Derechos humanos
Fantaucrania
Los ucranianos, se ha dicho, “se parecen a nosotros” y por eso nos ayudan a volver a nuestros cuerpos y a empezar de nuevo desde ellos. Ahora debemos seguir imaginando para llegar hasta el cuerpo de los palestinos, los yemeníes o los saharauís
Santiago Alba Rico 25/03/2022
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Si paso al lado de un hombre que duerme entre cartones en el cajero de un banco pueden ocurrirme tres cosas. “Ocurrir” es la palabra adecuada, pues mi reacción, por mucha historia trasera que recoja, ocurrirá de manera tan espontánea, tan al margen de la razón, como una función fisiológica. Podría volver la cabeza y seguir mi camino sin inmutarme. Podría contemplar al desgraciado como un objeto lejano, con la seguridad de estar protegido de un destino similar. O podría ponerme dolorosamente en su pellejo, sintiendo en mí toda la vulnerabilidad de ese cuerpo privado de hogar y de dignidad. La primera reacción es una no reacción y se llama indiferencia, la más ancestral de todas: la aceptación del mundo tal y como nos viene dado, compuesto de carriles paralelos por los que los humanos discurren sin reconocerse ni interpelarse. La segunda se llama “fantasía”, una extraña facultad en virtud de la cual –en este caso– nos sentimos completamente seguros dentro de los límites de nuestro cuerpo, y ello hasta el punto de que el cuerpo del otro, en su desnudez desvalida, comparece ante nuestros ojos como garantía de disimilitud: la existencia de ese hombre roto me demuestra que yo, al contrario que él, voy por buen camino y que mi vida está regida por leyes diferentes que aseguran mi indemnidad futura. La tercera reacción, en fin, se llama “imaginación”, esa extravagante capacidad, potencialmente universal, que me permite ponerme en el lugar del otro: es decir, imaginar un futuro posible en el que yo mismo podría estar durmiendo también entre cartones.
Todos fantaseamos a ratos, se trata de fantasías compensatorias que desactivan el termostato de nuestra tensión y nos permiten seguir siendo buenos, razonables y dóciles
Otras veces he explorado la diferencia entre fantasía e imaginación. Todos fantaseamos a ratos, en espacios –si se quiere– de neutralidad antropológica, en la grieta inofensiva entre una cita amorosa y un trabajo alienante; podemos, por ejemplo, entregarnos a fantasías de violencia que no se corresponden con nuestro carácter pacífico o a fantasías sexuales que nos repugnaría llevar a la práctica; se trata de fantasías compensatorias que desactivan el termostato de nuestra tensión y nos permiten seguir siendo buenos, razonables y dóciles. Cuando fantaseamos, en todo caso, lo hacemos con total impunidad, sin ninguna consideración al otro, puro medio de satisfacción onanista. La fantasía, en efecto, no encuentra obstáculos ni opacidades, porque se define precisamente como ausencia de resistencias: puede volar sin necesidad de alas. Ahora bien, por eso mismo, cuando esta “ausencia de obstáculos” pasa del ámbito privado al social se vuelve peligrosa. Este pasaje puede consumarse a través de grandes personajes que catalizan las pasiones colectivas o de sistemas reglados que conforman en silencio las espontaneidades humanas. Hitler, por ejemplo, era un gran fantasioso que unió a buena parte del pueblo alemán en torno a la fantasía de la supremacía aria y la jerarquía racial. Por su parte el capitalismo es también una gran fantasía que trata a la naturaleza como si fuese una cornucopia mágica de recursos ilimitados y que llama “progreso” a la degradación permanente de las condiciones de la supervivencia humana. Cuando las grandes fantasías, provistas de grandes medios, intervienen en el mundo, producen hombres sin imaginación y descomunales catástrofes. La fantasía por excelencia, resumen y colofón de todas las fantasías, es la de la inmortalidad, que el reich nazi y la producción capitalista comparten con anteriores sueños imperiales y quimeras de conquista. En este sentido, la reacción fantasiosa del hombre que, al pasar junto al cajero del banco, ve confirmada su indemnidad por la desgracia del prójimo que duerme entre cartones tiene mucho que ver con una sociedad que fantasea, a través del consumo y la tecnología, con la inmortalidad individual.
La reacción fantasiosa del hombre que ve confirmada su indemnidad por la desgracia del prójimo que duerme entre cartones, tiene mucho que ver con una sociedad que fantasea con la inmortalidad individual
La fantasía nazi y la fantasía capitalista pasan por encima de los cuerpos, de los que se sirven como puros medios de satisfacción imperial o crematística: vuelan. La imaginación, al contrario, trabaja, y ello hasta el punto de que cuando un imaginativo se representa volando se imagina cogiendo un avión o fabricándose, como Dédalo, unas alas de cera. Lo importante, de cualquier modo, es que la imaginación avanza trabajosamente a ras de tierra y de cuerpo en cuerpo, y en ella los cuerpos mismos operan como catalizadores o transmisores: como transmigradores, si se quiere, de sensibilidades contiguas. La imaginación es horizontal, concreta, terrestre; necesita un apoyo pequeño y próximo para empezar, pero desde él, de objeto en objeto, de piedra en piedra, de piedra en rosa, puede alcanzar los límites del universo: una universalidad horizontal de guijarros bien contados, un inventario completo de intemperies vivas. Su impulso, en todo caso, no es la generosidad ni la abstracción. La imaginación, en efecto, no puede auparse sobre el “género humano” ni identificarse en un contexto de peligro con el conjunto de la especie. Necesita, por así decirlo, un objeto “interesante”, un objeto que le interese personalmente. Por ejemplo, un niño. El niño cumple esta función de catalizador universal porque todos, incluso los que no tienen hijos, conocen de cerca a algún niño por el que sienten cariño y cuyo destino les importa. Un niño es una vulnerabilidad concreta fuera del propio cuerpo. Podemos sentirnos, sí, muy seguros dentro de nosotros mismos, pero a nuestro hijo siempre lo percibimos amenazado. De esta manera, si vemos a un niño desconocido llorando entre las ruinas, deja al instante de ser un desconocido: “podría ser nuestro hijo”, nos decimos, y el dolor de ese niño se instala así en nuestro cuerpo como una metonimia lacerante. Empezamos en ese niño –o en un guisante– y vamos enhebrando un dolor tras otro, como en un collar compuesto de tantas cuentas como niños existen en el mundo. Si ese niño puede ser el mío, es que el mío podría ser cualquier otro. Al margen de la razón, al margen del concepto de humanidad, del modo más egoísta e interesado, meto en mi cuerpo cualquier otro cuerpo que sufra como el de mi hijo, cualquier cuerpo que sufra porque podría ser el de mi hijo.
El niño cumple esta función de catalizador universal porque todos, incluso los que no tienen hijos, conocen de cerca a algún niño por el que sienten cariño y cuyo destino les importa
El niño es un catalizador. Pero también lo es aquello que más me importa y más me interesa: yo mismo, a condición –claro– de que la fantasía no se haya apoderado enteramente de mí; es decir, a condición de que siga reconociéndome a mí mismo entre el número de los condenados a muerte. El hombre que pasa junto al desgraciado que duerme entre cartones y se dice “podría ser yo” –el imaginativo– es capaz de reconstruir con la imaginación su pasado –el paro, el divorcio, la enfermedad, las últimas vacaciones tristes en Benidorm– y convertirlo en su propio futuro. O lo que es lo mismo: es capaz de imaginarse a sí mismo como cualquier otro, falible y roído por la contingencia; es capaz de representarse, en este coito mental entre dos cuerpos desiguales, la igualdad misma. En las últimas páginas de su impresionante Barcos de esclavos, nos habla el historiador Marcus Rediker de la inesperada reacción de los negros esclavizados ante los marineros abandonados en los puertos americanos, ya inútiles para el capitán y el armero una vez acabada la travesía atlántica y que, enfermos y hambrientos, mendigaban en los muelles. Pues bien –nos relata Rediker– mientras que los blancos pasaban por delante de ellos sin mirarlos ni socorrerlos, esos mismos negros que habían sido sus víctimas durante el viaje les daban ahora de comer y de beber, les curaban las heridas y recogían sus cadáveres, cuando morían, para darles cristiana sepultura. Los negros, digamos, eran mucho más imaginativos que los blancos, entregados a la fantasía de la esclavitud, y no porque fueran racialmente más nobles sino porque su cuerpo estaba ya lleno de dolor y de muerte: porque habían hecho un curso intensivo de mortalidad. Se podían representar desde su dolor la igualdad de esos mismos marineros, ahora desdichados, que los habían encadenado y azotado durante meses a bordo del barco negrero.
Los negros eran mucho más imaginativos que los blancos, y no porque fueran racialmente más nobles, sino porque su cuerpo estaba ya lleno de dolor y de muerte
Marx se burlaba con razón de los burgueses bienintencionados que negaban la lucha de clases so pretexto de que “todos somos hombres”. Decía: eso tiene tanto valor explicativo como proclamar que “todos somos cuerpos”. Es verdad. Pero tener cuerpo –ser un cuerpo– es más importante de lo que parece en una sociedad que fantasea sin parar con la descorporización, que se fantasea aérea y desanclada, y en la que los cuerpos –en las vallas melillenses y los campos de refugiados– aparecen siempre y solo como amenazadores: es por eso que el filósofo camerunés Achille Mbembe ha podido hablar, más allá del racismo, del cuerpo mismo del africano como frontera. Lo cierto es que todos poseemos, junto a la facultad de fantasear, la capacidad de imaginar, pero tanto su activación como su alcance dependen de las condiciones sociales de su desempeño. En una sociedad presidida por la fantasía de la independencia y la inmortalidad, es más fácil ser indiferente o fantasioso que imaginativo; y es más fácil también que la imaginación, cuando inicia su travesía horizontal, se vea enseguida interrumpida por un reguero de fantasías. O por esa forma política de la fantasía que llamamos “ideología”.
Digo todo esto pensando con ambiguo malestar en los refugiados ucranianos. No me voy a sumar, no, al reproche –tan frecuente en estos días– del agravio comparativo, que suena un poco a invitación guillotinesca: la de abandonar también, por despecho, a los beneficiarios selectivos de nuestra filantropía. Es verdad que Vox ha comparado del modo más despiadado y racista a los refugiados ucranianos y a los afganos (unos huyen, otros invaden) y televisiones y periódicos han prodigado comentarios muy desafortunados sobre las diferencias entre unos y otros. Los ucranianos, se ha dicho, “se parecen a nosotros”. Incluso en un informativo de no sé qué televisión, el periodista, sinceramente conmovido, se ha lanzado a esta brutal empatía clasista: “Son como tú y como yo. He visto bolsos de Dolce&Gabana y ropa de Louis Vuitton. Podrían estar en Madrid”. Este “podrían estar en Madrid”, donde no hay pobres, como sabemos, y donde todos llevan bolsos de Dolce&Gabana y ropa de Vuitton, expresa en realidad una autorización a franquearles el paso: “estos sí pueden venir a Madrid”. Ahora bien, me atrevería a sugerir, en el aura del relato de Rediker, que en Madrid son precisamente los pobres “invisibles”, y no los que compran ropa de lujo, los que sienten más en su cuerpo el dolor de esas familias rotas, como si esa desgracia ya les hubiera ocurrido a ellos o como si pudiese llegar a ocurrirles en el futuro. El refugiado ucraniano que traslada entre sus poco enseres un bolso de Dolce&Gabana traslada consigo el fósil de una fantasía desaparecida, lo que para una imaginación mediana es un motivo más de empatía y compasión. En este sentido, hay que subrayar en la misma línea la reacción de muchos sirios, tanto en la propia Siria como en las ciudades europeas, los cuales no solo se han solidarizado con los ucranianos –bombardeados, como ellos, por aviones rusos– sino que se han felicitado de que la política europea de acogida haya sido mucho menos cicatera de lo que lo fue en su caso.
Lo cierto es que nos indigna hasta tal punto el trato desigual recibido por unos y otros refugiados que no reparamos en la potencialidad del impulso, en el rescoldo humano enterrado bajo esta aparente hipocresía. Nos quedamos en la denuncia de ese hiriente “se parecen a nosotros”, como si no fuese justamente este “parecido” el que –servidumbre de la imaginación– convierte a los ucranianos en privilegiados catalizadores de sensibilidades contiguas; y, por lo tanto, en provisionales neutralizadores de la fantasía y sus peligros. Como he dicho, la imaginación se activa de cerca e interesadamente: está interesada, valga decir, en lo propio o en lo semejante y solo desde ahí, paradójicamente, puede pasar a otro cuerpo y a otro y luego a otro; para enhebrar sucesivamente todos los cuerpos del mundo. Si es que no la detienen antes, por supuesto, la fantasía o la ideología, que es lo que suele ocurrir.
Pensemos, por ejemplo, en los judíos. Durante siglos fueron los otros de Europa hasta que Israel, a costa de otro pueblo y lejos del continente, los convirtió en europeos
Necesitamos, en todo caso, una “semejanza” para empezar. Pensemos, por ejemplo, en los judíos. Durante siglos fueron los otros de Europa hasta que Israel, a costa de otro pueblo y lejos del continente, los convirtió en europeos. A partir de ese momento nos es más fácil imaginar la vida de un israelí que la de un palestino, y ello hasta el punto de que –he escrito muchas veces al respecto– las víctimas de un atentado palestino siempre tienen cara y nombre mientras que las mucho más numerosas de los bombardeos israelíes son mencionadas de manera genérica, como víctimas de sí mismas, y desprovistas de imagen individual (“mueren tres niños palestinos a continuación de un tiroteo”). Los palestinos son hoy nuestros judíos, precisamente porque no catalizan nuestra imaginación y quedan así extramuros, vulnerables y desnudos. Israel, claro, explota propagandísticamente la imaginación occidental en favor de su fantasía despiadada de un Estado judío étnicamente puro, pero nadie puede decir que haya nada malo o inmoral en sentirse conmovido ante la imagen de un niño que sufre, de un niño que sangra o de un niño muerto. Cuando confundimos la fantasía de los poderosos con la imaginación de los cautivos –la construcción abstracta del ideólogo con el dolor pasivo del espectador común– estamos renunciando a un instrumento poderosísimo de comunicación entre zózobres, por citar un neologismo reciente.
Hay que reivindicar, pues, la imaginación frente a esa sociedad fantasiosa que la reprime. Los ucranianos nos ayudan a volver a nuestros cuerpos y a empezar de nuevo desde ellos
Hay que reivindicar, pues, la imaginación frente a esa sociedad fantasiosa que la reprime. No se trata de despreciarla como sensiblería sino de emanciparla del cepo capitalista y eurocéntrico para expandirla más allá de los límites que le impone la fantasía ideológica de los que quieren interrumpir su trayecto en la primera estación: en la de la propia familia, la propia nación o la propia “raza”. Hoy, es cierto, nos encontramos con los refugiados ucranianos y con algunos comentarios racistas; y nos sublevamos con ese doble rasero. Pero es normal, y no es condenable, que a un español le resulte más fácil imaginarse el dolor de un ucraniano que el de un afgano, por muy injusto que sea. Podemos reconstruir mejor su vida y por eso mismo llegar antes a la conclusión luminosa y terrible (lo que no nos ocurre frente a un afgano) de que eso que le está pasando a él podría pasarnos también a nosotros. Necesitamos siempre, insisto, un catalizador próximo, reconocible, reconstruible, para tomar conciencia de nuestra propia fragilidad. Los ucranianos nos la recuerdan; los afganos o los sirios o los africanos no. ¿Es culpa de la imaginación? De ninguna manera. El problema es que, invirtiendo la relación original y saludable, hemos colectivizado la fantasía y hemos privatizado la imaginación: fantaseamos socialmente, imaginamos individualmente. Es culpa, desde luego, de los que la frenan –la imaginación– con fantasías capitalistas o racistas –traducidas en leyes, policías y vallas– y de los que no utilizan los medios a su alcance –periodistas y políticos sobre todo– para extender más allá estos “parecidos” mediante los que alcanzamos a imaginar por fin la “igualdad” de los cuerpos. La razón, fundamental para combatir la sinrazón, no sirve contra la fantasía, que es tranquilizadora y activa. Necesitamos la imaginación, intranquilizadora y, si se la deja, también performativa. Los ucranianos nos ayudan a volver a nuestros cuerpos y a empezar de nuevo desde ellos. Ahora de lo que se trata es de seguir imaginando e imaginando para llegar asimismo hasta el cuerpo de los palestinos, los yemeníes, los saharauís, etc. No es imposible. A algunos ya les “ocurre”. Pienso, por ejemplo, en Helena Maleno o en Carola Rackete, sobre la que escribí no hace mucho en este mismo medio. Pero no hace falta dar nombres. Tampoco sufrir previamente la experiencia de un bombardeo o una fuga entre harapos. Hay millones y millones de personas a las que les “ocurre” todos los días. El problema es que la mayor parte de ellas, cuando sienten la fragilidad del otro en su propio cuerpo, están delante de la televisión y luego no saben qué hacer con esa “ocurrencia”.
Porque también la imaginación necesita un cuerpo social –una estructura colectiva– para convertirse en pandemia.
Si paso al lado de un hombre que duerme entre cartones en el cajero de un banco pueden ocurrirme tres cosas. “Ocurrir” es la palabra adecuada, pues mi reacción, por mucha historia trasera que recoja, ocurrirá de manera tan espontánea, tan al margen de la razón, como una función fisiológica. Podría...
Autor >
Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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