sin saber todavía que este es su esposo, tratándole como a uno más de sus huéspedes, le dice que a veces los sueños son proféticos. Y lo hace con estas palabras (en versión castellana de Fernando Gutiérrez):

“Huésped, hay sueños inescrutables, de oscuro lenguaje / y no siempre se cumplen las cosas que anuncian a los hombres. / Para los sueños leves existen tan sólo dos puertas: / hecha está de marfil una, y hecha de cuerno la otra. / Los que por el portal de marfil aserrado nos vienen, / nos engañan y nos traen palabras que nada nos dicen, / y los que por la puerta de cuerno pulido nos llegan / en verdades acaban, que son de quien los ha visto”.

Hay, por tanto, dos puertas por las que llegan hasta nosotros los sueños, una puerta de cuerno y otra de marfil. Los sueños que llegan por la puerta de cuerno son proféticos, mientras que por la puerta de marfil vienen los sueños engañosos, que no predicen nada que vaya a suceder. El pasaje es oscuro, y creo que ya lo era cuando la Odisea se puso por escrito, posiblemente más de dos siglos después de haber sido compuesta, al menos en gran parte. Lo citan Platón, Temistio y Virgilio, entre otros, pero ninguno parece haberse planteado en qué consisten esas puertas, que, hasta donde se me alcanza (no soy especialista en griego homérico), son plurales (πύλαι) y podrían traducirse también por “aperturas” u “orificios”.

Soy incapaz de imaginar una puerta hecha de marfil, y desde luego no creo que haya nadie que me pueda explicar cómo demonios se fabrica una puerta de queratina. No he encontrado ningún modelo posible para esas puertas, ni en palacios ni en construcciones de cualquier otro tipo, salvo que uno considere que Penélope se refiere al marco de las puertas o al dintel o alguna clase de adorno. No habría que descartarlo en absoluto, y de hecho esa es la explicación que apuntan Ameis y Hentze en su estudio canónico de 1890, pero desde entonces las interpretaciones han discurrido, hasta donde yo sé, por senderos mucho más alegóricos (el cuerno como símbolo de la virilidad, la relación de esos símbolos con elementos astronómicos) o por la suposición de algún tipo de juego de palabras o paranomasia cuyo sentido se ha perdido.

Desde Milman Parry sabemos que los poemas homéricos hay que leerlos como decantación de materiales surgidos en una cultura oral, anterior a la invención de la escritura. El mundo homérico no ha roto del todo los lazos que lo atan a una experiencia de vida casi (o sin casi) prehistórica. Quizá Penélope esté haciéndose eco de un modo de hablar que tuvo sentido mucho antes de que ese plural (πύλαι) pasara a tener el significado preferente de “puertas” y esté refiriéndose a otro tipo de orificio por el que los sueños puedan llegar hasta uno. Mi sugerencia es que esos orificios podrían formar parte de algún instrumento musical.

Con cuerno y marfil se fabrican instrumentos musicales. Flautas, en concreto. Muy primitivas en comparación con el aulós que se popularizará en la Grecia arcaica, supuestamente importado de Asia. El cuerno es uno de los aerófonos mejor documentados en todo el mundo. En cuanto a la flauta de marfil, poseemos ejemplares fabricados en Europa hace 35.000 años. No me parece muy aventurado sugerir que algún instrumento de esas características pudiera formar parte de rituales extáticos. Que se los empleara para inducir al sueño o al trance, propiciando visiones que después fueran objeto de interpretación.

Los primeros discos de Ornette Coleman son hoy día clásicos absolutos del free jazz, pero en su momento fueron calificados de ruido

Esta hipótesis sería también congruente con el hecho de que sea una mujer, Penélope, la que explique cómo se revelan los sueños. No caben muchas dudas sobre el papel destacado de las mujeres en las ceremonias de trance chamánico. Me sigue intrigando, no obstante, que Penélope considere al cuerno un material más fiable que el marfil, como si los sueños o los pensamientos suscitados por un aerófono de queratina contuvieran más cantidad de verdad que los inducidos por una flauta de hueso. Pero no pretendo ni por un segundo revolucionar el estado de los estudios homéricos, de modo que también en este caso plantearé simplemente un par de ideas que puedan ser de utilidad al tratar de pensar la música en relación con las pasiones sociales. Apostemos. Lo único que podemos perder es el tiempo, y el tiempo no es algo tan precioso, de hecho ni siquiera es algo.

Podemos apostar a que el sonido de una flauta de hueso es capaz de adormecernos, pero me parece muy difícil creer que un cuerno, por mucha delicadeza que pongamos en hacerlo sonar, pueda transportarnos a un estado similar de placidez. Los cuernos se utilizan para despertar, para llamar al combate o en partidas de caza. Es así que, en la Biblia, las menciones del shofar (un cuerno de cabra, carnero o antílope empleado en festividades judías como el Yom Kipur o el Rosh Hashaná) tienen que ver casi siempre con la guerra o la invocación de la ira divina. Su versión plastificada es la vuvuzela, cuya función esencial es hacer ruido en competiciones deportivas. Una vuvuzela emite una cantidad de decibelios equivalente a un avión despegando. No es un sonido relajante, desde luego, ni lo pretende.

De plástico, como las vuvuzelas, era el saxofón con que se hizo famoso Ornette Coleman. Cuenta Charlie Haden que una noche de 1957 fue a escuchar a la banda de Gerry Mulligan, que actuaba en un local de Los Angeles llamado The Haig. Un chico con un saxofón de plástico quiso subir al escenario y unirse a los músicos y se lo permitieron, pero apenas llevaba unos minutos tocando cuando le pidieron que lo dejara. Era puro ruido. Hacía daño. La mala calidad del instrumento, un Grafton de color blanco, no ayudaba, desde luego, pero es que además Coleman lo tocaba como si fuera un arma de guerra, algo que sirviera para generar pánico, no placer.

Los primeros discos de Ornette Coleman son hoy día clásicos absolutos del free jazz, pero en su momento fueron calificados de ruido por la crítica y el público. No son el único ejemplo de algo parecido en la historia de la música, ni es este el lugar para elaborar una lista de episodios similares. Cabe preguntarse si esa intrusión del ruido en la historia de la música puede continuar indefinidamente o si, por el contrario, habrá una frontera absoluta entre la música que el oído humano puede experimentar con placer y la que solo puede ser calificada de ruido, sean cuales sean las circunstancias culturales que nos rodeen. Y es muy posible que haya una respuesta a esa pregunta, pero casi seguro que no es relevante para comprender el lugar del ruido en la música y en la sociedad.

Un defensor a ultranza del carácter relativo del ruido, o al menos del ruido entendido como disonancia, R. Murray Schafer, define el ruido como “cualquier señal sonora que interfiere. El ruido es el destructor de las cosas que deseamos escuchar”. Así entendido, el ruido se define por contraste con el sonido placentero o, en el límite, con el silencio. Remite a las condiciones en que el sonido se percibe, incluyendo los factores culturales que influyen en la recepción del sonido como ruido: “Lo que suena disonante a un individuo, edad o generación puede sonar consonante a otro individuo, edad o generación”. En otras palabras, toda cultura se asienta sobre un consenso en torno a qué es ruido y qué no lo es. Que en ese consenso siempre estén incluidos estímulos cuya condición de ruido es absoluta no impide que también estén incluidos estímulos que solo son ruidos desde el punto de vista del gusto.

El saxofón de Stetson suena siempre por encima del umbral de lo agradable, dibujando arpegios que apenas permiten acoger de vez en cuando una nota limpia

En 1965, John Coltrane reunió a una decena de músicos reclutados de entre lo más selecto de the new thing, el free jazz que Coleman en cierto sentido había tutelado con un magisterio sobrio pero firme. El resultado de esa reunión puede escucharse en Ascension, uno de los álbumes más sobrecogedores de la historia del jazz, construido sobre una base rítmica que parece hecha de bambú, con el piano de McCoy Tyner sonando en la habitación de al lado y la batería de Elvin Jones encerrada en el bucle de un redoble continuo mientras dos trompetistas y cinco saxofonistas hacen exactamente lo que dice la mayoría de la gente que oye ese disco por vez primera: ruido. No hay melodía, no hay nada silbable ni bailable, no hay drama, salvo que uno imagine que, inmediatamente después de esos cuarenta minutos de soplidos huracanados, algo tuvo que venirse abajo necesariamente, quizá las murallas de Jericó o su eco en nuestra memoria cultural.

Más de medio siglo más tarde, en 2017, el saxofonista Colin Stetson grabó un álbum titulado All This I Do For Glory cuya portada es exactamente una composición fotográfica de cuerno y marfil: son huesos blancos, blanquísimos, mandíbulas y cráneos de algún animal que podría ser un reno o algo similar y entre los que asoman astas, quizá también de reno o de corzo. El saxofón de Stetson suena siempre por encima del umbral de lo agradable, dibujando arpegios que, por la saturación del canal, apenas permiten acoger de vez en cuando una nota limpia, una gota de lluvia que se desliza por el haz de una hoja antes de precipitarse al charco de barro que la ahogará. Heredero del cuerno de Penélope, ese saxo parece estar intentando romper algo, atravesar una pared, tal vez una placa de hielo, un muro o un paisaje que se intuye blanco y profundo. Pero esa incisión constante es la sombra del ruido, la antesala de un dolor que se adivina no demasiado lejos.

Ni Ascension ni All This I Do For Glory son ruido no programado. No recogen el ruido ambiental ni lo manipulan por medios mecánicos o electrónicos, sino que lo recrean, simulan el ruido como condición fundacional de la música. Esto tampoco es nuevo, ni es especialmente subversivo. No es la expresión de una identidad marginal o subalterna, ni un rechazo de los modelos compositivos tradicionales, bastante cuestionados ya desde las coordenadas de la propia música académica cuando Coltrane se reúne con sus diez compañeros de ordalía. Cierto, hay algo perturbador en Ascension, y en All This I Do For Glory, pero la incomodidad que generan no guarda relación con el orden social, ni mucho menos. Tampoco con la experimentación formal stricto sensu. Es una perturbación pragmática: se revuelve contra un modo de escuchar, no de componer ni de interpretar. Promueve una audición incómoda frente a la música de deglución involuntaria, el easy-listening, el muzak.

El muzak nació en Estados Unidos, asociado al nombre de la empresa pionera en instalaciones proveedoras de música ambiental a través de líneas telefónicas, en un primer momento para hogares familiares y, ya en la década de 1930, cuando la radio se consolidó como medio hegemónico, para empresas y establecimientos comerciales. Muzak® se especializó en la regrabación de melodías populares, sencillas, primorosamente orquestadas de acuerdo con los gustos de las clases medias estadounidenses, configurando un tipo de experiencia sonora conocida popularmente como “música de ascensor”. También generó su propio repertorio, y durante los años treinta desarrolló programas específicos de fomento de la productividad en las empresas y reducción del absentismo laboral. Estos programas prescribían géneros concretos para cada momento de la jornada, especificando, por ejemplo, que la música vocal solo estuviera presente a partir del mediodía y hasta las 21 horas, o elaborando un timing diario completo en función del tipo de clientela de los establecimientos públicos. Durante la Segunda Guerra Mundial se probó su efectividad en el ejército y su perfeccionamiento en tiempo de guerra se aplicó con bríos renovados al orden empresarial de posguerra. Su equivalente en España fue el hilo musical, denominación que también tuvo su origen en la marca que lo comercializó en un principio.

Ya se ha dicho: antes del siglo XX, la música no podía estar en todas partes. La radio y muy especialmente dispositivos como Muzak® no solo garantizan que la música pueda estar presente en cualquier momento de la vida humana, sino en cualquier espacio público. Además esa música está pensada y diseñada para contribuir a las exigencias productivas del capitalismo avanzado y configura a la vez que refuerza el gusto mayoritario. Quizá deberíamos reconocer que, en nuestros días, la subversión musical más significativa no es la que proviene de ritmos exóticos o de afinaciones arriesgadas, como ha sido habitual a lo largo de la historia de la música, sino del ruido como antagonista de la música ambiental. Por decirlo de un modo deliberadamente exagerado, la verdadera música anticapitalista de nuestro tiempo sería el noise.

Noise, en inglés, ya no significa ruido si lo usamos en cursiva. Incluso al pronunciarlo se remeda esa tipografía que tiende un velo de legitimidad sobre las palabras. Los que vivimos en sociedades no anglófonas jugamos con la ventaja de poder recurrir al inglés para subrayar esos usos estetizantes del idioma, si bien revelamos, al hacerlo, nuestra posición subalterna en el tablero poscolonial. En cualquier caso, este noise es un típico producto de la industria musical del siglo XX y es algo muy diferente de lo que pudo haber pretendido Luigi Russolo en su Arte de los ruidos de 1913 o Pierre Schaeffer en su En busca de una música concreta de 1952.

El dolor que evoca el noise suele ir asociado con otros subgéneros del rock como el punk, el metal, el hardcore, pero lo cierto es que no pertenece a la misma selva de sonidos

Hay un puente entre la teoría del ruido de la música experimental académica del siglo XX (Schaeffer, pero también Stockhausen, Cage o Xenakis) y el noise como abreviatura de noise pop o noise rock, esto es, como un género de la llamada música pop, tributario de las condiciones impuestas por la industria del entretenimiento a lo largo de la segunda mitad del siglo. Pero ese puente deja de ser significativo cuando prestamos atención justamente a esas condiciones, que son, por encima de todo, las condiciones en que un público escucha. Así, The Stooges son una banda de rock que deliberadamente exagera los aspectos más molestos que el gusto mayoritario de los años sesenta atribuía al rock and roll: guitarras distorsionadas, gritos y gruñidos, acumulación de capas de sonido que el oído experimenta como un incremento dañino de volumen aunque no lo sea. Algo parecido ocurre en algunos álbumes de The Velvet Underground, particularmente en White Light/White Heat (1968). Que un músico de vanguardia con formación académica como John Cale sea uno de los miembros de The Velvet Underground y a la vez el productor del primer álbum de The Stooges nos sirve para rastrear ese nexo entre el noise y la experimentación musical de gabinete (John Cale estudió con Aaron Copland y Xenakis y colaboró con La Monte Young y John Cage antes de dedicarse al rock), pero al público de The Stooges y The Velvet Underground ese elemento no le influye lo más mínimo. Ese público incorpora el ruido como parte de un acontecimiento que se rebela contra la omnipresencia del muzak. Es un público que rechaza no solo la música de baile sino la música de escucha fácil (easy-listening), el pop tarareable y domesticable, apto para todos los públicos. No hay demasiadas consultas odontológicas en cuya sala de espera suene “Sister Ray” (y si las hay es bastante probable que estén vacías).

Con todo, tanto The Stooges como The Velvet Underground se mantienen dentro de los límites de lo aceptable para una audiencia que, por más punk y subversiva que se quiera considerar, entiende el rock como diversión e integra esos excesos ruidistas en una experiencia globalmente placentera. El punto de fusión del noise como algo diferente de un pop-rock más o menos desquiciado es el álbum de Lou Reed Metal Machine Music, publicado en 1975.

Metal Machine Music son sesenta minutos de ruido generado por guitarras eléctricas distorsionadas y regrabadas, una hora de feedback, zumbidos, chirridos y canales saturados. No hay nada bailable aquí, no es nada divertido, no produce placer. Lester Bangs lo defendió con una pasión insólita frente a los que lo acusaban de ser un disco “antihumano” y “antiemocional”: “Casi toda la música de hoy en día es antiemocional y también está hecha por máquinas [...], todo es una mierda de fórmula de producción en cadena computarizada en la que rara vez, o nunca, tiene cabida el corazón humano”. Y trató de describir su principal atractivo con estas palabras: “Además, cualquier disco que incite a los oyentes a corretear por la habitación pidiendo a gritos el cese de ese flagelo auditivo, o bien a ponerse violentos y arruinar los efectos de tu medicación hasta el punto de romper la maldita cosa, difícilmente podrá ser acusado, por lo menos en resultados ya que no en horas de trabajo creativas y originales, de carecer de contenido emocional”.

La actitud del amante del noise solo puede describirla un devoto como Lester Bangs: “Míralo de este modo: hay muchos de entre nosotros para los que la fuerza vital se representa al máximo con la lívida crispación de un nervio torturado, o incluso con un ataque de ansiedad a gran escala. No suscribo este punto de vista al cien por cien, pero lo entiendo, lo he vivido. Así pues, el grito, el aullido, el rechinar de la motosierra, el alarido y el zumbido que decapita pueden ser vueltos a escuchar por las personas aventureras o dañadas emocionalmente como brotes melifluos de indiscutible afirmación”.

Es significativa la insistencia de Bangs en el sufrimiento corporal, en el dolor infligido a un nervio, a un conjunto de nervios, por medios no por grotescos menos inquietantes como los que evocan la motosierra y la decapitación. Hay en el noise un rechazo explícito no tanto del placer como de la noción epicúrea del placer como “ausencia de dolor”. El noise asume que la existencia es fundamentalmente dolor y solo de manera sesgada y deturpada consiente ese dolor en ser sustituido por la representación placentera y fugaz de su ausencia. El noise habla igual que Schopenhauer: “Si nuestra existencia no tiene por fin inmediato el dolor, puede afirmarse que no tiene ninguna razón de ser en el mundo”. Que la eclosión del noise como género de la música pop tenga lugar al declinar el sueño hedonista de la contracultura no es ninguna casualidad. Tampoco un consuelo.

El dolor es, para Schopenhauer, la piedra de toque de la realidad: lo que permite afirmar la realidad de lo real. Algo es tanto más real cuanto más daño hace. La historia de la música ha usado el dolor como ingrediente básico, bien como textura frente a la que alzar una armonía que masajee los sentidos, bien como referente de la inspiración compositiva, como tema de la canción o sustancia de la relación entre el músico y su público. Así en las canciones de amor, erigidas todas ellas sobre la constatación de que el amor (Everly Brothers dixerunt) duele: el embellecimiento de ese dolor existencial, el recubrimiento ritual de esa herida metafísica con la pomada del acorde bien formado, no solo atenúa el poder destructivo del desgarro amoroso, sino que lo vuelve del revés, incorporándolo a una noción romántica del sujeto como héroe de su propio desarraigo. En lugar de reunir al oyente con el dolor originario de la existencia, la música lo adormece. Lo sume en un sueño engañoso, de esos que llegan hasta nosotros por las puertas de marfil.

El dolor que evoca el noise es de otro género y juega a la confusión. Aunque suele ir asociado con otros subgéneros del rock como el punk, el metal, el hardcore, lo cierto es que no pertenece por derecho a la misma selva de sonidos. El punk, el metal y el hardcore pueden incorporar ruido, pueden simular experiencias ruidosas, pero solo el noise trabaja con el ruido. Es más, reclama para el ruido la exclusividad de la obra de arte, disputándosela al muzak, al ambient e incluso al pop. Es el bramido del cuerno ahogando el tañido de la flauta de marfil. Parafraseando a R. Murray Schafer, el noise es el destructor de las cosas que no deseamos escuchar. Su antagonista no es un estilo musical, sino un estilo de vida, la planificación capitalista del tiempo productivo y el tiempo de ocio, la reducción de la música al estatuto de herramienta de ingeniería social.

Intenten, si no me creen, escribir un artículo como este mientras suena de fondo Metal Machine Music y entregarlo a tiempo.

Hay un pasaje en la Odisea que siempre me ha intrigado. Está en el canto XIX. Cuando Penélope habla con Odiseo sin saber todavía que este es su esposo, tratándole como a uno más de sus huéspedes, le dice que a veces los sueños son proféticos. Y lo hace con estas palabras (en versión castellana...

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí

Autor >

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

Deja un comentario


Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí