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Esos chicos son como bombas pequeñitas
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Para tipos que no duermen por la noche
Ji ji ji, Patricio Rey y los Redonditos de Ricota
“¿Ya se podrá comprar? ¿Mirá si tomo hoy y justo es la misma falopa?” Mi amigo T. no se anima a llamar al transa (el camello, si la necesidad surge en España). Ya pasaron varios días desde que explotaron los cuerpos de unas 200 personas en la provincia de Buenos Aires. Hasta ahora son 24 las personas muertas, aunque todavía hay 50 internados, algunos en estado crítico en terapia intensiva. Todas por consumir cocaína. ¿Sobredosis masiva? No, envenenamiento por mezcla con opioides. La droga es veneno, dice siempre la tía Mabel. Para ella, cocaína envenenada es una redundancia. En la década de los 90s, el gobierno argentino lanzó campañas publicitarias para demonizar el consumo de marihuana y el de cocaína. Peor, para criminalizar y enfermatizar a los consumidores. O eras un delincuente o un enfermo; ambos caminos tenían –tienen– el mismo destino: el encierro. Como en la cárcel, la población que sufre las consecuencias de la droga mal cortada es la misma. Por edad y por clase social. Pobres y jóvenes. Salvo una persona de 47 años, el resto de los 24 muertos tenía entre 20 y 33 años. Todos habitantes de las villas miserias del noroeste de la provincia de Buenos Aires.
Verano en Argentina. El médico de un hospital anuncia la primera masacre del año. Lo dice así, con sabiduría mecánica, industrial. “Las personas que entran afectadas no lo hacen con excitación psicomotriz. Todo lo contrario, lo hacen con depresión del sensorio”. Una chica que trabaja en el mismo hospital lo traduce: “Llegan como zombis”. Se sabe, aunque se muevan, los zombis ya están muertos. La mayoría de los fallecidos y de los que permanecen internados eran, son, pobres. Pobres de la pobreza más feroz. La que condena a muerte antes de matar. Condenados de la tierra ya no. Condenados a la peor cocaína. No es la primera vez que la ingesta de cocaína termina en tragedia ni la primera vez que, ante la presión pública, la policía encuentra repentinamente el escondite de los narcos.
Es la primera vez que el Estado –este Estado, el argentino– aconseja públicamente sobre el consumo de cocaína y, en función de que sea menos dañino, recomienda que la gente que haya comprado cocaína en las últimas 24 horas la tire a la basura. “Que la descarten”, pidió el secretario de seguridad bonaerense. Es, también, la primera vez que un funcionario público interviene para, de alguna manera, regular el consumo. Una regulación efímera, puntual pero efectiva para que la lista de muertos no siguiera en aumento. La masacre de Puerta 8 –la villa donde se ubica la boca de expendio de la droga adulterada– azuzó la necesidad de que el Estado controle el consumo de la cocaína y del resto de las sustancias ilegales. De que el Estado, en definitiva, sea responsable de una actividad tan real como ilegal, que atenta contra la salud pública. El subtexto del funcionario “sigan tomando, pero descarten la última que compraron” podría leerse, también, como la primera medida de reducción de daños en un país donde cerca de un millón de personas consumen cocaína al año. Curiosamente, apenas comenzaron a multiplicarse los muertos en esos hospitales y la noticia se replicaba en todas los medios de comunicación, la policía bonaerense –que depende de ese mismo secretario de seguridad– encontró el búnker de los narcos en tiempo récord. Los funcionarios judiciales dijeron enseguida que por supuesto, que ya estaban a punto de apresarlo, que lo tenían en la mirilla.
Es martes por la noche y con mi amigo T. pedimos otra ronda más del mismo whisky. Estamos en un bar de Palermo, uno de los barrios más cool de Buenos Aires. Mi amigo T. está inquieto. Con todo el lío de la cocaína adulterada le agarró miedo y no estuvo tomando. Ahora hace cuentas mentales. “Ya pasó como una semana y no hay más muertos. Ya no debería haber riesgo”. La lógica parece correcta. Los días le cierran. Pero el miedo no se va. “¿Nos venderán la misma droga a nosotros?”
Un artículo del periodista Emilio Ruchansky –autor del libro Un Mundo con drogas– consigna datos sobre la relación cárceles-sustancias ilegales. Según el Ministerio de Justicia de la Nación hasta septiembre de 2020 había 11.486 personas detenidas en el Servicio Penitenciario Federal. Casi el 38 por ciento estaba por delitos de drogas: 4.298 personas. Más de la mitad de ellas sin condena. Todas detenidas con el cumplimiento de la ley de drogas número 23.737. Ruchansky señala un detalle. “Lo llamativo es que (en el informe) haya solo 6 policías, 3 empresarios y un contador cumpliendo condena intramuros”. La justicia castiga siempre a los mismos. Otra vez, cárcel o muerte.
En la mesa de Palermo, mientras se multiplican los whiskies, mi amigo T. continúa con las cavilaciones. Busca algún parámetro, algún lugar fijo de donde sostener la decisión. Un amigo suyo interrumpe en la mesa. Apenas se sienta volvemos a la masacre de Puerta 8. Discutimos las teorías que aparecen en los diarios. ¿Peleas entre bandas narcos o simplemente un error al rebajar la droga? Ninguna cierra. No importa. Lo importante: “¿Llamamos?”. Mi amigo T. repite que tiene miedo, que no sabe qué hacer. “Pidamos boludo, no te preocupes que yo estos días no dejé de tomar y acá estoy”, dice su amigo. Los miro conversar, entre los dos se combustionan coraje.
– ¿Pero es buena la que conseguís?
– No, es bastante mala.
– Dale, pedí.
En América Latina sólo hay un proyecto para sacarle el control de la cocaína a los narcos y es en Colombia, donde en abril del año pasado el Senado aprobó la primera instancia del proyecto Coca Regulada. La propuesta del senador Iván Marulanda busca que el Estado sea el encargado de regular la producción y comercialización y consumo de la hoja de coca. Entre otras cosas el proyecto prevé, incluso, el uso recreativo de la cocaína acotada a determinados estudios, seguimientos y demás controles sobre los consumidores.
La década de los 80s en Estados Unidos terminaba con un pico histórico de consumo de crack y un alza del consumo de cocaína que nunca más se detendría. Rápida de reflejos, la Organización Mundial de la Salud motorizó un estudio ambicioso que buscaba dar respuestas a todo el ciclo productivo; desde la hoja de coca, la pasta base, el crack, hasta el clorhidrato de cocaína. El trabajo de campo comenzó en 1990 y terminó en 1995, después de relevar información por distintas zonas de consumo y producción, desde Bolivia hasta Nueva York. Proyecto Cocaína es, hasta el momento, el mayor estudio sobre el tema en el mundo. “La OMS nunca lo publicó”, cuenta Ruchansky en su libro.
La pregunta no es –a este punto– si se controla o no el negocio de la cocaína. La pregunta es quién lo hace. O regula el Estado o –como en la actualidad– lo hace el mercado (ilegal) dirigido por empresarios que compran y venden y revenden al público un producto sin garantía; un producto sin devolución por fallas de origen y la atención al cliente en la Unidad de Emergencias. Y como sucede con cualquier pieza del ensamblaje capitalista, cuando regula el mercado los que terminan triturados son los pobres y los desclasados. La masacre de Puerta 8 –que por cantidad de muertos ya se ubica en top 10 de la historia argentina– es, para este mercado, apenas un producto a sacar de circulación para que el narco outlet siga funcionando, 24/7, al mejor precio.
A la mañana siguiente del whisky y la coca, mi amigo T. me despertó con un mensaje de Whatsapp que decía: “Estoy impecable. Me voy a trabajar”.
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