ORGULLO
A mis amigas: apuntes de una mujer bisexual en un junio que nunca fue del todo nuestro
La imposición del monosexismo supone la negación de la fluctuación y la amplitud de la experiencia humana
Julia Cámara 21/06/2022
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“Una perra sola es una perra muerta.
Una manada es un comando político”.
Itziar Ziga
El 12 de junio de 2016, a pocos días de la celebración del Orgullo, un hombre armado entró en la discoteca LGTBI Pulse (Orlando, Florida), asesinando a 49 personas. La conmoción fue tremenda. Por algún motivo que entonces no supe comprender, la masacre me afectó de una manera extraña. Acudí sola a la concentración de repulsa que se organizó en mi ciudad y me pasé el acto llorando. Al volver a casa escribí en mis redes sociales el primer texto en el que me reconocía a mí misma, aunque de manera circunstancial y en una posición casi de externidad aliada, como parte de la comunidad LGTBI. Dos semanas más tarde fui a la manifestación del Orgullo con mis amigas. A acompañar, nos decíamos.
Hay una enorme dificultad en reconocer aquello a lo que socialmente nos esforzamos por darle toda otra serie de explicaciones viables. Lo explica a la perfección Elisa Coll en Resistencia bisexual (Melusina, 2021), un libro precioso que te va quitando capas de lastre de encima conforme avanzas en su lectura. Me lo regalaron mis amigas. Recuerdo recibirlo en mi cumpleaños y pensar que iba a tardar un montón en abrirlo, que a mi edad ya tenía mi sexualidad muy aceptada y que no necesitaba identificarme con ninguna pretendida experiencia universal para vivir tranquila. Capítulo tercero: “Lo que no se concibe”. La distancia intangible que hay entre la práctica y la identidad y (sin ser yo muy fan de las identity politics, actualmente encarnadas en primer lugar por los hombres blancos cishetero) la gran importancia que la identidad tiene para la acción política.
Cuando empecé a enrollarme con mujeres, allá por los 17 años, todo parecía tener cabida dentro de la experimentación sexual de la adolescencia. Entonces no eras bisexual (no te flipes): solo eras una guarra. Hay quien rechaza ese título y se esfuerza en demostrar que bisexualidad y promiscuidad no son necesariamente afines. Me parece legítimo. Yo lo abracé como explicación de mi vida. Lo de ser una guarra puede decirse con toda su carga ofensiva (y su correlato reivindicativo –gloria eterna a Las Vulpes–) o tratar de revestirlo de una decencia impostada: es solo que eres moderna, abierta de mente y disfrutas del sexo. Dice Elisa Coll que “desvincularse de las prácticas y deseos que podrían poner en entredicho la heterosexualidad y no cuestionarlas por considerarlas no como algo visceral y ligado a la vulnerabilidad, sino como muestras de intelectualidad bohemia, solo hace crecer el estigma de la bisexualidad, pues resulta menos amenazante para un tío ver a su novia como moderna y abierta de mente que como bisexual”. Yo añadiría que verse así es menos amenazante y menos complicado también para una misma.
¿Bisexual? Sí, bueno, supongo…
La primera vez que Jess Goldberg (la protagonista de Stone Butch Blues) pronuncia la palabra “lesbiana” es en la página 249 del libro. La han detenido en infinidad de redadas y lleva cinco años viviendo con su novia, pero nombrarlo así la descoloca: “Nada. Simplemente nunca había dicho esa palabra. Suena tan fácil cuando la dices tú. (…) Me cuesta decirla”. Cinco décadas más tarde, la bisexualidad nos coloca ahí: en el hacer y sentir, pero sin llegar a nombrar. En una línea fronteriza entre lo uno y lo otro que no otorga identidad compartida. Porque como Elisa Coll explica, para invisibilizar la bisexualidad no hace falta negarla: basta con relegarla a la nada, al no lugar, al no ser. A punto medio móvil, a combinación de las cosas que sí son. Es mucho más fácil no plantearse nada y asumir que las partes que no encajan tienen, necesariamente, una explicación distinta.
Para invisibilizar la bisexualidad no hace falta negarla: basta con relegarla a la nada, al no lugar, al no ser
Todas mis amigas son bisexuales. Me di cuenta al leer el libro, pese a que salimos de fiesta juntas, nos contamos los ligues y les he conocido enamoramientos y parejas. Si me preguntaran directamente por cada una de ellas, de algunas diría “sí, por supuesto” y de otras “yo qué sé, le gustan los chicos y las chicas”. Durante muchos años, cuando la interrogada he sido yo, mi respuesta ha sido “sí, bueno, supongo”. Sí. Bueno. Supongo. Descubres tu deseo, asumes su multiplicidad, le das permiso para vivir en ti, y entonces ya no puedes seguir nombrándote hetero, pero tampoco hay otra comunidad a la que ir a buscar refugio.
Dice Elisa Coll que en la mayor parte de los casos se vive durante años sin autonombrarse como nada: ni hetero, ni gay o lesbiana… ni bi. Y al contrario de lo que el mantra individualista y neoliberal querría hacernos creer, la ausencia de etiquetas (o, si queremos evitar la connotación estigmatizadora: de identidades colectivas) no es una ventaja ni una victoria. Lo sería en un mundo libre de explotación y de dinámicas de opresión, pero en esta sociedad las categorías funcionan independientemente de nuestra opinión sobre ellas. Negarlo nos incapacita para comprender la realidad y sesga nuestros análisis y nuestras propuestas en beneficio de los siempre beneficiados. Las violencias estructurales se ejercen sobre grupos claramente definidos como ajenos a la norma, pero también sobre lo que no se puede definir –bien lo saben nuestras compañeras trans–. Atrevernos a nombrarnos, renunciar a escapar de la realidad colectiva que funciona también sobre nosotras, es un paso necesario para colectivizar la disidencia y comprender lo que nos pasa.
A vueltas con el monosexismo
Los territorios de frontera constituyen lugares de tránsito: no están pensados para vivir ahí, sino para seguir avanzando hacia uno de los dos lados. Y si bien la bisexualidad es en realidad “un lugar para quedarse” (qué título precioso el del capítulo final del libro), lo cierto es que socialmente sigue viéndose de otra forma. Más allá del imaginario de “la fase” (tenemos una edad ya, por suerte hace mucho que dejamos atrás la adolescencia), las personas bisexuales vivimos en dos temporalidades: la de la legitimidad que se nos concede cuando nos vinculamos en relaciones sexoafectivas estables (leídas como “relaciones homo” o “relaciones hetero”) y la de los interludios de confusión entre estas. Condenadas a ser lo que Elisa Coll llama “las desviadas de Scrödinger”, esas que en cualquier momento pueden asentar la cabeza y desvelar su verdadera orientación. Obligadas a salir del armario a diario, en cada nuevo espacio y con cada nueva persona. Leídas alternativamente como homo o hetero en función de lo demostrado por la práctica (sic) y los prejuicios de la mirada.
Tiene toda la razón Elisa Coll al afirmar que “se usa el amor romántico como medidor de la calidad de la bisexualidad: es más válida una bi con novia estable que una bi que se enrolla con chicas cuando sale de fiesta”. La cultura de la monogamia y el imaginario en torno al amor romántico son algo que nos afecta a todas, pero lo hace de distinta forma. Las mujeres sabemos en qué lugar nos deja la negativa a adoptar un rol sexual considerado prudente. Los hombres gays llevan décadas denunciando la exigencia de contención sexual y de desarrollar parejas para toda la vida como requisito para recibir aceptación pública. Con las personas bi, a todo esto se le añade otro giro de tuerca: solo la sucesión de diversas parejas estables de distinto género podría demostrar que verdaderamente somos bisexuales. Me lo decía una amiga: “Una tía bi con novio, cómo me va a creer alguien. Cómo me voy a creer yo misma”.
“Se usa el amor romántico como medidor de la calidad de la bisexualidad”
La imposición del monosexismo (la asunción de que la orientación sexoafectiva es siempre lineal, estable y unidireccional) supone la negación de la fluctuación y la amplitud de la experiencia humana. “En el momento en que dejamos de estar solteras se nos asigna una identidad monosexual (hetero/homo) según el género de nuestra pareja”, apunta Elisa. Y ninguna de las dos opciones nos deja muy bien paradas. O somos heteros que tontean con otras mujeres porque, bueno, somos unas guarras… o somos lesbianas que no quieren reconocerlo por miedo a perder el supuesto “privilegio hetero”. Sobre lo insultante que es esto último y lo poco que casa con la realidad de las violencias específicas que sufrimos las mujeres bisexuales no voy a entrar aquí, pero el libro le dedica al tema un capítulo completo que bien puede ponernos los pelos de punta. En cualquier caso, el resultado es que nunca somos suficientemente bisexuales. Así que de atrevernos a reconocernos como parte del colectivo LGTBI, mejor ni hablamos.
Nombrar, nombrarse, nombrarnos
Ser mujer bisexual implica estar en una búsqueda constante de validación (o en la terrorífica intuición de que esta jamás será recibida). La necesidad de identidades firmes y estables, que nos aporten seguridad y nos concedan legitimidad pública, casa mal con la llamada a definirnos que recibimos de todas partes, como si la bisexualidad en sí misma no fuera definición suficiente. La primera vez que me nombré a mí misma como bi fue en respuesta a un rollo de verano que se había pasado días repitiéndome lo mucho que yo le había decepcionado. Con lo feminista que yo era, con lo deconstruida que parecía… y sin embargo seguía follando con hombres. Si el comentario hubiera venido de alguien con quien no me estuviera acostando, me habría dado risa. De ella, lo recibí como una humillación y como un insulto.
Sabiéndose definitivamente no hetero, frecuentando espacios LGTBI y relacionándose fundamentalmente con mujeres, varias de mis amigas han optado por conseguir legitimidad hablando de sí mismas como “lesbianas”. Otras no podemos (ay, las bisexuales con novio) o, simplemente, no queremos. El cansino llamamiento al lesbianismo político nos señala, nos sitúa en los márgenes (con suerte) del colectivo LGTBI y nos marca como impostoras. Supone además que alguna gente se otorgue autoridad para decidir cuál debería ser la orientación correcta de otras personas. A mí, que jamás he entendido cómo es posible sentir deseo por un solo género (y más siendo el género, su identidad y su expresión, cosas tan extrañas), no se me ocurriría cuestionar la homosexualidad de nadie.
Cuando empecé a hacer militancia feminista, me encontré con un montón de chicas jóvenes que ya habían salido del armario como bisexuales. A mis primeros Orgullos fui con ellas, sintiéndome profundamente ajena al modo en que hacían propios los lemas, admirándolas por lo claro que tenían las cosas y pensándome a mí misma, en comparación, como aliada. Leer Resistencia bisexual ha sido sentirme abrazada por todas ellas, reconciliarme conmigo misma de una forma que jamás había pensado necesitar, ver encajar de pronto tantísimas cosas que antes apenas percibía. Devoré el libro y tuve que contener las ganas de salir a la calle gritando: leed esta maravilla. Elisa tiene la capacidad de desplegar un pensamiento que rodea la globalidad del problema sin dejar que se escapen trocitos por ninguno de sus lados. Un pensamiento con forma de red pesquera.
La primera persona a la que le dejé Resistencia bisexual me lo devolvió diciendo que quería hacerse amiga de la autora. Es cierto que los procesos colectivos son lentos (hasta que un día son, de pronto, relámpagos) y que el modo en que nos vemos impulsadas a formar parte de ellos es algo personal y variable. Pero ha empezado junio y realmente parece que este año hay ahí fuera un montón de gente dispuesta a que la bisexualidad sea, también, motivo de Orgullo. Este 28J iré a la manifestación con mis amigas. Y no sé si me sentiré más o menos parte, pero si hay algo que tengo claro es que no voy a sentirme una impostora. Nunca más.
“Una perra sola es una perra muerta.
Una manada es un comando político”.
Itziar Ziga
El 12 de junio de 2016, a pocos días de la celebración del Orgullo, un hombre armado entró en la discoteca LGTBI Pulse (Orlando,...
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