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Lo confieso: ¡Estoy hasta el mismísimo! Y no me engañes, si has abierto esta carta es muy probable que últimamente tú también te acuerdes de las partes pudendas propias, ajenas o celestes con demasiada frecuencia. Y no creo que seamos raros. Miro a mi alrededor y veo una epidemia nada silenciosa de angustia, rabia, pesimismo y tensión que por momentos se corta como un tejido fluido y pegajoso. Como tú, no tengo claro del todo qué nos ha pasado, pero quiero darle una vuelta a todo esto.
Verás, puede ocurrir, desde luego, que tus motivos de desánimo y los míos no coincidan. Yo creo que ya voy entendiendo los motivos propios. Los fui entendiendo mejor cuando al acostarme repasé qué había pasado en los últimos días para que entrara en la cama rígida como una gárgola. Estaban las cuestioncillas de la salud, cierto, y es que cumplir años es malísimo para la salud y alternar con médicos más que con tus amigos o amores no ayuda al buen rollito. Luego el trabajo, claro –¡a la mierda el trabajo!–. Pero, escondiéndose en la negrura, vislumbré enseguida un gran factor irritante, ¡la televisión! ¡Claro! Gracias a la baja, llevo meses despertándome por las mañanas con los titulares de una prensa que más parece una banda armada, con opiniones de tertulianos que me irritan lo mismo que una conversación de cuñados en nochevieja –y es a diario– y con una lluvia incesante de mensajes que anuncian el apocalipsis.
Llevo con el anuncio del desastre del Gobierno, ¡que se cae mañana!, desde hace cuatro años –aquí hay muertos con buena salud. Meses con la noticia de que los precios se disparan y nos hundimos por la inflación –bueno, sí, suben–, pero luego veo que tenemos 17 Estados europeos con más inflación y solo cinco con menos, pero ¡da igual! Seguimos con el anuncio de que los trabajadores se encaminan al hambre a pesar de que se han subido sueldos, hay menos parados que en los últimos veinte años y más contratos indefinidos que en los últimos treinta años, pero, sin duda, de no haberse adoptado ninguna medida, y si hubiéramos confiado en la mano inefable del mercado, estaríamos mejor. A continuación, señores y señoras entusiastas redoblan los tambores y nos animan a prepararnos para la guerra –y yo solo alcanzo a pensar que mis hijos tienen edad militar en caso de movilización. Cuando ya me hablan de la guerra nuclear con elegancia, ligereza y una sonrisa, me acuerdo de las tensiones nucleares de los años ochenta y recuerdo que ni los más fanáticos confiaban entonces en algo distinto del exterminio total en caso de esta. Luego me dan el parte de los diversos virus y recuerdo el confinamiento y los amigos desaparecidos y, mientras una viróloga me explica alegre la viruela del mono, no ceso de ver imágenes del colectivo LGBTI, porque al parecer todos los males bíblicos y biológicos nos son imputables. ¡Aún más! Me explican la tuberculosis vacuna, que para eso vivo en Castilla y León, patria de las vacas en campaña electoral, y para ilustrar el problema me ponen un anuncio de Vox en el que mi ínclito vicepresidente entrevista a un ganadero. ¡Viva la objetividad! Pero ya llego al éxtasis cuando me anuncian una matanza de niños en Texas, una más, y las siempre mesuradas tertulianas divulgan el bulo de que el asesino es “un transexual” y se lían a poner fotos de chicas trans jóvenes. Aquí, recuerdo, me salió un grito gutural muy cercano a la expresión de asco sin impurezas. Estuve a punto de tirarle algo a la pantalla. No lo hice porque aún me habría sentido más tonta comprando otro de esos aparatos diabólicos y explicando a mi familia qué había pasado.
Quién te manda ver la tele, diréis. Pero el caso es que mientras he “disfrutado” de una baja me he convertido en una más de los varios millones que por la mañana o por la noche nos intoxicamos con esa marea de pesimismo envuelto en satén. Si acudo a las redes sociales es aún peor: allí me encuentro con diversas dosis de odio; en formatos crudo, envuelto en “humor”, con tono épico patriótico, disimulado en colegueo…
Tus razones para estar hasta el… igual son otras o igual en el fondo se parecen bastante.
Max Aub, un escritor magnífico y por desgracia casi olvidado en nuestro país, decía que detrás de un pesimista hay un reaccionario. Y quizás por eso no me extraña esta siembra de pesimismo. Es desmovilizadora, desilusionante, insolidaria, aturde, te anima a irte a una terraza a tomarte unas cervezas y a no atreverte a moverte de allí hasta el cierre. Y creo que es exactamente eso lo único que alguien, en su malévola sabiduría, ha decidido que tenemos que vivir. Porque no tengo la impresión de que me inciten a solución alguna o que se me propongan mejoras sobre lo que se critica. La única solución que me venden es que se vayan esos, que ahora llego yo y todo será felicidad. Y la verdad, nunca un problema complejo ha tenido una solución así de sencilla.
Me atrevo, pues, a desconfiar y a rebelarme y a pedirles a ustedes que también lo hagan. Seamos claros, no les invito a comprar tacitas de Mr. Wonderful, a dibujar corazoncitos y flores o a ver videos de gatitos. ¡A la mierda el buenismo! Pero sí les invito a darse cuenta de nuestro potencial transformador. Para transformar nuestras vidas y para transformar las de los demás.
Hace años, escribía sobre la noche en que Sylvia Rivera y Marsha P. Johnson se plantaron ante unos policías e iniciaron una revuelta de barrio. Seguro que no eran conscientes de cómo iban a transformar las vidas de millones de personas LGBTI. Recuerdo vagamente el momento en el que leí una noticia económica de diez líneas y concebí la idea de hacer una tesis doctoral que cambió y definió mi vida. TODOS, en algún momento, hemos tomado una decisión que nos ha transformado o que ha transformado la vida de quienes nos rodean. Todos, en algún momento, hemos leído algo, escuchado una canción o recibido una idea que nos ha cambiado la vida o por la que hemos cambiado el destino. Démonos cuenta de que hay pequeños actos revolucionarios. Leer, buscar fuentes, mantener un sano escepticismo frente a la fanfarria del desfile, decidir no repartir la mierda que te echan, apostar por el cariño y el entendimiento con quienes nos rodean, votar, participar, no callarse ante la injusticia, buscar un mañana mejor; todo ello es revolucionario. Importa poco si nuestra mejora es animar a la vecina del sexto, pelear por tu barrio o establecer las bases para un decrecimiento social y económicamente sostenible. Nuestras actitudes son las que definen el mundo en el que vivimos y el que dejaremos a nuestros hijos. No sé ustedes, pero yo soltaré algún rediós más y seguiré adelante con la fe de los poetas y los locos.
Ah, ¡y les animo a seguir leyéndonos en Contexto! Eso también es un acto de resistencia.
Lo confieso: ¡Estoy hasta el mismísimo! Y no me engañes, si has abierto esta carta es muy probable que últimamente tú también te acuerdes de las partes pudendas propias, ajenas o celestes con demasiada frecuencia. Y no creo que seamos raros. Miro a mi alrededor y veo una epidemia nada silenciosa de angustia,...
Autora >
Marina Echebarría Sáenz
Es catedrática de Derecho Mercantil.
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