GOLPE DE REMO
La ingeniería social del antiabortismo
La disyuntiva no es aborto sí o aborto no: es, a partir de un inquebrantable ‘aborto sí’, un Estado que proporcione los medios para que la planificación familiar sea segura y cómoda o uno que no los proporcione
Pablo Batalla Cueto 20/05/2022
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Hay cosas con las que no acaba ni la ingeniería social más insoportable. Una de ellas es el aborto. Abortar, se aborta siempre. Lo que se dirime es el quién y el cómo del aborto. Si se ilegaliza, se seguirá abortando. Las hijas de la clase alta lo harán cómodamente, en clínicas seguras fuera del país (el Londres del franquismo) o, dentro de él, por mano de facultativos a los que, aunque lo que hagan no sea legal, nadie perseguirá. Las hijas de la clase baja también lo harán, pero lo harán de cualquier manera, con peligrosos métodos tradicionales o en sórdidos abortorios clandestinos. Como explican quienes los entienden correctamente, los conservadores –y este del aborto es uno de los mejores ejemplos– no son enemigos de la libertad, sino que la aman: lo que buscan es que no se socialice; que pertenezca tan solo al estamento privilegiado.
Hay estudios que muestran que la tasa de abortos ha permanecido básicamente constante a lo largo de la historia, dando igual si la interrupción voluntaria del embarazo se penalizaba o no se penalizaba: lo que asciende o desciende vertiginosamente cuando cambia la legislación es el número de mujeres que fallecen o padecen secuelas graves como consecuencia de un aborto mal practicado. Bien es cierto que, en el país que ha llegado más lejos que ningún otro en la historia, en la persecución del aborto, sí que se produjo un baby boom. Curiosamente, ese país no era una teocracia, sino un Estado nominalmente socialista, en el cual regía el ateísmo oficial: la Rumanía de Nicolae Ceauşescu. Lo que sucedió allí nos abre una ventana aleccionadora a lo que podría ocurrir aquí si se hicieran realidad las siniestras ambiciones social-ingenieriles máximas de nuestros propios antiabortistas.
El 1 de octubre de 1966, el dictador rumano promulgaba el Decreto 770, en virtud del cual someterse a un aborto pasaba a castigarse con duras penas de prisión; decreto que se anunciaba en televisión como “una nueva página en la historia de nuestra encomiable lucha contra la decadencia del imperialismo”. La nación necesitaba “vitalidad, juventud y vigor” y necesitaba asimismo, como rezaba un eslogan acuñado por el Partido, “¡veinticinco millones de rumanos en el año 2000!”. Faltaban seis millones, las rumanas tenían que ponerse manos a la obra y, por si no quisieran, se tomaron medidas. Los preservativos desaparecieron de las tiendas. En los hospitales, se implementaron comisiones especiales que revisaban a cualquier mujer que llegara con hemorragia a fin de comprobar si se había sometido a un raspado, y también estaba prohibido auxiliar a una mujer que se desangraba hasta que delatara al que le había practicado el aborto. En las fábricas, se realizaban controles ginecológicos obligatorios a las trabajadoras. Y, en el límite, se perpetraban cosas como las que recoge el documental Los hijos del decreto, de Florin Iepan, entre cuyos testimonios espeluznantes se cuenta el de la comitiva fúnebre de 1985 de una joven obrera de una fábrica textil de Bucarest, de la cual las autoridades exigieron que se detuviera bajo las ventanas de la factoría para servir de lección a las compañeras de la fallecida, mientras sus tres hijos lo presenciaban todo y lloraban y gritaban: “¡Mamá!”.
Aquellos niños no deseados, a los que se conocerá como decretáneos, se toparán con hogares rotos y sin amor
Toda esta violencia desatada contra las mujeres no acabó con el aborto en Rumanía. Y los horrores que esto desató son el tema del reportaje más interesante y perturbador de los que conforman Bucarest: polvo y sangre, una colección de piezas de la reportera polaca Margo Rejmer. En primer lugar, hubo, ciertamente, un incremento notable de nacimientos: en 1967, venían al mundo en Rumanía el doble de niños que un año antes, pero ello tensionó la capacidad del Estado para absorberlos. Aquellos niños no deseados, a los que se conocerá como decretáneos, se toparán con hogares rotos y sin amor, el complejo de no ser deseados y una falta galopante de plazas en guarderías, parvularios y escuelas; y más tarde, crecidos ya, con problemas para el acceso a trabajo o vivienda, todo lo cual hará de ellos una generación característicamente defraudada, rencorosa, de la que Rejmer teoriza que será la que lidere el derrocamiento de Ceauşescu. Enfadados con la vida, “desearán la muerte de aquel que los trajo al mundo. La muerte del Padre de la Nación”. Para aquel 1989, habían muerto en Rumanía unas diez mil mujeres debido a complicaciones derivadas de abortos fallidos, al menos según la estadística oficial: algunos investigadores consideran que las cifras reales fueron más elevadas. Para más inri, como explica Rejmer, “por lo general las mujeres daban a luz a su primer y a su segundo hijo, y tomaban la decisión de abortar cuando sabían que serían incapaces de alimentar al siguiente. Por eso, las que morían a causa de las complicaciones tras un aborto, dejaban hijos huérfanos y maridos indefensos”. Esto provocó una red de orfelinatos abarrotados.
La odisea que suponía interrumpir un embarazo en aquel país queda bien reflejada en la angustiosa película 4 meses, 3 semanas y 2 días (2007), de Cristian Mungiu, que relata la historia de una estudiante encinta y su amiga para conseguir un aborto y cómo un falso médico se aprovecha de su desesperación y las viola. Vlad Ivanov, el actor que interpretó a este, se toparía en varias ocasiones con mujeres rumanas que, habiendo conocido de primera mano aquel infierno, habían visto la película, “no veían en mí –cuenta– a un actor, sino al personaje de la película, al hombre que practicaba abortos”, y estallaban en llanto al verlo, recordando su miedo y su desesperación. Aquella Rumanía era, en general, un país desquiciado. Rejmer recoge testimonios como el de Stefan, nacido en 1978, y que recordaba de su propia infancia que “los niños se preguntaban unos a otros: ‘¿A ti te querían?’. Y se insultaban: ‘¡Accidente!’”. En las cárceles, se daba la paradoja de que médicos presos por practicar abortos siguieran practicándolos en prisión para las hijas de los empleados del penal.
La derogación del Decreto 770 sería el primer cambio legislativo aprobado por la Rumanía postsocialista, pero sus secuelas perviven hasta hoy. El decreto –explica un rumano a Rejmer– “lo cambió todo: las relaciones entre esposos, vecinos, amigos, entre padres e hijos. Las mujeres dejaron de confiar unas en otras y, al mismo tiempo, estaban condenadas las unas a las otras, porque solas no se las podían arreglar. La sociedad no ha tenido tiempo hasta hoy de recuperarse tras aquel experimento que debía construir grandes familias felices y que resultó ser una bomba que destruyó los lazos entre las personas”.
Hay en todo esto una lección sobre la tenacidad de nuestra antropología: un río que encontrará la manera de seguir fluyendo por el cauce del que trate de desviarse, y del que la planificación familiar forma parte. Otro subproducto paradójico del Decreto en la Rumanía actual es una normalización y desdramatización del aborto mucho mayor que la que se da en un occidente que fue conquistando su derecho progresiva, serenamente: cuando la ingeniería social tira de la sociedad en una determinada dirección, siempre ocurre que, en cuanto aquella se libera de ese tirón, la energía liberada la propulse equivalentemente en la dirección contraria. La disyuntiva, repitámoslo, no es aborto sí o aborto no: es, a partir de un inquebrantable aborto sí, un Estado que proporcione los medios para que la planificación familiar sea segura y cómoda o uno que no los proporcione, y convierta aquella en un asunto tenebroso y un agente de disgregación y destrucción social.
Hay cosas con las que no acaba ni la ingeniería social más insoportable. Una de ellas es el aborto. Abortar, se aborta siempre. Lo que se dirime es el quién y el cómo del aborto. Si se ilegaliza, se seguirá abortando. Las hijas de la clase alta lo harán cómodamente, en clínicas seguras fuera del país (el Londres...
Autor >
Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí