Mitos
Bajo este sol tremendo
Si la ‘Ilíada’ y la ‘Odisea’ construyeron los relatos fundacionales de la Antigua Grecia, Maradona no es, entonces, un ser mítico. Maradona es Homero y su fútbol sólo un relato más dentro de una fábula fundacional
Emiliano Gullo 22/11/2021
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Borges pasa sus últimos días encerrado en su casa de Ginebra. Hace años que está ciego y ahora está casi sordo. Le cuesta escribir. En todo lo asiste María Kodama, secretaria y esposa reciente. Es junio de 1986. Llegó a la ciudad suiza para morirse. A unos doscientos kilómetros de ahí, en Zurich, las oficinas de la FIFA están más vacías que de costumbre. El presidente Joao Havelange y el resto de los dirigentes trabajan en la Ciudad de México porque en breve van a cerrar un nuevo mundial. A Borges le van a faltar cinco meses para cumplir 87 años y 15 días para ver a Diego Maradona como campeón del mundo con la Selección Argentina. Aunque nada le importe menos que el fútbol. Aunque nada le moleste más que ese nombre con el que los periodistas suizos le taladran la cabeza. “No sé quién es. No lo conozco”. Ese nombre que golpea los oídos de Jorge Luis Borges, el más anglófilo de los argentinos, fortaleza de una elite que resiste. El 29 de junio de 1986, cuando termine la final contra Alemania, Diego Maradona va a abrir la puerta de una nueva dimensión. Una dimensión inédita de sentidos en la que el fútbol será, en un punto, una excusa, apenas una anécdota para sacudir al mundo.
La selección argentina llega a México el 5 de mayo de 1986. Los pronósticos no son auspiciosos. El equipo juega pésimo. Diego, recién recuperado de una lesión en la rodilla, carga la mochila de la promesa incumplida. El Barcelona, donde llegó como refuerzo estrella, se lo acaba de sacar de encima. Todavía no ganó con la Selección ni con el Nápoli, su club actual. Sin apoyo unánime en Argentina. Con una selección que despierta más dudas que esperanzas. “Estamos solos, completamente solos”, le cuenta a El Gráfico en mayo del 86 después de perder 1 a 0 contra Noruega y de ganar 7 a 2 contra Israel. A finales de ese mes se instalarán en el complejo deportivo de América de México. Lo que está sucediendo lo entenderemos muchos años después. La máquina afectiva de Diego ya tiene el combustible que necesita: otra vez al barro. Otra vez al piso. Otra vez un excluido. Como si necesitara volver, aunque sea por un rato, a su Villa Fiorito para redimirse. Una forma maradoniana de no olvidar.
A Borges le van a faltar cinco meses para cumplir 87 años y 15 días para ver a Diego como campeón del mundo con la Selección Argentina
Muchos años después también entenderemos esto: si no es la circunstancia, será él mismo quien se arroje a lo más hondo para resurgir, para vengar. ¿Pero ahora, quién si no Maradona va a rescatar a ese equipo condenado sin juicio, castigado por una clasificación milagrosa, lejos de la candidatura y las luces de campeón?
Acá, en México, bajo este sol tremendo, está naciendo Maradona. Y mientras tanto, Borges se muere. Como si fuese una de esas series alemanas que juegan con las temporalidades y los espacios, Maradona y Borges se cruzan al mismo tiempo. O, mejor dicho, en el tiempo. Por esas extrañas razones del universo, pareciera que la llegada de uno implicase la necesaria partida del otro.
Después de una gira por Italia a fines de 1985, Borges elige la ciudad de Ginebra para morir. Una ciudad de Suiza, núcleo de la Europa más cara, central bancaria del mundo, paraíso de la evasión fiscal de los más ricos. Elegida, también, por las organizaciones internacionales del Trabajo, de la Salud, y del Comercio, entre otras. Y por la FIFA, claro. Borges, entonces, morirá el 14 de junio, acompañado por Kodama, el escritor Héctor Bianciotti y un francés, Jean Pierre Bernés, a quien le ha confesado –semanas antes- la inminencia de su muerte. “Ha llegado. Está aquí”, le dice. En México, el campeonato del mundo va por la segunda fase. En Ginebra, el escritor argentino consume sus últimos minutos de vida recitando el Padre Nuestro en inglés antiguo primero, en inglés moderno, y en francés. Y finalmente en español, por las dudas, va a contar Bioy Casares en su libro Borges.
Exactamente el mismo día, un 14 de junio pero cuatro años antes –mientras empezaba el Mundial España 82– el gobierno de la dictadura argentina se rendía ante los ingleses en la Guerra de Malvinas. Diego se iba del campeonato en silencio, expulsado por una patada y la selección argentina, la campeona vigente, se desarmaba en un fracaso. Diego, barba tupida, cabeza gacha, impotente, en silencio. Un Diego en mute.La decepción era total en un país con desaparecidos, en dictadura y, desde esa guerra, con 650 muertos en un combate tan injusto como desigual.
“La idea de que haya uno que gane y que el otro pierda me parece esencialmente desagradable. Hay una idea de supremacía, de poder, que me parece horrible”. Curiosamente, Borges no se refería a la guerra sino al fútbol, al que detestaba por ser un deporte popular. Era –es– imposible pensar el partido de Argentina contra Inglaterra sin que esa idea de supremacía y de poder no estuviera atravesada por la Guerra de Malvinas, donde la única supremacía era la británica. Diego y sus compañeros lo tienen claro. Pero no sólo ellos. El diario mexicano Excélsior tituló por esos días: “No se pierdan el domingo 22 la segunda versión de la guerra de las Malvinas”. En su autobiografía Soy El Diego de la gente, publicada en el año 2000, Maradona regresa sobre ese partido. “Fue nuestra forma de recuperar Las Malvinas”.
Porque es en ese partido por los Cuartos de Final en donde Diego rompe por primera vez la cuarta pared del fútbol televisado. El partido donde la transformación ya no tendrá vuelta atrás. Un hecho político sintetizado en dos acciones. Dos movimientos de un mismo ejercicio. El primero, el robo a la corona, el gol pirateado. Después,, el gol más maravilloso; reverso impreso en belleza y legalidad, un ballet clásico de salones y aristocracias. El partido de Maradona es, quizá, el más inglés de su historia. Pirateo y belleza para el nacimiento de un nuevo imperio, hecho de tierra, chapa y madera.
Mientras Borges se apaga en Ginebra, la dimensión Maradona se alza en México DF, la ciudad construida sobre las ruinas mexico-aztecas de Tenochtitlan; la capital de esa civilización aplastada –sepultada– por el imperio español. Ahí arriba, montado sobre las espaldas de un hombre cualquiera en el Estadio Azteca, Maradona no levanta una copa. Levanta una civilización entera. Los indios, los pobres, Tenochtitlan. Villa Fiorito. Conquistados y oprimidos perforan el empedrado del olvido. El oro de nuevo en manos del indio, del indio Maradona; desde ese momento la fuerza más viva en la tierra, capaz de poner en riesgo el status quo por donde camine. O, mejor, por donde hable. En el post partido contra Inglaterra, la celebración argentina va a tener un costado gris, un frente abierto por donde pueden entrar, otra vez, todos los cuestionamientos. El gol fue con la mano. La transmisión de la tele es implacable con esa jugada. Peter Shilton llegaba tranquilo a la pelota y, justo en ese instante, se ve a Maradona saltando con la mano en alto como un voleibolista sobre la red. Castigado por la prensa internacional –más ocupada de la ética que de la belleza–, Diego parece acorralado. El mundo se entera de que, para Maradona, la pelota es una excusa. Y de que su gambeta no termina en el minuto 90.
Ahí arriba, montado sobre las espaldas de un hombre cualquiera en el Estadio Azteca, Maradona no levanta una copa. Levanta una civilización entera
“Lo juro por lo que más quieras: salté junto a Shilton pero le di con la cabeza. Lo que pasa es que se vio el puño del arquero y por eso la confusión. Pero fue de cabeza, no tengan ninguna duda. Si hasta me quedó un chichón en la frente. Lo hice con la cabeza de Maradona pero con la mano de Dios”.
Como si fuese una antigua maldición de Moctezuma, la dimensión Maradona avanza desde América Latina hacia Europa para vengar a los Tenochtitlan, a los Fiorito, a los sures de Italia. A los caídos. El reinado sobre Nápoles era sólo una estación.
Del otro lado del océano, dios no salvó a la reina ni al pueblo inglés. Consolidada con la victoria sobre Malvinas, la conservadora primera ministra Margaret Thatcher profundiza su política económica neoliberal: la flexibilización del mercado laboral, privatización de las empresas públicas, ofensiva (y victoria) contra los sindicatos, beneficios al sector financiero. Será el modelo económico que ordene al mundo occidental.
Treinta y cinco años después de la victoria de Maradona sobre los ingleses, cientos de hinchas escoceses avanzan amuchados sobre el andén de una parada de subte en Londres. Van camino a Wembley, donde Escocia va a jugar contra Inglaterra por la Eurocopa 2021. De pronto, un hincha extiende una bandera azul con la cruz blanca. El resto levanta los brazos y explotan en una canción con Maradona como protagonista, un canto de guerra que arrastra mil años de enfrentamientos.
Oh, Diego Maradona,
You put your left hand in and you shake it all about,
You do the hokey cokey and you score a goal,
That's what it's all about,
Oh, Diego Maradona,
He put the English out out out out!
***
Las antiguas civilizaciones occidentales explican sus orígenes con mitos, relatos que describen y cuentan historias con personajes sobrenaturales, combo de mucha fantasía y algunos elementos reales. Es decir, los mitos existen en tanto relato que crea los cimientos de nuevas civilizaciones. El grado cero. Los relatos mitológicos no sólo son importantes en la cultura popular sino que son fundacionales en la construcción de las identidades de esas civilizaciones. Rómulo y Remo, hermanos hambrientos y huérfanos, fueron amamantados por una loba y fundaron Roma. O como en la Antigua Grecia, de la que todos somos descendientes, como le gustaba decir a Borges. Maradona, más parecido a un poeta de los infiernos de Dante que a un dios, está lejos de convertirse en una figura mitológica. Maradona encuentra en México su tierra prometida, donde la sublevación le va a ganar a la moral; la belleza al miedo, la épica a la desconfianza.
Para Borges el fútbol es popular porque –decía– la estupidez es popular. La vida de Maradona parece responderle que, al final, el fútbol solamente es una –otra– excusa para conmover. Una estrategia para llevar una vida política mientras se hace otra cosa, como el ilusionista callejero que intercambia los vasos y hace perder de vista la pelotita. ¿No buscaba lo mismo Borges con sus cuentos? En Borges la literatura. En Maradona, el fútbol. Ambos disputan la construcción de sentido; esa interpretación de la realidad que plastifica los hechos como realidad. ¿A quién le importa hoy si es verdad que Maradona hizo el primer gol contra los ingleses con la mano? ¿Hubiera sido lo mismo si no hubiese (re)significado esa jugada con el comentario a posteriori de “fue la mano de Dios? Si la Ilíada y la Odisea construyeron los relatos fundacionales de la Antigua Grecia, Maradona no es, entonces, un ser mítico. Maradona es Homero y su fútbol sólo un relato más dentro de una fábula fundacional. La suya. La nuestra.
Borges pasa sus últimos días encerrado en su casa de Ginebra. Hace años que está ciego y ahora está casi sordo. Le cuesta escribir. En todo lo asiste María Kodama, secretaria y esposa reciente. Es junio de 1986. Llegó a la ciudad suiza para morirse. A unos doscientos kilómetros de ahí, en Zurich, las oficinas de...
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