1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

  307. Número 307 · Abril 2024

  308. Número 308 · Mayo 2024

  309. Número 309 · Junio 2024

  310. Número 310 · Julio 2024

  311. Número 311 · Agosto 2024

  312. Número 312 · Septiembre 2024

  313. Número 313 · Octubre 2024

Ayúdanos a perseguir a quienes persiguen a las minorías. Total Donantes 908 Conseguido 44421€ Objetivo 140000€

Derechos humanos

Fantaucrania

Los ucranianos, se ha dicho, “se parecen a nosotros” y por eso nos ayudan a volver a nuestros cuerpos y a empezar de nuevo desde ellos. Ahora debemos seguir imaginando para llegar hasta el cuerpo de los palestinos, los yemeníes o los saharauís

Santiago Alba Rico 25/03/2022

<p>Pancarta dando la bienvenida a los refugiados que fue colgada en la fachada del ayuntamiento de Madrid en septiembre de 2015. </p>

Pancarta dando la bienvenida a los refugiados que fue colgada en la fachada del ayuntamiento de Madrid en septiembre de 2015. 

Beth

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

Si paso al lado de un hombre que duerme entre cartones en el cajero de un banco pueden ocurrirme tres cosas. “Ocurrir” es la palabra adecuada, pues mi reacción, por mucha historia trasera que recoja, ocurrirá de manera tan espontánea, tan al margen de la razón, como una función fisiológica. Podría volver la cabeza y seguir mi camino sin inmutarme. Podría contemplar al desgraciado como un objeto lejano, con la seguridad de estar protegido de un destino similar. O podría ponerme dolorosamente en su pellejo, sintiendo en mí toda la vulnerabilidad de ese cuerpo privado de hogar y de dignidad. La primera reacción es una no reacción y se llama indiferencia, la más ancestral de todas: la aceptación del mundo tal y como nos viene dado, compuesto de carriles paralelos por los que los humanos discurren sin reconocerse ni interpelarse. La segunda se llama “fantasía”, una extraña facultad en virtud de la cual –en este caso– nos sentimos completamente seguros dentro de los límites de nuestro cuerpo, y ello hasta el punto de que el cuerpo del otro, en su desnudez desvalida, comparece ante nuestros ojos como garantía de disimilitud: la existencia de ese hombre roto me demuestra que yo, al contrario que él, voy por buen camino y que mi vida está regida por leyes diferentes que aseguran mi indemnidad futura. La tercera reacción, en fin, se llama “imaginación”, esa extravagante capacidad, potencialmente universal, que me permite ponerme en el lugar del otro: es decir, imaginar un futuro posible en el que yo mismo podría estar durmiendo también entre cartones. 

Todos fantaseamos a ratos, se trata de fantasías compensatorias que desactivan el termostato de nuestra tensión y nos permiten seguir siendo buenos, razonables y dóciles

Otras veces he explorado la diferencia entre fantasía e imaginación. Todos fantaseamos a ratos, en espacios –si se quiere– de neutralidad antropológica, en la grieta inofensiva entre una cita amorosa y un trabajo alienante; podemos, por ejemplo, entregarnos a fantasías de violencia que no se corresponden con nuestro carácter pacífico o a fantasías sexuales que nos repugnaría llevar a la práctica; se trata de fantasías compensatorias que desactivan el termostato de nuestra tensión y nos permiten seguir siendo buenos, razonables y dóciles. Cuando fantaseamos, en todo caso, lo hacemos con total impunidad, sin ninguna consideración al otro, puro medio de satisfacción onanista. La fantasía, en efecto, no encuentra obstáculos ni opacidades, porque se define precisamente como ausencia de resistencias: puede volar sin necesidad de alas. Ahora bien, por eso mismo, cuando esta “ausencia de obstáculos” pasa del ámbito privado al social se vuelve peligrosa. Este pasaje puede consumarse a través de grandes personajes que catalizan las pasiones colectivas o de sistemas reglados que conforman en silencio las espontaneidades humanas. Hitler, por ejemplo, era un gran fantasioso que unió a buena parte del pueblo alemán en torno a la fantasía de la supremacía aria y la jerarquía racial. Por su parte el capitalismo es también una gran fantasía que trata a la naturaleza como si fuese una cornucopia mágica de recursos ilimitados y que llama “progreso” a la degradación permanente de las condiciones de la supervivencia humana. Cuando las grandes fantasías, provistas de grandes medios, intervienen en el mundo, producen hombres sin imaginación y descomunales catástrofes. La fantasía por excelencia, resumen y colofón de todas las fantasías, es la de la inmortalidad, que el reich nazi y la producción capitalista comparten con anteriores sueños imperiales y quimeras de conquista. En este sentido, la reacción fantasiosa del hombre que, al pasar junto al cajero del banco, ve confirmada su indemnidad por la desgracia del prójimo que duerme entre cartones tiene mucho que ver con una sociedad que fantasea, a través del consumo y la tecnología, con la inmortalidad individual.

La reacción fantasiosa del hombre que ve confirmada su indemnidad por la desgracia del prójimo que duerme entre cartones, tiene mucho que ver con una sociedad que fantasea con la inmortalidad individual

La fantasía nazi y la fantasía capitalista pasan por encima de los cuerpos, de los que se sirven como puros medios de satisfacción imperial o crematística: vuelan. La imaginación, al contrario, trabaja, y ello hasta el punto de que cuando un imaginativo se representa volando se imagina cogiendo un avión o fabricándose, como Dédalo, unas alas de cera. Lo importante, de cualquier modo, es que la imaginación avanza trabajosamente a ras de tierra y de cuerpo en cuerpo, y en ella los cuerpos mismos operan como catalizadores o transmisores: como transmigradores, si se quiere, de sensibilidades contiguas. La imaginación es horizontal, concreta, terrestre; necesita un apoyo pequeño y próximo para empezar, pero desde él, de objeto en objeto, de piedra en piedra, de piedra en rosa, puede alcanzar los límites del universo: una universalidad horizontal de guijarros bien contados, un inventario completo de intemperies vivas. Su impulso, en todo caso, no es la generosidad ni la abstracción. La imaginación, en efecto, no puede auparse sobre el “género humano” ni identificarse en un contexto de peligro con el conjunto de la especie. Necesita, por así decirlo, un objeto “interesante”, un objeto que le interese personalmente. Por ejemplo, un niño. El niño cumple esta función de catalizador universal porque todos, incluso los que no tienen hijos, conocen de cerca a algún niño por el que sienten cariño y cuyo destino les importa. Un niño es una vulnerabilidad concreta fuera del propio cuerpo. Podemos sentirnos, sí, muy seguros dentro de nosotros mismos, pero a nuestro hijo siempre lo percibimos amenazado. De esta manera, si vemos a un niño desconocido llorando entre las ruinas, deja al instante de ser un desconocido: “podría ser nuestro hijo”, nos decimos, y el dolor de ese niño se instala así en nuestro cuerpo como una metonimia lacerante. Empezamos en ese niño –o en un guisante– y vamos enhebrando un dolor tras otro, como en un collar compuesto de tantas cuentas como niños existen en el mundo. Si ese niño puede ser el mío, es que el mío podría ser cualquier otro. Al margen de la razón, al margen del concepto de humanidad, del modo más egoísta e interesado, meto en mi cuerpo cualquier otro cuerpo que sufra como el de mi hijo, cualquier cuerpo que sufra porque podría ser el de mi hijo.

El niño cumple esta función de catalizador universal porque todos, incluso los que no tienen hijos, conocen de cerca a algún niño por el que sienten cariño y cuyo destino les importa

El niño es un catalizador. Pero también lo es aquello que más me importa y más me interesa: yo mismo, a condición –claro– de que la fantasía no se haya apoderado enteramente de mí; es decir, a condición de que siga reconociéndome a mí mismo entre el número de los condenados a muerte. El hombre que pasa junto al desgraciado que duerme entre cartones y se dice “podría ser yo” –el imaginativo– es capaz de reconstruir con la imaginación su pasado –el paro, el divorcio, la enfermedad, las últimas vacaciones tristes en Benidorm– y convertirlo en su propio futuro. O lo que es lo mismo: es capaz de imaginarse a sí mismo como cualquier otro, falible y roído por la contingencia; es capaz de representarse, en este coito mental entre dos cuerpos desiguales, la igualdad misma. En las últimas páginas de su impresionante Barcos de esclavos, nos habla el historiador Marcus Rediker de la inesperada reacción de los negros esclavizados ante los marineros abandonados en los puertos americanos, ya inútiles para el capitán y el armero una vez acabada la travesía atlántica y que, enfermos y hambrientos, mendigaban en los muelles. Pues bien –nos relata Rediker– mientras que los blancos pasaban por delante de ellos sin mirarlos ni socorrerlos, esos mismos negros que habían sido sus víctimas durante el viaje les daban ahora de comer y de beber, les curaban las heridas y recogían sus cadáveres, cuando morían, para darles cristiana sepultura. Los negros, digamos, eran mucho más imaginativos que los blancos, entregados a la fantasía de la esclavitud, y no porque fueran racialmente más nobles sino porque su cuerpo estaba ya lleno de dolor y de muerte: porque habían hecho un curso intensivo de mortalidad. Se podían representar desde su dolor la igualdad de esos mismos marineros, ahora desdichados, que los habían encadenado y azotado durante meses a bordo del barco negrero.

Los negros eran mucho más imaginativos que los blancos, y no porque fueran racialmente más nobles, sino porque su cuerpo estaba ya lleno de dolor y de muerte

Marx se burlaba con razón de los burgueses bienintencionados que negaban la lucha de clases so pretexto de que “todos somos hombres”. Decía: eso tiene tanto valor explicativo como proclamar que “todos somos cuerpos”. Es verdad. Pero tener cuerpo –ser un cuerpo– es más importante de lo que parece en una sociedad que fantasea sin parar con la descorporización, que se fantasea aérea y desanclada, y en la que los cuerpos –en las vallas melillenses y los campos de refugiados– aparecen siempre y solo como amenazadores: es por eso que el filósofo camerunés Achille Mbembe ha podido hablar, más allá del racismo, del cuerpo mismo del africano como frontera. Lo cierto es que todos poseemos, junto a la facultad de fantasear, la capacidad de imaginar, pero tanto su activación como su alcance dependen de las condiciones sociales de su desempeño. En una sociedad presidida por la fantasía de la independencia y la inmortalidad, es más fácil ser indiferente o fantasioso que imaginativo; y es más fácil también que la imaginación, cuando inicia su travesía horizontal, se vea enseguida interrumpida por un reguero de fantasías. O por esa forma política de la fantasía que llamamos “ideología”.

Digo todo esto pensando con ambiguo malestar en los refugiados ucranianos. No me voy a sumar, no, al reproche –tan frecuente en estos días– del agravio comparativo, que suena un poco a invitación guillotinesca: la de abandonar también, por despecho, a los beneficiarios selectivos de nuestra filantropía. Es verdad que Vox ha comparado del modo más despiadado y racista a los refugiados ucranianos y a los afganos (unos huyen, otros invaden) y televisiones y periódicos han prodigado comentarios muy desafortunados sobre las diferencias entre unos y otros. Los ucranianos, se ha dicho, “se parecen a nosotros”. Incluso en un informativo de no sé qué televisión, el periodista, sinceramente conmovido, se ha lanzado a esta brutal empatía clasista: “Son como tú y como yo. He visto bolsos de Dolce&Gabana y ropa de Louis Vuitton. Podrían estar en Madrid”. Este “podrían estar en Madrid”, donde no hay pobres, como sabemos, y donde todos llevan bolsos de Dolce&Gabana y ropa de Vuitton, expresa en realidad una autorización a franquearles el paso: “estos sí pueden venir a Madrid”. Ahora bien, me atrevería a sugerir, en el aura del relato de Rediker, que en Madrid son precisamente los pobres “invisibles”, y no los que compran ropa de lujo, los que sienten más en su cuerpo el dolor de esas familias rotas, como si esa desgracia ya les hubiera ocurrido a ellos o como si pudiese llegar a ocurrirles en el futuro. El refugiado ucraniano que traslada entre sus poco enseres un bolso de Dolce&Gabana traslada consigo el fósil de una fantasía desaparecida, lo que para una imaginación mediana es un motivo más de empatía y compasión. En este sentido, hay que subrayar en la misma línea la reacción de muchos sirios, tanto en la propia Siria como en las ciudades europeas, los cuales no solo se han solidarizado con los ucranianos –bombardeados, como ellos, por aviones rusos– sino que se han felicitado de que la política europea de acogida haya sido mucho menos cicatera de lo que lo fue en su caso.

Lo cierto es que nos indigna hasta tal punto el trato desigual recibido por unos y otros refugiados que no reparamos en la potencialidad del impulso, en el rescoldo humano enterrado bajo esta aparente hipocresía. Nos quedamos en la denuncia de ese hiriente “se parecen a nosotros”, como si no fuese justamente este “parecido” el que –servidumbre de la imaginación– convierte a los ucranianos en privilegiados catalizadores de sensibilidades contiguas; y, por lo tanto, en provisionales neutralizadores de la fantasía y sus peligros. Como he dicho, la imaginación se activa de cerca e interesadamente: está interesada, valga decir, en lo propio o en lo semejante y solo desde ahí, paradójicamente, puede pasar a otro cuerpo y a otro y luego a otro; para enhebrar sucesivamente todos los cuerpos del mundo. Si es que no la detienen antes, por supuesto, la fantasía o la ideología, que es lo que suele ocurrir. 

Pensemos, por ejemplo, en los judíos. Durante siglos fueron los otros de Europa hasta que Israel, a costa de otro pueblo y lejos del continente, los convirtió en europeos

Necesitamos, en todo caso, una “semejanza” para empezar. Pensemos, por ejemplo, en los judíos. Durante siglos fueron los otros de Europa hasta que Israel, a costa de otro pueblo y lejos del continente, los convirtió en europeos. A partir de ese momento nos es más fácil imaginar la vida de un israelí que la de un palestino, y ello hasta el punto de que –he escrito muchas veces al respecto– las víctimas de un atentado palestino siempre tienen cara y nombre mientras que las mucho más numerosas de los bombardeos israelíes son mencionadas de manera genérica, como víctimas de sí mismas, y desprovistas de imagen individual (“mueren tres niños palestinos a continuación de un tiroteo”). Los palestinos son hoy nuestros judíos, precisamente porque no catalizan nuestra imaginación y quedan así extramuros, vulnerables y desnudos. Israel, claro, explota propagandísticamente la imaginación occidental en favor de su fantasía despiadada de un Estado judío étnicamente puro, pero nadie puede decir que haya nada malo o inmoral en sentirse conmovido ante la imagen de un niño que sufre, de un niño que sangra o de un niño muerto. Cuando confundimos la fantasía de los poderosos con la imaginación de los cautivos –la construcción abstracta del ideólogo con el dolor pasivo del espectador común– estamos renunciando a un instrumento poderosísimo de comunicación entre zózobres, por citar un neologismo reciente.

Hay que reivindicar, pues, la imaginación frente a esa sociedad fantasiosa que la reprime. Los ucranianos nos ayudan a volver a nuestros cuerpos y a empezar de nuevo desde ellos

Hay que reivindicar, pues, la imaginación frente a esa sociedad fantasiosa que la reprime. No se trata de despreciarla como sensiblería sino de emanciparla del cepo capitalista y eurocéntrico para expandirla más allá de los límites que le impone la fantasía ideológica de los que quieren interrumpir su trayecto en la primera estación: en la de la propia familia, la propia nación o la propia “raza”. Hoy, es cierto, nos encontramos con los refugiados ucranianos y con algunos comentarios racistas; y nos sublevamos con ese doble rasero. Pero es normal, y no es condenable, que a un español le resulte más fácil imaginarse el dolor de un ucraniano que el de un afgano, por muy injusto que sea. Podemos reconstruir mejor su vida y por eso mismo llegar antes a la conclusión luminosa y terrible (lo que no nos ocurre frente a un afgano) de que eso que le está pasando a él podría pasarnos también a nosotros. Necesitamos siempre, insisto, un catalizador próximo, reconocible, reconstruible, para tomar conciencia de nuestra propia fragilidad. Los ucranianos nos la recuerdan; los afganos o los sirios o los africanos no. ¿Es culpa de la imaginación? De ninguna manera. El problema es que, invirtiendo la relación original y saludable, hemos colectivizado la fantasía y hemos privatizado la imaginación: fantaseamos socialmente, imaginamos individualmente. Es culpa, desde luego, de los que la frenan –la imaginación– con fantasías capitalistas o racistas –traducidas en leyes, policías y vallas– y de los que no utilizan los medios a su alcance –periodistas y políticos sobre todo– para extender más allá estos “parecidos” mediante los que alcanzamos a imaginar por fin la “igualdad” de los cuerpos. La razón, fundamental para combatir la sinrazón, no sirve contra la fantasía, que es tranquilizadora y activa. Necesitamos la imaginación, intranquilizadora y, si se la deja, también performativa. Los ucranianos nos ayudan a volver a nuestros cuerpos y a empezar de nuevo desde ellos. Ahora de lo que se trata es de seguir imaginando e imaginando para llegar asimismo hasta el cuerpo de los palestinos, los yemeníes, los saharauís, etc. No es imposible. A algunos ya les “ocurre”. Pienso, por ejemplo, en Helena Maleno o en Carola Rackete, sobre la que escribí no hace mucho en este mismo medio. Pero no hace falta dar nombres. Tampoco sufrir previamente la experiencia de un bombardeo o una fuga entre harapos. Hay millones y millones de personas a las que les “ocurre” todos los días. El problema es que la mayor parte de ellas, cuando sienten la fragilidad del otro en su propio cuerpo, están delante de la televisión y luego no saben qué hacer con esa “ocurrencia”. 

Porque también la imaginación necesita un cuerpo social –una estructura colectiva– para convertirse en pandemia.

 

Si paso al lado de un hombre que duerme entre cartones en el cajero de un banco pueden ocurrirme tres cosas. “Ocurrir” es la palabra adecuada, pues mi reacción, por mucha historia trasera que recoja, ocurrirá de manera tan espontánea, tan al margen de la razón, como una función fisiológica. Podría...

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes iniciar sesión aquí o suscribirte aquí

Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

Deja un comentario


Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí