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“No bailéis, por favor”

Sobre la posibilidad de que la música acabe con el capitalismo

Xandru Fernández 15/11/2021

<p>El grupo de folk Peter, Paul & Mary en 1963. En su primer álbum (1962) se advertía de que sus  canciones exigían total atención.</p>

El grupo de folk Peter, Paul & Mary en 1963. En su primer álbum (1962) se advertía de que sus  canciones exigían total atención.

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¿Desde cuándo le pedimos a la música que lo arregle todo? Parece una pretensión, aparte de disparatada, bastante reciente. Moderna, pero no demasiado; ni tan joven que podamos datarla con precisión a la sombra de alguna moda aún no olvidada; ni tan lejana en el tiempo que los registros escritos no hayan advertido su paulatino avance. Porque no llegó de golpe, a modo de eco de una catástrofe. No parece que haya habido un escenario histórico en que las multitudes, angustiadas, se echaran a la calle exigiendo que la música reparara los lazos sociales maltrechos, recompusiera los pactos entre iguales, socializara los medios de producción o embelleciera las pútridas capitales de los imperios coloniales. Tampoco parece que hayan sido los músicos los principales interesados en echarse ese fardo a la espalda, con la plausible excepción de Wagner, y ni siquiera.

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Cierto que, hasta donde sabemos, en todo tiempo los poderes han recurrido a la música para apuntalar su autoridad y reglamentar las condiciones de su dominación. Pero sin hacerse demasiadas ilusiones. La música, hasta hace poco más de un siglo, no podía estar en todas partes. Ocurría cuando se daban las condiciones para ello. En ocasiones señaladas. Se la convocaba en fiestas, desfiles, banquetes, ceremonias. Hacía suyas las tabernas, los mercados, las cabañas solitarias, pero siempre había una coincidencia entre el músico y el calendario, o entre el músico y el poder (poder y calendario: dos formas de decir lo mismo). El resto del tiempo, silencio. De ahí que las disposiciones legislativas y los proyectos filosóficos tuvieran más en cuenta las prohibiciones que las prescripciones: se trataba de evitar que la mala música sonara en aquellas ocasiones especiales, no de hacer que la buena música sonara por todas partes. Se le pedían más milagros al silencio que a la música, por más que los que se le pedían a la música fueran milagros más maravillosos.

El silencio es una vivencia individual, tan solo la música disuelve al individuo en la comunidad, lo liga a otras conciencias

Apostemos: ¿fueron los Estados, entendidos como naciones, autoconcebidos como receptáculos de un linaje eterno, los primeros que exigieron que hubiera buena música en todas partes, los primeros en sospechar no solo de la mala música sino también del silencio? El silencio, es cierto, aísla, separa. El silencio es una vivencia individual, tan solo la música disuelve al individuo en la comunidad, lo liga a otras conciencias, suprime incluso la conciencia, sustituyéndola por el pulso, el latido, la efusión. El pathos. La guerra contra el silencio la emprenden, en efecto, las naciones. Las naciones constituidas como Estados, pero también las que aspiran a serlo.

Los Estados, ciertamente, juegan con ventaja: de Rusia a España, pasando por Francia y el Reino Unido, la proliferación de conservatorios y escuelas de música en la segunda mitad del siglo XIX responde a programas de formación de un gusto nacional homogéneo, basado en el estudio y la manipulación del folklore, que las naciones emergentes replicarán y contrarrestarán desde sus propios modelos y compilaciones de canciones populares. Pero todo ese esfuerzo no bastará para romper las corazas de silencio que aislaban, para empezar, a los propios burgueses europeos que constituían el público de las óperas y los conciertos. Wagner sí rompió ese aislamiento, aunque fuera transitoriamente: Bayreuth, el primer parque temático del totalitarismo musical, fue también la primera colonia de vacaciones de la subjetividad europea. Se iba a Bayreuth como se iba a Lourdes, a desaparecer en la banda sonora de un mito. Luego, de vuelta a Basilea, a Múnich, a Colonia, el sujeto recomponía los correajes sueltos y se enfundaba de nuevo su papel social. Hans, querido, páseme la sal.

Si hubo un movimiento musical que se concibiera a sí mismo como programa político, fue el nacionalismo. Hasta el punto de que uno podría defender con bastante convicción que fue la música nacionalista la que engendró la retórica nacionalista y no a la inversa. Con bastante convicción no significa con convicción absoluta: hubo, detrás de la música nacionalista, proyectos de Estado, igual que hubo, en controversia, reacciones antagónicas de nacionalismos que aspiraban a tener su propio Estado. Hasta que el Estado llegara, o tal vez para acelerar su venida, compusieron su música y diseñaron su bandera. Igual que los Estados que ya existían y que aun así, o quizá para no dejar de existir, creaban su propio caparazón mítico, una utopía melódica en la que pudieran reconocerse, con más o menos dificultades, sus ciudadanos/súbditos/colonos.

Sobre ese escenario se construye nuestra percepción de la música popular y sus deberes políticos y hasta metafísicos. Estamos tan habituados a creer eternas las condiciones culturales en que emergimos de la Segunda Guerra Mundial que nos parece increíble que hubiera otros mundos antes que este, pero así es: la música como expresión del espíritu del pueblo, o de la nación, o del Estado, antecedió a la creación y a la irradiación urbi et orbi de la música pop, es cierto, pero tan solo por unos instantes. Nada más. Si la alta cultura burguesa pudo acoger con tal desprecio y hostilidad a la música pop fue tan solo porque ella misma y la estética musical que promovía no eran mucho más antiguas: su poder, la legitimidad que en teoría les brindaba la tradición, pendía del hilo finísimo de una tradición de hacía dos días. Las condiciones tecnológicas que permitieron a la música pop ser verdaderamente popular y trascender las fronteras de la verbena y el prostíbulo, a saber, el fonógrafo y la radio, se dieron muy poco después de que surgiera la primera generación de músicos con un programa nacionalista y un horizonte de aspiraciones políticas perfectamente definido. La mayoría de ellos llegaron a convivir con aquellos inventos y a medir sus fuerzas con los éxitos del teatro de variedades. No es de extrañar que intentaran trasladar a las nuevas condiciones de difusión musical las mismas relaciones de jerarquía y distancia social que caracterizaban a la música en vivo: reservaban los teatros para la ópera y los conciertos, relegando a los cafés cantantes las coplas y tonadillas populares. En el mejor de los casos, la partitura de un aria de ópera se volvía popular entre las clases subalternas, o bien un cantar popular servía de modelo para introducir una nota de color local en alguna trama operística, pero las aguas no se mezclaban. Y así tenía que seguir siendo por más que la radio y los discos de pizarra complicaran las cosas.

No funcionó, naturalmente. La coctelera sónica que sacudió el mundo industrializado entre las dos guerras mundiales mezcló y niveló las alturas académicas del nacionalismo sinfónico con las efusiones más o menos espontáneas de las clases subalternas, concebidas ahora como “pueblo”. Con desdén no exento de orgullo, los músicos más comprometidos con los éxtasis patrióticos observaban a ese pueblo vibrar con unos compases escritos para el disfrute de las clases cultivadas. Los más displicentes en seguida huyeron de ese programa interclasista para refugiarse en las heladas cumbres de la experimentación formal. Las vanguardias europeas no solo buscaban escandalizar al burgués, sino también despojar a la música de toda connotación popular y nacional. Con ello renunciaban a ser inteligibles. Y a ser divertidas. ¿Renunciaban también a ser revolucionarias?

Sigamos apostando: ¿fue el lenguaje de las vanguardias el que alentó ese maridaje entre experimentación formal y desdén por la cultura popular que encontramos casi intacto en la crítica musical de nuestros días? Es una hipótesis que no podemos desdeñar en absoluto. Aunque no podamos confirmarla, quizá la historia nos indique si estamos excavando en la dirección correcta.

Pongamos proa al verano de 1950. Theodor W. Adorno llega a Darmstadt para participar en los Cursos Internacionales de Verano para la Nueva Música (Internationale Ferienkurse für neue Musik). Es la quinta edición de esos encuentros y quizá la primera que puede calificarse verdaderamente de “internacional”. El fundador de los cursos, Wolfgang Steinecke, ha sido contratado por la administración militar estadounidense en 1945 con el rango de consejero y ese dato nos permite enmarcar la celebración de esas jornadas musicales anuales en un programa de desnazificación de la cultura alemana que, no obstante, ya nacía bajo el signo de la improvisación: Steinecke había sido declarado libre de toda sospecha de colaboracionismo a pesar de que su pasado no habría resistido un examen mínimamente riguroso. En cualquier caso, tampoco es que durante las primeras ediciones de los cursos hubiera mostrado mucho interés por la “nueva música” de la que Adorno se consideraba a sí mismo abanderado y referente teórico.

La música como expresión del espíritu del pueblo, o de la nación, o del Estado, antecedió a la creación y a la irradiación urbi et orbi de la música pop

La nueva música que promovían los cursos era nueva, sencillamente, porque era contemporánea: los cursos nacían sin una orientación programática definida. Nada que ver con la “escuela de Darmstadt” que se formará allí durante los años cincuenta. La llegada de Adorno en 1950 puede considerarse como una especie de parteaguas: a partir de entonces, Darmstadt será sinónimo de acaloradas discusiones sobre música y modernidad, música y progreso, música y tecnología, pero muy poco sobre música y política. El propio Adorno se felicitaba del poco interés de los alemanes de posguerra por la política, aunque recelaba de su súbito interés por la cultura.

Adorno era un hombre con una misión: despojar a la música alemana de toda adherencia nacionalista y popular. Esa minúscula conjunción copulativa es importantísima: la estética musical adorniana hace que ambos calificativos converjan hasta detenerse exactamente en el mismo punto donde la vulgarización del nacionalismo sinfónico había mezclado sus aspiraciones con las de la música popular gracias a la radio y los discos. Entiende Adorno que, en la misma medida en que la música nacionalista es aquella que exalta, de un modo un otro, las pasiones patrióticas, las efusiones de amor hacia la nación entendida como organismo colectivo, esa música no puede ser del gusto de las elites educadas, cuyo oído está formado en la escucha atenta y experta de obras musicales desprovistas de apasionamiento y sensiblería. Será, pues, algo cercano al pueblo en tanto que el pueblo, a diferencia de las elites, solo le pide a la música que le divierta. Que sea entretenida, que conmueva, que se pueda bailar, que apele al corazón o a las tripas. Música visceral, de acuerdo con el surtido de metáforas más habitual en estos casos. Una música que llega al corazón, que sale de las entrañas. Adorno no quiere saber nada de eso.

A todo esto, ¿qué es el pueblo? Es una pregunta incómoda para un presunto marxista como Adorno, por mucho que uno recurra a la teoría de la alienación. El pueblo es una construcción ideológica que abarca, por descontado, a las clases verdaderamente populares, a los que viven por sus manos (al demos: trabajadores y campesinos), pero que no por ello deja de incluir también a la burguesía y no solo eso, sino que, en la medida en que la alienación de las masas consiste en percibir su posición social de manera distorsionada, identificándose con la sensibilidad y los intereses de las clases dominantes, el gusto popular acaba siendo, con más frecuencia de lo esperable, el gusto burgués. La sensibilidad burguesa. Y así, si una burguesía nacionalista produce música nacionalista, aprovechándose de materiales musicales y narrativos ya presentes en las formas de cultura y entretenimiento de las clases subalternas, esa música no tardará en devenir popular, del mismo modo que la música que nace de las capas más miserables de la sociedad puede convertirse en mercancía cultural si toca el corazón de la burguesía. En la medida en que el gusto burgués al que responde la música de Wagner obedece a las mismas pulsiones irracionales que se expresan en el jazz, lo nacional-wagneriano y lo popular-jazzístico pueden converger y compartir un público. La música concebida, compuesta y ejecutada para halagar y adular los gustos de ese público se llama Gebrauchsmusik, es música de usar y tirar, y es detestable.

La nueva música que promovían los cursos era nueva. La llegada de Adorno en 1950 puede considerarse como una especie de parteaguas

Hasta aquí, Adorno. Que debería importarnos lo justo, ni más ni menos. Su influencia en la creación musical europea de posguerra es limitada, aunque notable, sobre todo por su papel de transmisor de aquel prejuicio de entreguerras que hizo de las vanguardias un foco de elitismo. Fracasará en su intento de imponer una estética musical basada en los postulados del dodecafonismo, contestados y superados por el serialismo de los asistentes a los Cursos de Darmstadt a lo largo de la década de 1950. Un serialismo no menos elitista y beligerante con la Gebrauchsmusik. Pero no solo en Darmstadt: tampoco en Colonia son muy amigos de la música popular los jóvenes investigadores que desde 1951 se reúnen en los estudios de la WDR (Westdeutscher Rundfunk), el primer laboratorio de música electrónica de la Europa de posguerra, pilotado por Werner Meyer-Eppler y Herbert Eimert y al que se sumará en 1953 Karlheinz Stockhausen, que llegará a ser su director en 1963. Al igual que en Darmstadt, buscan escapar de la estética romántica y populista que había dominado la música alemana de entreguerras y que, a juicio de Adorno, reflejaba “ese irracionalismo propio de las concepciones del mundo que desde el siglo XIX tan íntimamente se ha vinculado con las tendencias represivas y violentas de la sociedad”. Pero en los experimentos de Stockhausen y sus compañeros puede rastrearse la misma fascinación por la técnica que el nazismo había celebrado en virtud de su capacidad para aplastar al individuo bajo toneladas de maquinaria pesada. El Estado era un rodillo militar e industrial, y, si bien había sido derrotado en el campo de batalla, sus ecos podían aún sintonizarse gracias a los osciloscopios y las cintas electromagnéticas de los compositores de vanguardia.

La Alemania de posguerra camina a pleno día como una criatura que da sus primeros pasos bajo la supervisión de un adulto (o de una pareja de adultos: Estados Unidos y la Unión Soviética). Pero no ha tenido tiempo aún de exorcizar los demonios de su pasado reciente. La elaboración simbólica de esa herida utiliza materiales que toma prestados de la tradición romántica. Oigamos, por ejemplo, a Novalis:

“Todavía despiertas, viva Luz, al cansado y le llamas al trabajo; me infundes alegre vida, pero tu seducción no es capaz de sacarme del musgoso monumento del recuerdo. Con placer moveré mis manos laboriosas, miraré a todas partes donde tú me llames, iré en pos incansable del hermoso entramado de tus obras de arte, contemplaré la sabia andadura de tu inmenso y luciente reloj, escudriñaré el equilibrio de fuerzas que rigen el maravilloso juego de espacios innúmeros con sus tiempos, pero mi corazón permanece fiel a la Noche, y fiel a su hijo, el amor creador”.

Fiel a la Noche y al “musgoso monumento del recuerdo”, por más que aparente vivir y trabajar alegremente a la luz del día: el terreno del arte es el ámbito irracional del sueño, lejos de los escrúpulos de conciencia y los dilemas morales, más allá del bien y del mal. Es lo que le explica el diablo al compositor Adrian Leverkühn en Doktor Faustus, la novela de Thomas Mann que contó con Adorno como consultor para algunas cuestiones musicales: “El artista es el hermano del criminal y del demente”. Y es el contexto en el que hay que situar las declaraciones de Stockhausen sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York: “Lo que ha ocurrido es la mayor obra de arte de todos los tiempos”.

1965. Dylan se presenta en el Festival Folk de Newport con una banda de rock. Que decidiera acompañarse con una guitarra eléctrica se interpretó como una afrenta al mundo folk

Cuando, a finales de los años sesenta, una nueva generación de músicos alemanes, fascinada a partes iguales por las ideas de la extrema izquierda y el rock anglosajón de vanguardia, comience a producir esa variedad de música pop que fuera de Alemania conocemos como krautrock, no dejará de oírse en sus creaciones el rumor lejano de las máquinas de Stockhausen, el latido demoníaco del romanticismo alemán, la atracción por el abismo que ven abrirse a los pies del milagro económico alemán. Algunos evolucionarán hacia la construcción de un nuevo folklore industrial que tendrá en Kraftwerk su buque insignia y desembocará en la escena techno de Berlín. Otros, precisamente los primeros espadas de la escena berlinesa, trasvasarán parte de sus conocimientos y estrategias a la elaboración de una música ambiental populista y de consumo, pero en absoluto bailable ni identificable con tradición nacional alguna: el muzak. Finalmente, los restos de la primera oleada del rock alemán de vanguardia se verán abocados a sobrevivir fabricando las bandas sonoras del nuevo cine alemán, pero entre medias algunos sucumbirán a la atracción del misticismo y la contracultura de origen estadounidense, anticapitalista en sus declaraciones pero completamente ineficaz en sus aspiraciones a transformar la sociedad.

Avancemos hasta 1965. Bob Dylan se presenta en el Festival Folk de Newport con una banda de rock a sus espaldas: tres músicos de la Paul Butterfield Blues Band (Mike Bloomfield, Jerome Arnold y Sam Lay), más Al Kooper y Barry Goldberg. Que Dylan decidiera acompañarse con una guitarra eléctrica, en lugar de la guitarra acústica con la que había triunfado en anteriores ediciones del festival, fue interpretado como una afrenta al mundo folk que le había abierto sus puertas como heredero y sucesor de Woody Guthrie. Un verdadero escándalo.

Corremos el riesgo de leer el incidente de Newport como la reacción desproporcionada de un grupo conservador ante la irrupción de un elemento vanguardista y revolucionario. Nada más lejos de la realidad: lo que ocurrió en Newport fue que la vanguardia de la música comprometida con el cambio político y la pureza de ideas se vio confrontada con lo chabacano, lo bailable, lo divertido: la Gebrauchsmusik, encarnada ahora en el rock and roll. En How the Beatles destroyed rock'n'roll, Elijah Wald recuerda que, en los Estados Unidos de mediados de los sesenta, el folk había desplazado a la música clásica en el favor del público universitario y se consideraba que lo verdaderamente progresista, la auténtica música de vanguardia, era la que interpretaban cantantes como Peter, Paul & Mary, en cuyo primer álbum (1962) se advertía al comprador que aquellas canciones exigían su completa atención. “No dancing, please”. Para bailar ya estaba el rock and roll.

¿Cómo casa esto con el hecho de que aquellas canciones que entusiasmaban a los jóvenes folkies estadounidenses fuesen baladas tradicionales de la clase trabajadora americana, reminiscencias en muchos casos del folklore europeo que sus antepasados habían traído consigo? Se suponía que aquella era la voz del pueblo, pura y auténtica, despojada del kitsch y la hipocresía filistea de la burguesía financiera e industrial que gobernaba el país. Pero habían conseguido, de algún modo, suprimir el elemento festivo de aquella música popular, neutralizar sus aspectos más lúdicos y emocionales. Al igual que ocurrirá diez o quince años más tarde con el movimiento punk, y veinticinco o treinta años después con el grunge, en el folk estadounidense de los años sesenta hay una actitud hostil hacia la música pop entendida como música de baile para las masas alienadas, las cuales, quizá no por casualidad, estaban compuestas por gentes afrodescendientes.

Cabe interpretar el movimiento folk como una reacción blanca a la música de baile negra de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta (con el rock and roll como primer analogado de ese pop bailable que desembocará en el sonido Motown y en el soul), igual que el punk puede leerse como una reacción blanca a la música disco negra y el grunge como una reacción blanca al hip hop y el rhythm and blues de las clases medias afrodescendientes de finales de los ochenta. No es lo único que comparten esos tres movimientos, también hay una misma actitud integrista de vuelta a los orígenes, de preferencia por lo auténtico, lo espontáneo, el concierto antes que el estudio de grabación y, si hay grabación, que recuerde lo más posible al sonido directo, sin manipular, sin virguerías. Que todo eso tenga que estar reñido con el baile y el placer es algo que recuerda a la actitud de Adorno frente a la diversión y la cultura de masas, el eco de las palabras que Adorno y Horkheimer cincelaron en su Dialéctica de la Ilustración al lado de su descripción de la Gebrauchsmusik: “Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor incluso allí donde es mostrado. En la base de la diversión está la impotencia”. Quizá la salida auténticamente revolucionaria para nuestro problema sea concebir una música que, en lugar de placer, genere dolor. Algún ejemplo ha habido, pero lo dejaremos para otro artículo.

¿Desde cuándo le pedimos a la música que lo arregle todo? Parece una pretensión, aparte de disparatada, bastante reciente. Moderna, pero no demasiado; ni tan joven que podamos datarla con precisión a la sombra de alguna moda aún no olvidada; ni tan lejana en el tiempo que los registros escritos no hayan...

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