El sexo del islam
Tres líneas rojas
Sánchez, la cara de España, aparece como un súbdito más de la monarquía vecina
Karima Ziali 29/03/2022

Sáhara occidental, Marruecos, España, traición
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Tres líneas rojas separan la libertad del presidio. Tres líneas rojas trazan una frontera entre hablar y callar. Tres líneas rojas son la distancia entre la política a dedo y la democracia de la mayoría. No son catorce kilómetros los que separan Marruecos de España. No. Son tres líneas rojas infranqueables, calcificadas en el tiempo, inamovibles en el espacio: Rey, Religión, Sáhara. Tres líneas que se cercan, que rompen su paralelismo y configuran el intrincado tejido del cielo marroquí del que caen misiles de censura plomiza. Son armas contenidas y silenciosas, pólvora que asfixia la capacidad de verbalizar.
Estos días, el cielo azul y etéreo, está teñido de amarillo, de amarillo bilis, de amarillo opaco, de amarillo Sáhara. El cielo que revienta de verdad, no entiende de fronteras, no sabe de muros cercados y afilados. Nos inunda el Sáhara arenoso, precipitándose sobre nuestra historia sin memoria. Pero la red, roja y atávica, sujeta cada átomo amarillento, cada grano microscópico, cada partícula visible de un pueblo invisibilizado. Rojo y amarillo. Curiosa combinación de colores que surcan el espacio hispano marroquí.
Marruecos y España se confunden, se enredan y se silencian mutuamente. España juega a ser Estados Unidos, Marruecos a ser Arabia Saudí. Y entre tantas partidas mal ganadas, entre tantas estrategias bien perdidas, el diálogo se congela y Marruecos se sume en la versión siempre oficialista de la jugada: avanza el Rey, protege la Religión, esconde el Sáhara.
Rey, Religión, Sáhara
Marruecos es la incomodidad de España, pero hay de tenderle la mano y mirar hacia otro lado
En el reino Alauí ser Mohamed VI no es una bendición. El tarbuch cae sobre su cabeza como la tradición sobre sus súbditos; un puñal desgastado que ha perdido el filo, pero insiste en atravesar la carne. Marruecos ama al Rey y el Rey estalla de amor. El Rey y sus lujos, sus caftanes bordados a mano, sus alfombras tapizadas, su exceso de minutos televisados, sus yates y sus motos de agua surcando el mar, esquivando las pateras. Todo esto pertenece al pueblo, y el pueblo se redime de su pobreza cada vez que su Rey lanza una moneda al aire. Cuánto éxito, cuánto resplandor para un pueblo que cuenta los dirhams de unos en uno, que remienda los calcetines para darles otra vida invernal, que circula entre la mediocridad y las ganas de ser algo. El Rey es un diamante, un rubí, una isla de oro sitiada por manos de uñas largas, de dedos rotos por el cesto de pescado confiscado. ¿Quién pertenece a quién? ¿El rey a su pueblo o el pueblo a su rey? Una madeja de la que hemos perdido el hilo, y ahora el silencio se anuda a la garganta como un matrimonio castigado por el miedo de perderse el uno al otro.
Ahora que los islamistas han sido borrados del panorama político marroquí, el Rey toma el té con Aziz Ajanuch, té con hierbabuena ardiente y humeante, en un vaso de colores del que se deslizan hacia el cielo vapores que disipan la nube religiosa. Pero ya se sabe, compartir un té en Marruecos sella una amistad para toda la vida, porque delante del té surgen todos los mundos posibles y, sobre los imposibles, se trazan caminos de credibilidad. La fe del Rey es la fe de su pueblo y no olvidemos que Mohamed VI guarda bajo llave su certificado de califa, su consanguinidad con el Profeta le convierte en la cara del milagro, en el Marruecos árabe e islámico. Sus oraciones son las oraciones del pueblo. ¿Dónde están los deseos de los y las marroquíes? Quizás bajo el tapete verde de oración del Rey, como el polvo que se esconde a toda prisa, para que los invitados no hablen, no cuchicheen, no expongan los trapos sucios de un palacio herido. Lo más importante es parecer pulcro, serlo implica empezar a darse cuenta de la porquería que se acumula en las esquinas y esto es un esfuerzo democrático brutal.
En Marruecos la hipocresía es el plato del día. Lo puedes pedir en cada cafetería, atestada de hombres que vigilan y castigan con su mirada a las mujeres ausentes que transitan por un espacio dominado por la testosterona. Se sirve en cada semáforo, donde jóvenes africanos –auténticos africanos, de piel oscura y pelo acolchado–, apelan a la compasión de los conductores que los miran como extranjeros en un país que exporta extranjería. Es el plato estrella de las casas donde se practican abortos clandestinos, de los contendores de bebés abandonados, de la prostitución tan apreciada por los golfos pérsicos, del sexo anal extramatrimonial y del himen intacto a golpe de bisturí, del sexo sin consentimiento amparado por el artículo 490.
Parece que al té con hierbabuena y al plato del día se le ha sumado un comensal, Pedro Sánchez. No está mal, supongo que se aburre del fuet catalán y los pepinillos rusos no son suficientes. Su apoyo y reafirmación a la Monarquía Alauí respecto a la anexión del Sáhara es una muestra de afecto, de afecto para un país del que no puede exudar más que la versión notarial de un asunto enquistado. El Sáhara es el Sáhara Alauí y esto es en lo que ha participado Sánchez, en extender el relato único, en arraigar todavía más si cabe la única narrativa posible sobre un territorio anulado y sobre el limbo legal en el que viven sus gentes. Sánchez, la cara de España, aparece como un súbdito más de la monarquía vecina, porque sus palabras corren en paralelo a las tres líneas rojas, se mueven al mismo ritmo que la incapacidad de juicio que tenemos las personas marroquís sobre la cuestión del Sáhara. Y esto supone participar en el silencio que impone la hipocresía. Es la actitud del que golpea sobre la mesa y dictamina que no se habla de política durante la comida. La fiesta en paz, siempre que la guerra sea para los otros.
El iceberg del Sáhara
Debajo del asunto saharaui, se halla la inconciencia colectiva. Como un iceberg, la nulidad del pueblo saharaui destapa la nulidad que el pueblo marroquí tiene para expresarse sobre ello. Una autoimposición que se retroalimenta con la represión aprendida, integrada como un órgano del que han bombeado las múltiples protestas contra la parálisis social, política y económica que vive Marruecos. España apenas se hizo eco de esa Primavera Árabe, apenas unos tintes de revolución en un país insatisfecho. Pero aquí España juega bien al amigo esquivo, para el bienestar de la vecindad. Marruecos es un hervidero de insatisfacción en todos los sentidos: un contenedor de sexualidad frustrada por la deriva tradicionalista e islamista que ha calado a la sociedad, un cuerpo encerrado sobre la falsa idea de identidad única y arabizada cuando su corazón habla en una variedad dialectal con raíz amazigh indescifrable. Marruecos es la incomodidad de España, pero hay de tenderle la mano y mirar hacia otro lado.
El Sáhara es solo otro parche más del pack de tiritas que tapona las posibilidades de avanzar hacia una democracia real en Marruecos. El veto alauí sobre el Sáhara es la persecución efectiva del diálogo sobre su autodeterminación, es la negación de trazar posibilidades que partan ineludiblemente de los y las saharauis, la necesaria revisión de la opinión pública marroquí sobre un asunto que forma parte de su historia.
Creo que la pregunta es sencilla. Pregunta que debemos hacernos como españoles de origen marroquí, nosotros que pisamos un suelo de derechos y privilegios como España: ¿Cuántas veces reclamamos para nosotros libertades que no concedemos a los demás? Y su simplicidad radica en que desde ella emerge el entramado de las mentiras que sostienen a una sociedad refractaria a la autocrítica. Detrás de este escenario, una tramoya se enerva sobre la tríada de una linealidad roja que exhibe nuestra impúdica y bicéfala moralidad.
Tres líneas rojas separan la libertad del presidio. Tres líneas rojas trazan una frontera entre hablar y callar. Tres líneas rojas son la distancia entre la política a dedo y la democracia de la mayoría. No son catorce kilómetros los que separan Marruecos de España. No. Son tres líneas rojas...
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Karima Ziali
Escritora, filósofa y antropóloga. Nacida en Marruecos y criada en Catalunya, se dedicó a la docencia hasta que decidió tomarse en serio como escritora e investigadora. Colabora con diferentes publicaciones y con una escuela feminista. Instalada en Granada desde hace unos meses, se dedica a la investigación sobre sexualidad e Islam.
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