Historia de un fracaso
La resaca del Plan Colombia
La guerra contra las drogas, promovida por EE.UU. y las élites colombianas, solo ha logrado fortalecer el narcotráfico y la militarización del país. Acabar con la violencia requiere un profundo cambio de mentalidad
Eduardo Giordano 14/12/2020
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Colombia compite desde hace varias décadas con México por encabezar el ranking de criminalidad organizada en América Latina, dada la gran implantación en ambos países de grupos mafiosos vinculados al narcotráfico y con amplias ramificaciones en las estructuras del Estado. Su influencia es notoria y avasalladora en instituciones políticas, judiciales y en las fuerzas de seguridad. Ambos países sufren con igual intensidad el flagelo de las bandas paramilitares, financiadas por narcotraficantes que corrompen toda la estructura estatal hasta llegar a las cúpulas militares.
México y Colombia también son rehenes de la estrategia antinarcóticos de Estados Unidos y de la intervención directa de los agentes de la DEA, la Administración de Control de Drogas estadounidense, que actúan con una clara agenda política. Este es un instrumento que permite controlar política y militarmente el territorio y en particular las áreas rurales, en las que casi nunca se ha cumplido el compromiso estatal de promover la sustitución de cultivos. La coca sigue siendo el sembrado de subsistencia para muchas familias campesinas que rechazan su erradicación forzosa.
A comienzos de este siglo XXI, la “guerra contra el narcotráfico” vino a sustituir en América Latina a la desfasada ideología de la “guerra fría”, mientras que en otros espacios geográficos se puso el acento en la “guerra contra el enemigo islámico”.
Al inicio del Plan Colombia, en 2000, el gobierno de Andrés Pastrana cedió a Washington varias bases militares
Con el argumento de la lucha contra el narcotráfico, Colombia firmó convenios de cooperación militar con Estados Unidos que supusieron la mayor inversión de este país en el hemisferio. Al inicio del Plan Colombia, en 2000, el gobierno de Andrés Pastrana cedió a Washington varias bases militares, y los acuerdos se reforzaron en 2009 bajo la presidencia de Uribe. Las instalaciones se distribuyen territorialmente de norte a sur por toda la geografía del país, y una de ellas se sitúa en la misma frontera con Venezuela. Los sucesivos gobiernos de Colombia, desde entonces uribistas, pretenden ocultar la existencia de bases militares y en su lugar hablan de “acuerdos militares bilaterales”.
Por otra parte, no hay que olvidar que en la agenda de la Casa Blanca siempre está latente una amenaza de invasión a Venezuela. El presidente Iván Duque respalda abiertamente la opción belicista de cambio de régimen, además de reconocer y apoyar al autoproclamado Juan Guaidó como presidente del país vecino. El informe de la ONU sobre violaciones de los derechos humanos en Venezuela, sin ninguna evaluación comparable para el caso manifiestamente más grave de Colombia, alimenta la paradoja de que el gobierno de Duque pueda presentarse como defensor de los derechos humanos de sus vecinos en el frente externo.
Antecedentes: el ‘Proceso 8000’
El cambio de enfoque del intervencionismo norteamericano se produjo con el final de la Guerra Fría, cuando era del todo improcedente, bajo el gobierno de Bill Clinton, enviar tropas para luchar contra el comunismo en América Latina. El acento se puso en la “guerra contra las drogas”, pero el combate real se libraba contra las mismas guerrillas de izquierda, argumentando que estas se financiaban con el tráfico de estupefacientes y que se habían convertido en “narcoguerrillas”. Así, el Plan Colombia se puso en marcha bajo el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), en el marco de una estrategia intensiva de internacionalización del conflicto colombiano.
El anterior presidente, Ernesto Samper (1994-1998), fue acusado de financiar su campaña con dinero del narcotráfico y estuvo sometido a investigación desde el comienzo de su mandato. Las pesquisas judiciales relacionaron directamente al equipo directivo de su campaña con el cartel de Cali. Entre los políticos procesados estuvieron altos cargos de su gobierno, como su asesor de campaña y posterior ministro de Defensa, Fernando Botero (hijo del pintor homónimo).
La investigación judicial se conoció como Proceso 8000 y tuvo paralizado al país durante gran parte de su presidencia. Aunque el expresidente Samper fue rescatado de la justicia por el Congreso, que consideró precluido el proceso (finalizado sin sentencia, ni a favor ni en contra), estas imputaciones a un presidente en ejercicio potenciaron la imagen del país como un “narcoestado”. Estados Unidos ‘descertificó’ a Colombia como Estado colaborador en su lucha antidrogas y canceló el visado a su presidente, una medida completamente inusual respecto de un gobierno aliado.
Algunos sectores colombianos vieron en ese momento la oportunidad que esperaban para internacionalizar la guerra contra el narcotráfico, con la excusa de expurgar al Estado de políticos corrompidos por esas mafias. En realidad, se trataba de pertrechar y entrenar al ejército y la policía siguiendo una estrategia de contrainsurgencia diseñada por el Comando Sur del ejército estadounidense.
El fracaso de la erradicación de cultivos
El objetivo explícito del Plan Colombia es la lucha contra las drogas y su estrategia central es la erradicación de cultivos de hojas de coca mediante la fumigación aérea con glifosato. Esta metodología se empleó durante los primeros 15 años del plan, y quedó suspendida en 2015 como consecuencia de las conversaciones de paz del Gobierno de Juan Manuel Santos con las FARC, al final de la administración de Barack Obama. Estados Unidos siempre consideró las fumigaciones aéreas como una parte medular del Plan Colombia y condicionó a ellas su financiación. Ahora, el gobierno de Iván Duque, presionado por la constatación de un aumento imparable de las áreas cultivadas, ha sugerido la posibilidad de volver a fumigar las zonas rurales, desconociendo lo pactado en los Acuerdos de Paz.
La derecha del Centro Democrático, el partido liderado por el expresidente Álvaro Uribe al que pertenece Duque, mantiene un enfoque notoriamente fracasado en la lucha contra las drogas, cuyos esfuerzos se centran en la fumigación por aspersión aérea de cultivos por parte de la policía y el ejército. Esta estrategia implica multiplicar los padecimientos para la población campesina. Las comunidades rurales, así como los firmantes del Acuerdo de Paz, rechazan con firmeza que se vuelva a recurrir al glifosato para erradicar cultivos. Muchos damnificados han presentado demandas, nunca atendidas, contra el Estado por los daños causados a su salud y por la destrucción de sus plantaciones, legales, de subsistencia. Aunque el Estado colombiano rechaza estas acusaciones, recientemente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) admitió por primera vez una demanda por la muerte de una mujer embarazada, previo aborto espontáneo de la criatura, después de haber sido rociada con glifosato en una fumigación de plantaciones de marihuana en 1998.
Este herbicida polémico por su potencial efecto cancerígeno, empleado también en los cultivos transgénicos que utilizan semillas de la multinacional Monsanto (Bayer), contamina el agua, se acumula en el organismo y puede tener graves consecuencias sobre la salud humana a corto y medio plazo. La admisión de la demanda por parte de la CIDH tardó diez años, después de otros diez años de inútil litigio ante los juzgados colombianos. La víctima se llamaba Yaneth Valderrama y era oriunda de Solitá, Caquetá. El 28 de septiembre de 1998 se desvaneció como consecuencia del contacto directo con el veneno fumigado. Antes corrió a buscar refugio, al ver que se acercaba la avioneta policial, pero no llegó a tiempo. A los dos días perdió a su bebé y ella falleció seis meses más tarde. Antes incluso de que se pusiera en marcha el Plan Colombia. Es imposible saber cuántos casos similares se acumulan en los juzgados desde entonces.
La erradicación de cultivos con fumigaciones aéreas no elimina el problema y causa males mayores que los que pretende subsanar. Los cárteles de la droga no descansan en extender los territorios dedicados al cultivo, aprovechando la misérrima situación de la población rural y expulsándola de su tierra con la ayuda de fuerzas paramilitares cuando se oponen a sus planes. El Estado colombiano castiga a la población esparciendo el producto tóxico desde el aire, mientras cede el control del territorio a las bandas criminales.
Un informe de la Comisión de Política de Drogas del Hemisferio Occidental del Congreso estadounidense (WHDPC) considera por primera vez que el Plan Colombia como estrategia para combatir el narcotráfico fue un fracaso. Este informe fue coordinado por el congresista demócrata por Nueva York Eliot Engel, en su carácter de portavoz del Comité de Asuntos Exteriores del Congreso. El informe de esta comisión bipartidaria, en la que también participó Douglas Fraser, un general que fue comandante del Comando Sur, recuerda que desde el 2000 Estados Unidos destinó 10.000 millones de dólares a la ejecución del Plan Colombia, “el programa de ayuda bilateral más grande y de mayor duración en este hemisferio”. El informe no aclara que el costo del Plan Colombia para el Estado colombiano ascendió en los primeros 15 años de aplicación a 131.000 millones de dólares, pero este dato está disponible en una página web de la presidencia de Colombia.
Actualmente están sembradas unas 50.000 hectáreas más de coca que en 2000, al inicio del plan
El documento de 117 páginas no rechaza la erradicación masiva de plantaciones de coca y marihuana, pero asegura que la fumigación aérea no ha servido para reducir la extensión de los cultivos; por el contrario, estos se incrementaron hasta un récord de 212.000 hectáreas en 2019, tras lo que concluye que el Plan Colombia “fue un fracaso en la lucha contra las drogas” ya que este país hoy “es el mayor productor de cocaína del mundo, a pesar de décadas de esfuerzos apoyados por Estados Unidos para erradicar cultivos e interceptar envíos”. Actualmente están sembradas unas 50.000 hectáreas más de coca que en 2000, al inicio del plan, y aunque hubo una curva descendente durante varios años, los cultivos volvieron a dispararse desde mediados de esta última década.
Una de las conclusiones más obvias: “A menos que el Estado pueda proporcionar seguridad tanto física como económica, la historia de la lucha contra el narcotráfico en Colombia demuestra que los agricultores volverán a la coca, a menudo dependiendo de la guerrilla u otros grupos de traficantes”. Como ya hemos dicho, no es nada edificante que el Congreso de los Estados Unidos haya tardado tanto en descubrirlo.
El Plan Colombia fue un fracaso previamente anunciado en la lucha contra las drogas ilegales, pero obtuvo un gran éxito en su verdadero objetivo, encubierto con la pantalla del narcotráfico: entrenar al ejército colombiano para combatir a las guerrillas de las FARC y el ELN, con métodos de contrainsurgencia de manual de la CIA. Hace veinte años, cuando entró en vigor, ya era posible advertir que su misión era “destruir a la guerrilla y extinguir su base social en el campesinado”, un objetivo no declarado por inconfesable. En efecto, ya se veía entonces que el Plan Colombia no pretendía acabar con las tramas de la droga, sino “reconducir los flujos del negocio y redistribuir sus beneficios, mientras se fumiga en silencio a las poblaciones indígenas y campesinas” 1.
Así lo admite ahora la Comisión del Congreso de los Estados Unidos, señalando que a pesar del estrepitoso fracaso en la lucha antinarcóticos, Colombia habría realizado un “gran progreso” en el objetivo de recuperar la seguridad en el país, indicando que el Plan Colombia sí fue un “éxito desde el punto de vista de la lucha contra la insurgencia”.
Añadamos que este plan potenció la presencia de las mafias del narcotráfico vinculadas a grupos paramilitares. Un estudio de investigadores colombianos sobre este tema atribuye la proliferación de estos grupos a “la incapacidad del Estado para ofrecer seguridad a ganaderos, terratenientes y mineros” en un contexto de conflicto armado. Así lo interpretan los tres autores de un texto que explica la ambivalencia del poder estatal frente a estas mafias: “Posteriormente, esas agrupaciones empezaron a ser financiadas por los carteles del narcotráfico y adquirieron un discurso contrainsurgente. De este modo se configuró el fenómeno del paramilitarismo en Colombia, que tuvo un carácter dual para el Estado, como aliado en la lucha contra las guerrillas y como enemigo en el enfrentamiento al narcotráfico” 2.
Más allá de su presencia real, el espantajo del narcotráfico es para el gobierno colombiano la explicación de todas las tragedias que asolan al país. A este fantasmal ‘enemigo’ se acude también para justificar la deforestación que, año tras año, devora las áreas rurales, selváticas y parques naturales. Entre 2016 y 2018 se deforestaron 600.000 hectáreas de selva amazónica colombiana, lo que convierte a Colombia en el segundo país de América –después de Brasil– y cuarto país del mundo por superficie de selva deforestada. Se estima que en 2019 se habría deforestado 180.000 hectáreas consideradas de importante valor ambiental. Según el discurso del presidente Iván Duque y de altos cargos del ejército colombiano, los culpables de la deforestación intencional serían las disidencias de las FARC, que buscarían extender así sus áreas de control territorial, y los clanes organizados del narcotráfico. Como en otros aspectos de la vida política, la militarización del problema es para el gobierno la única forma de abordarlo. Duque lanzó en abril de 2019 la llamada Operación Artemisa, un despliegue militar en los territorios para combatir “la hemorragia deforestadora”. En febrero de este año, ante un nuevo descontrol de los incendios provocados, Duque declaró que “el narcotráfico es el combustible de la deforestación”. El ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, dijo por su parte a la prensa que las disidencias y el narcotráfico estaban “deforestando para sembrar coca”.
Una documentada investigación de la BBC consulta a varias fuentes oficiales y las contrasta con la opinión de los campesinos directamente afectados. Uno de ellos declara: “Artemisa ha dado un tratamiento de guerra a la existencia de campesinos, decomisaron reses, desalojaron a familias completas”. Otro campesino consultado afirma: “Ellos (el Gobierno) dicen que estamos tumbando (árboles) para sembrar coca, que somos apoyados por las disidencias (de las FARC). Pero eso es falso, porque si algún campesino hizo un potrero (deforestó) es para cultivar plátano o yuca. Nos incumplieron el acuerdo de la Habana y ahora quieren que no trabajemos”. Y un tercero añade: “La deforestación no es la coca. Usted puede ver con sus ojos que acá la ganadería y la palma se están extendiendo harto, harto, harto. Los gobernantes de este país son los que están llevando a cabo esta deforestación y la coca es solo una bandera para cometer sus atrocidades”.
En el trasfondo del conflicto hay poderosos intereses económicos, que estarían desplazando la frontera agropecuaria selva adentro
En el trasfondo del conflicto hay poderosos intereses económicos, que estarían desplazando la frontera agropecuaria selva adentro, con los consiguientes desplazamientos de población rural. El congresista Juan Carlos Losada, del Partido Liberal, declaraba a la BBC: “La deforestación se alimenta de los dos grandes gremios que apoyan al partido de gobierno (el Centro Democrático)”, precisando que se trata de los “gremios” de los latifundios ganaderos y de cultivo de la palma africana.
Las críticas contra la política oficial arreciaron cuando se conoció que el Plan Nacional de Desarrollo (PND) del gobierno de Duque planteaba un incremento cero en la tasa de deforestación, es decir, que los incendios afectarían a lo sumo a una superficie anual de 220.000 hectáreas forestales. Manuel Rodríguez, ex ministro de Ambiente en los años noventa, dice con sentido común: “Plantearse esto como una gran meta política es totalmente absurdo”.
El boicot de la DEA al Acuerdo de Paz
Los tentáculos de las organizaciones criminales se extienden hasta el más alto nivel político y actúan solidariamente entre sí, protegiendo sus negocios secretos. En noviembre de 2020 se supo que la DEA y la Fiscalía colombiana se habían negado a entregar información crucial a la Jurisdicción Especial para la Paz: una serie de audios con conversaciones interceptadas, a narcotraficantes colombianos por autoridades estadounidenses, sobre una supuesta participación directa de Óscar Naranjo Trujillo en una operación de tráfico de drogas. Este general, exjefe de la Policía Nacional, fue vicepresidente con Juan Manual Santos entre marzo de 2017 y agosto de 2018. Previamente fue negociador plenipotenciario del gobierno en las negociaciones de paz con las FARC.
El senador Gustavo Petro, de Colombia Humana, expuso en una maratoniana sesión parlamentaria el pasado 26 de noviembre los esfuerzos realizados por autoridades colombianas, en colaboración con la DEA estadounidense, para boicotear el acuerdo de paz. Petro documentó con audios irrefutables la participación del anterior fiscal general Néstor Humberto Martínez en la falsificación de pruebas de un supuesto delito de narcotráfico contra dos excomandantes de las FARC que se adhirieron al proceso de paz, Jesús Santrich e Iván Márquez. Esas pruebas en su contra se fraguaron con conocimiento de la Fiscalía, simulando conversaciones entre el cártel de Sinaloa y las FARC, pero en realidad eran entre agentes de la DEA y... la DEA. “Asistimos a una estratagema de extraditar dos firmantes de la paz, con pruebas falsas, para destruir el proceso de paz en Colombia, a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y a los negociadores civiles del proceso de paz” y responsabiliza de ella a Néstor Humberto Martínez y funcionarios corruptos de la DEA.
Otros senadores de distintos partidos redundaron en argumentos similares. El senador Iván Cepeda, del partido Polo Democrático, afirmó que el exfiscal tenía una estrategia obsesiva “para intentar acabar el proceso de paz”. La intervención del fiscal en la tramitación de las normas que dieron origen a la JEP, el tribunal creado por los acuerdos de La Habana, habría tenido como objetivo principal “investigar e imputar a los exguerrilleros de las FARC y con ello poder acabar el proceso de paz”. Pero además, los 1.391 audios grabados por la fiscalía demostrarían que “se preparaba una operación consistente en alquilar una bodega con dos camionetas con cocaína para acompañar el operativo de captura”.
La Cámara colombiana investigará al exfiscal que colaboró estrechamente con la DEA por “la presunta comisión de los delitos de prevaricato por acción y por omisión, fraude a resolución judicial, ocultamiento, alteración o destrucción de elemento material probatorio”, a los que se podría sumar también el de “traición a la patria”.
Un gendarme del Comando Sur
El Plan Colombia consolidó a las fuerzas de seguridad colombianas como unas de las más poderosas de América Latina. El Ejército, que en 1999 contaba con 35 helicópteros, llegó a tener más de 200 aparatos en 2015. El número de efectivos militares se incrementó en más de 50.000 soldados en las fuerzas armadas, y se incorporaron 80.000 nuevos miembros a la Policía Nacional.
Un artículo publicado en 2009 con el título de Bases militares norteamericanas en Colombia daba cuenta de la situación a diez años de la ejecución del plan: “Desde el inicio del Plan Colombia y luego el Plan Patriota las bases de Tres Esquinas y la de Larandia, ubicadas en el Departamento de Caquetá, venían siendo utilizadas para la operación de aviones y de inteligencia técnica norteamericana. Desde allí se controlaron las fumigaciones con glifosato y el control sobre la población, dándose un incremento de la guerra y aumentando el número de desplazamientos. Desplazamientos, como el de las comunidades del Bajo Ariari en el Departamento del Meta, o las comunidades de Puerto Asís en el Putumayo, evidencian las verdaderas intenciones; en estas regiones el control militar estuvo dirigido hacia la población civil, se presentaron asesinatos y desapariciones bajo la responsabilidad de las Fuerzas Militares.” Este informe fue publicado en una revista eclesiástica hacia el final del gobierno de Álvaro Uribe.
Entre las ramificaciones geopolíticas del Plan Colombia cabe destacar el papel asignado a las Fuerzas Armadas colombianas en las prácticas de contrainsurgencia en otros países latinoamericanos. Después de la firma del Acuerdo de Paz, el Pentágono elaboró planes tendentes a la coordinación del Plan Colombia con la Iniciativa Mérida y la Iniciativa para la Seguridad Regional de Centroamérica, con el objetivo de que los militares colombianos puedan sustituir a los marines en caso necesario. El ejército colombiano ha sido entrenado en técnicas antiguerrilleras por el Comando Sur, que ahora delega en sus oficiales el entrenamiento de otros ejércitos sudamericanos, como es el caso de Paraguay, donde la presencia directa de efectivos estadounidenses despertaría mayor recelo. Desde hace varios años, el ejército colombiano entrena a las Fuerza de Tarea Conjunta (FTC) del ejército paraguayo.
El pasado mes de septiembre Colombia envió a Paraguay equipamiento de inteligencia y personal técnico militar para colaborar en la lucha contra el Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), una organización guerrillera que irrumpió en 2006 y se afianzó en algunas zonas rurales después del golpe legislativo contra el gobierno progresista de Fernando Lugo (en 2012). Recientemente Asunción pidió ayuda a Colombia para resolver un secuestro, enviando incluso el avión presidencial para recoger a los agentes colombianos. En esos mismos días el ejército paraguayo perpetró la masacre de dos niñas (argentinas) de 11 años alojadas en un campamento del EPP. El presidente Abdo Benítez las reportó como bajas de las fuerzas guerrilleras en combate.
A pesar del informe negativo de los congresistas estadounidenses, al estamento militar colombiano le interesa mantener de alguna forma el Plan Colombia, precisamente para poder seguir “exportándolo” a otros países latinoamericanos, incluyendo Centroamérica y México, con la excusa de controlar el paso de las drogas desde Sudamérica hacia Estados Unidos.
En el plano geopolítico, las bases militares de Estados Unidos en Colombia representan además una amenaza directa para la estabilidad de la vecina Venezuela. El crecimiento desmedido de la fuerza militar colombiana va asociado a la condición de aliado de la OTAN que adquirió este país, tras un acuerdo firmado entre las partes en 2013, supuestamente para combatir de forma conjunta “la delincuencia internacional y otras amenazas” para la seguridad occidental. En lenguaje popular, podría decirse que la OTAN puso a los zorros a cuidar el gallinero.
El notorio fracaso del Plan Colombia en sus objetivos explícitos no es garantía de que vaya a desaparecer durante la presidencia de Joe Biden. Es posible que, en el rediseño geopolítico del nuevo gobierno estadounidense, no haya cambios sustanciales en el enfoque de estas cuestiones. Al cumplirse 15 años del Plan Colombia, los presidentes Juan Manuel Santos y Barack Obama proclamaron que el Plan daría un giro para convertirse en Paz Colombia, pero esto no pasó de ser una formulación retórica.
Una nueva estrategia: despenalizar y regular
La inversión realizada por los sucesivos gobiernos de Estados Unidos para instalar esta gran base de operaciones militares no alimenta el optimismo de esperar una retirada por voluntad propia. Un cambio sustancial de estrategia sería más probable tras las próximas elecciones presidenciales de 2022, si se cumplen los pronósticos que se indican a un triunfo del centro-izquierda sobre la derecha uribista. Mientras tanto, el gobierno de Iván Duque se ocupa de maquillar el fracaso del Plan Colombia con sus socios estadounidenses, firmando una nueva iniciativa denominada Colombia Crece, el nuevo plan de intervención acordado en agosto de 2020 con el asesor de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Robert O'Brien. El objetivo es aparentar que ahora se pondrá el énfasis en los planes de desarrollo rural y en facilitar la sustitución de cultivos o, en palabras de Duque, en “movilizar inversión estratégica a las zonas más necesitadas del país”. Sin embargo, O'Brien resalta sobre todo al apoyo militar de su gobierno “para garantizar la seguridad del país, combatir organizaciones criminales”, etc. Entre tanto, los territorios siguen siendo devastados por paramilitares que a su vez preparan el terreno a los narcos, mientras las masacres de líderes sociales se suceden a diario y los trabajadores rurales son expulsados de sus tierras. El nuevo acuerdo con Estados Unidos reincide en las viejas tácticas militares arropadas con buenas palabras.
El nuevo acuerdo con Estados Unidos reincide en las viejas tácticas militares arropadas con buenas palabras
Sin embargo, es improbable que se pueda volver a la estrategia de erradicación de cultivos en el actual contexto internacional. En los primeros días de diciembre, la Comisión de Estupefacientes de la ONU eliminó el cannabis de la lista de las drogas más peligrosas de la Convención de Viena (lista IV), una noticia de primera magnitud. Aunque sólo se haya aprobado su uso medicinal a solicitud de la OMS, éste es un gran avance en la despenalización de la marihuana y sus derivados, ya que desde 1961 el cannabis estaba incluido en la misma categoría de drogas peligrosas en la que figuran sustancias como la heroína.
Aparte de sus múltiples usos medicinales, la marihuana ha sido regulada para consumo recreativo en algunos países americanos, como es el caso de Uruguay y Canadá, así como en 15 estados de Estados Unidos. El 4 de diciembre de 2020 la Cámara de Representantes de ese país aprobó una propuesta de despenalización del cannabis para toda la nación, aunque no va a ser fácil conseguir la sanción del Senado. En cambio, es muy probable que en los próximos días el uso recreativo de la marihuana quede regulado en México, después de su reciente aprobación por el Senado de este país, una experiencia que sin duda será clave para el futuro de Colombia.
El Senado colombiano está dando los primeros pasos para legalizar el cannabis. Actualmente está en estudio y debate un primer proyecto de ley que busca la regulación del cannabis para uso recreativo, presentado en junio de este año por el senador Gustavo Bolívar. Una comisión del Senado presidida por él y de la que también forman parte los senadores Iván Cepeda y Feliciano Valencia, realizó en los primeros días de diciembre una Conferencia Internacional sobre Política de Drogas, para intercambiar experiencias entre expertos de alto nivel, sociedad civil, académicos y organizaciones internacionales. Esta conferencia se abrió con las sorprendentes declaraciones del expresidente colombiano Juan Manuel Santos, quien hizo un meritorio mea culpa: “Comprobé que las políticas basadas en la prohibición nunca van a ser eficaces. En el Ministerio de Defensa [bajo la presidencia de Uribe] me tocó asperjar la mayor cantidad de hectáreas en la historia y no funcionó. […] Esta experiencia personal me ha permitido concluir que me equivoqué creyendo que la mano dura era la solución al narcotráfico.”
El expresidente, que veinte años más tarde firmó la paz con las FARC y recibió por ello el Premio Nobel, desenmascara ahora la irracionalidad de esa política a la que el gobierno de Duque pretende regresar: “Invertíamos 57.000 dólares para fumigar una hectárea de coca, cuyas plantas costaban 450 dólares...”. Así se fueron evaporando los miles de millones de dólares invertidos en el Plan Colombia, sin propiciar ningún avance en las condiciones de vida de las poblaciones afectadas.
El desafío de acabar con la violencia social y política requiere un profundo cambio de mentalidad y de estrategia en la lucha contra las mafias del narcotráfico. Como afirmaba en un reciente artículo el senador Bolívar, para Colombia “ya no existe la camisa de fuerza que nos impedía regular unilateralmente, porque los Estados Unidos ya están convirtiendo en oro el negocio de la marihuana”. Una vez legalizado el cannabis, el siguiente paso sería despenalizar el cultivo de la hoja de coca. Los senadores Feliciano Valencia e Iván Marulanda radicaron el pasado mes de agosto un proyecto de ley ante el Congreso colombiano para regular la hoja de coca y sus derivados.
El proyecto contempla permitir el cultivo de coca en las áreas certificadas por las autoridades, donde dejaría de considerarse ilegal. Iván Marulanda, del partido Alianza Verde, manifestó que una finalidad de la ley es “que el Estado compre las cosechas de hoja de coca de todos los campesinos que están georeferenciados en los estudios de Naciones Unidas, para que esos campesinos no sufran más persecución de las autoridades, de un lado, y de las organizaciones mafiosas del otro”. El coste para el Estado de comprar toda la producción de coca a los campesinos a precio de mercado sería la mitad de lo que le cuesta erradicar cultivos, según ha indicado Feliciano Valencia, senador por el Movimiento Alternativo Indígena y Social (MAIS). La alternativa consiste en legalizar la comercialización de la hoja de coca incorporándola en la elaboración de productos alimenticios, infusiones, cosmética y otros usos con arraigo en las tradiciones locales.
El senador Gustavo Petro, exalcalde de Bogotá y candidato presidencial de Colombia Humana, aspira a regular no solo la hoja de coca, sino también la cocaína, incluso “sin permiso de los Estados Unidos”. Como en el caso de la marihuana, Petro considera que “la mafia se acabará cuando en el mundo podamos legalizar el consumo de la cocaína”. En su opinión, ésta sería la única forma de terminar con una guerra que ya produjo más de 600.000 muertes en los últimos 40 años, convirtiendo a la región en “la más violenta del mundo, incluso por encima de los países que tienen guerras”. Como primer paso para conseguir ese objetivo, Petro se propone convocar en Bogotá, cuando acceda a la presidencia, una “conferencia internacional que hable de la pasta base, de la coca y la cocaína”, con intervención de México, Brasil, Estados Unidos y la Unión Europea, principales actores del mercado.
Esta nueva estrategia es la que en su día anticipó el sabio escritor colombiano Gabriel García Márquez, en un discurso pronunciado en 2003 ante el auditorio de la Universidad de Antioquia: “Es imposible imaginar el fin de la violencia en Colombia sin la eliminación del narcotráfico, y no es imaginable el fin del narcotráfico sin la legalización de la droga, más próspera a cada instante cuanto más prohibida”. La piedra filosofal para resolver esta aparente cuadratura del círculo está al alcance de la mano. Pero hace falta voluntad política en un país que históricamente sucumbió a “toda una zaga de gobiernos sin pueblo”.
1. Giordano, Eduardo: “El Plan Colombia”, El Viejo Topo, n. 145, Barcelona, noviembre 2000.
2. “De Plan Colombia a Paz Colombia”, Guerrero Sierra, Hugo y otros: en La Colombia del posacuerdo: retos de un país excluido por el conflicto armado, Editorial Universidad Distrital, Bogotá, 2018.
Colombia compite desde hace varias décadas con México por encabezar el ranking de criminalidad organizada en América Latina, dada la gran implantación en ambos países de grupos mafiosos vinculados al narcotráfico y con amplias ramificaciones en las estructuras del Estado. Su influencia es notoria y avasalladora...
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Eduardo Giordano
Escribo sobre política internacional, economía política y geopolítica. Indago en las causas de las guerras y los conflictos sociales. Me opongo a la energía nuclear y los combustibles fósiles.
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