El salón eléctrico
Cazador blanco, elefante negro
El elefante sigue en la habitación: enfermedades mentales y traumas posbélicos, violencia institucional, acoso y fracaso escolar, desesperanza, desigualdad y las ‘fake news’ que abonan la ideología ultra
Pilar Ruiz 18/06/2022
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Lo han oído y leído muchas veces: tirador, asaltante, agresor, atacante, radical, xenófobo, ultranacionalista o supremacista. Eufemismos para hablar de un hombre o muchacho blanco armado que se mete en un colegio, universidad, iglesia, mezquita, campamento juvenil, discoteca, supermercado y mata gente. Cualquier cosa antes que decir “terrorista”, apelativo de uso privativo para otras etnias o nacionalidades. Son ya una decena de casos en EE.UU. tras la matanza de Uvalde (Texas). La última –hasta ahora– el 6 de junio, en una discoteca de Chattanooga (Tennessee), con tres muertos y 14 heridos. Respuesta: más armas. Ohio acaba de permitir que los docentes vayan armados a las escuelas. Es el mismo país donde los legisladores suprimen derechos antiguos, como el del aborto, a la vez que rechazan proteger la vida de sus ciudadanos. Una democracia ejemplar que hace bien poco sufrió un intento violento de golpe de Estado a manos de los seguidores ultras de Trump.
En EE.UU. vive la española Cristina Martínez (Sevilla, 1986) con su marido e hija. Profesora desde hace siete años en una escuela primaria de Tualatin (Oregón), nos cuenta lo que supone para los maestros esta omnipresente amenaza:
“Tenemos varios protocolos de actuación: si existe el aviso policial de que hay algún sospechoso por la zona, salta la alarma y cerramos puertas y persianas aunque continuamos con las clases. También tenemos el lockdown, un simulacro en el que participan los niños desde los cinco años para prepararlos por si llega al cole ‘alguien malo’. Los escondemos en el lugar del aula más alejado de puertas y ventanas y se les pide que estén en silencio. Si tienes armarios en los que quepan los niños, los metes ahí. Luego cerramos las puertas con llave y, si contamos con ella, la atrancamos con una barra metálica, también cubrimos las ventanitas de las puertas con un papel. En estos simulacros nuestra labor como maestros es calmar a los niños y niñas, pero también hacer que se lo tomen en serio y explicarles que es necesario para su seguridad. Cada vez que hacemos un simulacro se revisa todo el protocolo por si hemos cometido algún error. Algunos maestros compran por su cuenta una ‘barracuda’, una barra especial que bloquea la puerta del aula. Cuesta 200 dólares y no todos pueden pagarlo, es una vergüenza. Mi experiencia es triste, desesperante. Hay niños que faltan al cole, otros se obsesionan con que pueden ser atacados. Todos tenemos miedo. Nuestro trabajo como maestros es enseñar, pero se convierte en ser parapeto de los niños, un escudo antes de que les peguen un tiro. Si alguien entrara en mi clase… Sé lo que me pasaría. Y como madre, a mí también me costó mucho llevar a mi niña al cole después del tiroteo de Uvalde (Texas). Es tan fácil comprar un arma aquí…”.
En el estado de Oregón ya ha habido dos tiroteos en escuelas: en 2014 en Portland con un muerto y un herido. Y en 2015 en el Instituto Superior de Roseburg con diez muertos –incluyendo al autor de la matanza– y nueve heridos.
Los que crecimos en los ochenta recordamos a un personaje típico de la época: el veterano de la Guerra del Vietnam que se atrincheraba en un McDonald’s para asesinar a sangre fría a cualquier viandante. Un recurso clásico del cine, los exsoldados víctimas del trastorno de estrés postraumático (TEPT) de guerra, diagnosticado durante la Primera Guerra Mundial y que se repite con la guerra del Golfo, Irak o Afganistán. El mejor ejemplo, el de Robert de Niro y sus amigos –gringos pero de cultura rusa, qué cosas– en El cazador (1978), donde Cimino nos cuenta lo que les ocurre a unos chavalotes que solían ir a cazar ciervos por diversión, antes, durante y después de Vietnam.
A esos cazadores de hombres que atacan a niños y mayores también los llaman “lobos solitarios”. Hablando de lobos: los fans de la caza disparan contra cualquier gobierno que pretenda controlar su afición y a esa presa que ellos llaman, con gracejo sin par, “ecolojeta”. Pero ya sabíamos que entre las clases privilegiadas y los intereses empresariales abundan las escopetas, incluso los métodos gansteriles. A pesar de la propaganda sobre la dictadura progre que adoctrina a los niños, no hay casos en los que el bando ecológico tome las armas para imponer una dictadura arbolada, limpia de plásticos y libre de combustibles fósiles. Mientras, se baten récords de activistas medioambientales asesinados en el mundo: 221 personas solo en 2020.
Matar animales por placer es uno de los rasgos que identifican los primeros pasos de los psicópatas; al menos según los desarrolladores de perfiles criminales del FBI en la serie Mindhunter (Fincher, 2017). Desde una perspectiva muy distinta, Cazador blanco, corazón negro (Eastwood, 1990) reflexiona sobre la naturaleza autodestructiva del ser humano –y la naturaleza del cine como obra de arte– a través de la novela de Peter Viertel, guionista de La reina de África. Un director de cine muy parecido a John Huston –y a Clint Eastwood en su mejor interpretación como actor– es poseído por una obsesión malsana: matar a un elefante.
Recuerden: quien mata a un elefante es un criminal sin conciencia y desde el punto de vista cristiano, un pecador. ¿No caen?
“O estás loco o eres el hijo de puta más egoísta e irresponsable que he conocido jamás. Vas a mandar al diablo esta película, y ¿para qué? Para cometer un crimen. Para matar a una de las criaturas más raras y nobles que vagan por este miserable planeta”, dice el guionista. “Te equivocas: no es un crimen matar a un elefante”, responde el director. “Es mucho más que eso: matar a un elefante es un pecado. El único que puedes cometer comprando una licencia. Por eso quiero hacerlo”.
El cazador blanco deja vivo al animal, pero su capricho ha costado la vida a un hombre, por supuesto, negro. Recuerden: quien mata a un elefante es un criminal sin conciencia y desde el punto de vista cristiano, un pecador. ¿No caen?
Más elefantes: Elephant (Van Sant, 2003) reconstruye la matanza ocurrida el 20 de abril de 1999 en el instituto de Columbine (Colorado): 14 muertos y 24 heridos. El título hace referencia a la expresión “elephant in the room”, o el enorme problema que todos ignoran. Van Sant se llevó la Palma de Oro en Cannes, pero las cosas en EE.UU. siguen igual. El elefante de Columbine se ve muy bien en el documental definitivo sobre el demonio de las armas y quizá uno de los más divulgados del mundo: Bowling for Columbine (Moore, 2002). Está entero en Youtube, pero para verlo tienes que declarar que NO eres menor de edad. Curioso para una película contra el uso de las armas, ¿verdad?
Bien reciente es Desesperada (Noyce, 2021), con Naomi Watts dando lecciones en un pequeño ejercicio de estilo: madre sola, bosque y teléfono móvil como única arma para impedir que su hijo acabe tiroteado en el colegio. El cine activista siempre empeñado en mostrarnos al elefante… ¿solo americano? Politécnico (2009), del ahora muy celebrado Denis Villeneuve, narra la masacre en la escuela Politécnica de Montreal el 6 de diciembre de 1989, cuando Marc Lépine, armado legalmente con un rifle semiautomático, mató a 14 mujeres e hirió a otras 14 personas antes de suicidarse. El asesino decía que estaba “luchando contra el feminismo”. Desde entonces en esa fecha se conmemora en Canadá el Día Nacional del Recuerdo por las Víctimas de la Violencia Contra la Mujer.
Y está Utoya: 77 muertos y 300 heridos. El terrorista ultraderechista Breivik, condenado a 21 años de cárcel, mantiene una prolífica correspondencia desde prisión, actividad temporalmente suspendida en 2015, tras conocerse su intención de formar un “partido fascista” (sic) que las autoridades noruegas consideraron como un “movimiento que incluye la violencia extrema y el terror como instrumento”. Breivik ya tiene imitadores, como los autores de la matanza de Christchurch (Nueva Zelanda): 51 muertos y 40 heridos. Los asesinos se definieron a sí mismos como “luchadores contra el marxismo y el Islam”.
La masacre y el trauma posterior de una sociedad entera ha sido retratada en películas, series y documentales: Utoya. 22 de julio (Poppe, 2018); 22 de julio (Greengrass, 2018); 22 de julio –miniserie– (Sarah Johnsen, Slauten, 2020), Reconstruyendo Utoya (Jáver, 2018). También la serie Furia (Filmin, 2021), donde unos topos de la policía noruega buscan a blanquísimos neonazis que incluso son terroristas con todas las letras, esos monstruos inexistentes según la propaganda mediática. En esta serie se habla sin tapujos de la financiación rusa de los grupos ultraderechistas europeos, un secreto a voces que ahora calla la mayoría de la prensa mencionada más arriba que repite sin cesar que “la ultraderecha ya no da miedo” para, a renglón seguido, contar las fechorías de Putin en Ucrania.
El elefante sigue en la habitación: enfermedades mentales y traumas posbélicos, violencia institucional, acoso y fracaso escolar, desesperanza, desigualdad y las fake news que abonan la ideología ultra. En EE.UU. el cóctel explota por el descontrol absoluto de las armas de fuego agazapado tras una idea deformada de libertad, capaz de amparar incluso un golpe de Estado, mientras el lobby armamentístico y los políticos más indecentes sacan tajada de cada una de estas matanzas. Hay muchos, y están repartidos por todo el planeta, también en nuestro país.
Son cazadores blancos con el corazón negro.
Lo han oído y leído muchas veces: tirador, asaltante, agresor, atacante, radical, xenófobo, ultranacionalista o supremacista. Eufemismos para hablar de un hombre o muchacho blanco armado que se mete en un colegio, universidad, iglesia, mezquita, campamento juvenil, discoteca, supermercado y mata gente. Cualquier...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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