1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

  307. Número 307 · Abril 2024

  308. Número 308 · Mayo 2024

  309. Número 309 · Junio 2024

  310. Número 310 · Julio 2024

  311. Número 311 · Agosto 2024

  312. Número 312 · Septiembre 2024

  313. Número 313 · Octubre 2024

  314. Número 314 · Noviembre 2024

Ayúdanos a perseguir a quienes persiguen a las minorías. Total Donantes 3.347 Conseguido 91% Faltan 15.800€

tribuna

La risa de los supervivientes

Si la muerte existe todo es risible; la risa es lo más serio del mundo y al reírnos de la muerte nos concedemos algo así como un indulto general: nos perdonamos la vida

Santiago Alba Rico 28/06/2022

<p>Demócrito, conocido como el filósofo que ríe, retratado por Johannes Moreelse.</p>

Demócrito, conocido como el filósofo que ríe, retratado por Johannes Moreelse.

CC

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

En su libro Vivir con nuestros muertos, la filósofa y rabina francesa Delphine Horvilleur cuenta una especie de metachiste judío tan agudo como inquietante. Dice lo siguiente: dos supervivientes de Auschwitz están haciendo bromas sobre el Holocausto cuando de pronto se presenta Dios y les regaña severamente por tomarse a risa un asunto tan trágico. Los dos judíos le responden airados: “¿Y tú qué tienes qué decir? ¡Si no estabas allí!”.

Este chascarrillo finísimo –como un alfiler– se presta a dos reflexiones de distinto signo. Una, claro, teológica. Los dos supervivientes del exterminio nazi reprochan a Dios su ausencia del mundo precisamente en el momento en el que su pueblo más lo necesitaba; no hizo nada para detener la masacre; no hizo descarrilar los trenes de la muerte; no desactivó ni cerró ni anegó bajo un diluvio las cámaras de gas. No estaba cuando su existencia podía tener algún sentido. ¿La tiene acaso después? ¿Qué puede hacer Dios una vez pasado el peligro? Se podría decir que la existencia de un Dios que deja matar a seis millones de judíos y luego regaña a sus supervivientes por seguir vivos –por reírse de sí mismos– es bastante ociosa e injustificable, por no decir agraviante. Si Dios no puede impedir un crimen, ¿qué le queda? Aún puede, se aducirá, castigar a los criminales –además de censurar a los supervivientes–, pero, aunque esta visión es muy coherente con el Yahvé colérico del Antiguo Testamento, ninguna teología puede basar la existencia divina en la actividad punitiva o justiciera de un Dios que se ausenta en los momentos de peligro.

El chiste citado por Horvilleur me hace pensar en la famosa conversación entre Aliosha e Iván Karamazov de la no menos famosa novela de Dostoievski. Recordemos que Aliosha es el mejor de los hermanos Karamazov y el más mimado de los personajes, aquel en el que el autor quiere condensar todas las virtudes de su cristianismo ideal: ingenuo, amable, generoso, paciente, sacrificado, está muy preocupado por la violencia desatada entre Dimitri y el padre, pero también por el ateísmo de Ivan, cuya complejidad intelectual, al mismo tiempo, le atrae de manera irresistible. Aliosha necesita aliviar el peso que intuye sobre las espaldas del hermano; necesita refrescar esa alma atormentada en el Dios de amor al que ha entregado su vida. La larga conversación, como sabemos, no depara el resultado apetecido y, al contrario, Aliosha queda trastornado y sin argumentos ante la racionalidad dolida e incurable de Ivan, que no puede aceptar de ninguna manera la existencia de un Dios que “deja matar a un niño”. Esta idea –la del asesinato de un niño– subleva al hermano ateo. Todos los días ocurre –guerras, matanzas, torturas– y Dios no lo impide. ¿Y luego qué? ¿Cómo pretende luego reaparecer como si tal cosa? Pues luego nada, se exaspera Ivan. Nada. Luego Dios ya no puede hacer nada. Aliosha le recuerda que aún puede castigar y perdonar. Entonces Ivan contraataca feroz con esta paradoja insuperable: no, le rebate, de ninguna manera, porque –proclama– “no se puede castigar lo que no se puede perdonar y no se puede perdonar lo que no se puede castigar”. Hay crímenes tan terribles –es decir– que no pueden ser ni castigados ni perdonados. Nadie, ni siquiera Dios, puede castigar los horrores del Holocausto que no pudo o no quiso evitar: el delito es inconmensurable en términos punitivos; a esa atrocidad (¡el asesinato de un solo niño!) no puede “corresponderle” ningún castigo. Ahora bien, por eso mismo nadie, ni siquiera Dios, puede perdonar tampoco los horrores del exterminio nazi: hay acciones abisales, de efectos  irreparables, que son en sí mismas imperdonables (¡el asesinato de un niño!). El mundo queda así librado al imperio del mal, puesto que Dios, que detuvo la mano de Abraham, no detiene la mano de Hitler; los malvados, por su parte, quedan librados a su propio mal, inalcanzables para la justicia e inalcanzables para la piedad.

Nadie, ni siquiera Dios, puede perdonar tampoco los horrores del exterminio nazi: hay acciones abisales, de efectos irreparables 

Si Dios no está cuando se comete el crimen y no puede luego ni castigar ni perdonar, Dios sencillamente no existe. El argumento es tan convincente que deja a Aliosha desasosegado y sin respuesta. Este desasosiego es en realidad, lo intuimos, el del propio Dostoievski, que se sintió derrotado por uno de sus personajes, derrota que hace de él, felizmente, un genio de la literatura en lugar de un catequista ramplón o un panfletista reaccionario. Como es sabido, convertido a la ortodoxia más exaltada y al paneslavismo más autoritario tras el indulto del zar y la estancia en Siberia, Dostoievski daba a leer sus novelas a su confidente espiritual, un pope riguroso al que no le gustó nada, y con razón, la conversación entre Aliosha e Ivan. No le gustó porque –reprochó al autor– “se dan alas al ateísmo”. La respuesta de Dostoievski constituye el más humilde de los homenajes a su propia grandeza literaria: “Es que”, se disculpó avergonzado, “Ivan Karamazov es más inteligente que yo”.

La paradoja de Ivan es insuperable del lado del castigo, desde luego. El cristianismo –o cierto cristianismo– replicaría, sin embargo, que sí se puede refutar desde el perdón. Ningún Dios puede imaginar o concebir un castigo conmensurable con el asesinato de un niño. ¿Qué fuego, qué clavos, qué espinas, qué eternidad sufriente podría drenar ese abismo de mal absoluto y sin retorno? ¿Qué infierno podría equilibrar esa desaparición radical, “equivaler” a esa acción nihilizadora? Mira, Dios, no nos engañes, no estuviste ahí para impedir el crimen; por eso mismo el criminal ha escapado para siempre a tu jurisdicción. Lo has dejado, por así decirlo, a merced de sí mismo. Nada puedes hacer ya contra él. Todo lo más que cabe esperar es que, como en el caso de Raskolnikov, el personaje de Crimen y castigo, el criminal, a merced de sí mismo, recorra hasta el fondo su mal, sin ninguna salida o buscando, sin saberlo, como única salida, su propia autodelación; es decir, el alivio asociado a la condena del otro, siempre más benigna que la de la propia conciencia. Ahora bien, Crimen y castigo sí contempla la posibilidad de un Dios que, impotente para castigar, conservaría en cambio el poder sumarísimo, imprevisible, disruptivo, del perdón. Tiene razón Ivan cuando argumenta contra el castigo, porque el castigo tiene que ser tan físico, tan corporal, tan humano, como la acción reprobada y como la ausencia material que generó; y no es concebible ninguna reacumulación de dolor –ninguna apokatástasis punitiva– capaz de indemnizar semejante desgarrón en el cosmos. Los dolores, por así decirlo, discurren siempre en paralelo; mi dolor se suma al tuyo sin tocarlo, y por lo tanto no puede borrarlo –ni restaurar la pérdida. Todos los vengadores lo saben; el cuerpo del otro no admite tantos golpes, tantas puñaladas, tantas heridas como mi ira demanda; su cuerpo finito siempre se me escurre de entre las manos. La muerte del verdugo, por mucho que la estire y la aplace, me deja seco y con más sed. Por eso, un Dios vengativo –Ivan no se equivoca– es un Dios impotente; o, valga decir, un Dios inexistente.

El perdón, por el contrario, es inmaterial y, si se quiere, fulminante. Ningún castigo puede satisfacer la lógica del dolor, que demanda un dolor adicional infinito. El perdón no lo intenta: sencillamente –cuando ocurre, cuando raramente ocurre– se limita a alzarse inesperadamente contra toda lógica. Aquí lo importante es este “inesperadamente”. En Dostoievski el perdón cristaliza, por ejemplo, en la figura de Sonia, pero no tiene, digamos, rango teológico. Sí lo tiene, en cambio, la historia tramposa que cuenta su padre, Marmeladov, ese pequeño e indigno borracho, astuto y malvado, del que se ríen todos sus compañeros de taberna. Resumo brevemente el pasaje. Un día en que ha tocado fondo en presencia de su propia hija y se siente –como es habitual en los personajes dostoievskianos– el más abyecto y despreciable de los hombres, Marmeladov se rebela contra su ignominia y reivindica, frente a sus burlones contertulios, un destino de salvación. Cuando estemos todos muertos, les dice, Dios nos llamará al Juicio Final e irá separando a los malos de los buenos; yo, sabedor de mis pecados, aguardaré mi turno tembloroso, seguro de mi condena; vosotros la anticiparéis también con complacencia. Pues bien, una vez ante Dios, continúa el borrachuzo, oiré enumerar mis faltas, una lista interminable de tropelías infames y vicios deshonrosos; sentiré su mirada severa sobre mi cabeza inclinada y lo veré alzar la mano indicando implacable el camino del infierno. Aquí Marmeladov, consciente de su carisma narrativo, hace un breve silencio para generar suspense y luego sorprende a sus oyentes con este colofón: entonces Dios, en el último instante, mientras siento ya en el pecho el aliento del fuego eterno, me llamará de nuevo ¡y me perdonará! ¡Me perdonará! ¿Pero por qué? ¿Por qué esa injusticia? Naturalmente es lo que Marmeladov pregunta estupefacto, lo que se preguntan estupefactos sus compañeros, lo que nos preguntamos estupefactos los lectores. Dios contesta sencillamente: te perdono porque nunca lo has esperado.

Marmeladov es un granujilla que no corrige sus vicios precisamente porque espera ser perdonado; de algún modo su relato, atravesado por esa astucia consciente, plegaria trilera, hace ya imposible su salvación. O quizás no, porque hay un Dios que aprecia a los ebrios y a los granujas. La historia, en todo caso, es maravillosa y dice mucho acerca de la diferencia entre el castigo y el perdón. El castigo es imposible porque no colma jamás nuestras expectativas; el perdón es posible porque las desmiente. En la medida en que pone en juego el mayor poder imaginable –el de hacer lo que no se espera, lo que es contrario a la lógica– el perdón, al revés que el castigo, revela un poder divino o, si se quiere, sobrenatural. Los creyentes, siempre un poco tramposillos, encuentran razonables dificultades en imaginar a Dios castigando porque ni siquiera Dios puede inventar un castigo suficiente para el asesino de un niño, pero sí pueden atribuirle, con pillería interesada, ese singular superpoder humano. La trampa del perdón se llama vida y es quizás más católica u ortodoxa que protestante. Quiero decir que una vida sin perdón es tan invivible, tan imposible, como una vida de castigos. Una conocida frase de Dostoievski –precisamente de Ivan Karamazov– sentencia: si Dios no existe todo está permitido. Aliosha, tan tonto como Dostoievski, no supo responderle: no, Ivan, no, te equivocas, si Dios no existe, entonces lo que ocurre es que nada puede ser perdonado. Lo confieso: prefiero a los creyentes que aceptan el sinsentido del dolor y la imposibilidad del castigo y proyectan en su Dios el único superpoder que, al alcance de todas las manos, permite la continuidad de la vida. La humanidad no es un penal de condenados sin remedio; es un picnic de perdonados contra toda esperanza. Si no nos perdonásemos –si no nos perdonasen– todos los días, en cada minuto y cada respiración, no podríamos ni preparar unos spaghetti alla bolognesa ni tumbarnos un momento al sol ni contar un chiste; mucho menos parir y cuidar a un niño; y aún menos pronunciar la palabra “amor” y luego sobrevivir al ser amado.

El castigo es imposible porque no colma jamás nuestras expectativas; el perdón es posible porque las desmiente

Pero lo cierto es que a Dios, que no puede castigar los grandes crímenes, le está vedado perdonarlos. Si, como dice el chiste judío, él “no estaba allí”, no solo no puede censurar las bromas de los supervivientes sino que no tiene poder suficiente para perdonar a los verdugos. Eso solo pueden hacerlo las víctimas, que otorgan el perdón –cuando lo hacen– contra la matemática del dolor y contra el poder de Dios. O por encima de él. Contando ese chiste, los supervivientes de Auschwitz se perdonan a sí mismos su escandalosa supervivencia al tiempo que recuerdan que el perdón consiste básicamente en esa acción fulminante y contra toda lógica mediante la cual se expresa el máximo poder: el de no reducir la propia vida –ni la del verdugo– al imperdonable acto criminal que ha interrumpido el curso de la existencia. Impotentes para alcanzar la equivalencia entre dos males paralelos, nos representamos, a modo de compensación, un Dios vengativo o vengador, olvidando así que la venganza es también el límite de toda omnipotencia: ni siquiera Dios puede hacer lo que la finitud del cuerpo excluye. Nos representamos, en cambio, un Dios misericordioso prolongando hasta él, a modo de préstamo o regalo, el único superpoder del que disponemos en exclusiva los humanos: el de perdonar una ofensa. El Dios vengativo es sublimación y compensación mitológica. El Dios misericordioso, proyección y autorreconocimiento antropológico. En el catolicismo, Dios solo se vuelve indulgente hacia los hombres cuando mira por primera vez el mundo desde las angosturas de la carne de Cristo. En tiempos históricos adversos, los confesores jesuitas hicieron viable la vida cotidiana de miles de pecadores a los que el Dios terrible y colérico de la Biblia no hubiera perdonado.

El muy católico John Ford cuenta muy bien esta exclusividad del perdón en una de sus mejores películas, El delator, de 1935. Ambientada en 1922, en plena guerra de independencia irlandesa, Victor McLaglen interpreta a un hombre que traiciona la causa en la que cree y delata a su mejor amigo, al que la policía ejecuta en una emboscada. El malvado Gypo (McLaglen) no es un malvado. Admira al comandante Dan (Preston Forster) y adora a su madre, una viejecita tierna y valiente. Gypo es bullicioso, bebedor, brusco y simplón; no delata a Dan por favorecer a los ingleses, a los que odia a muerte, ni por celos hacia su amigo, al que idolatra y que lo protege. Lo hace, sí, por el más banal y sucio de los motivos: por dinero. Lo hace porque es pobre, como todos los irlandeses, y porque ha prometido llevar de viaje a su novia Katie. Pero de algún modo es tan inconsciente de las consecuencias de su gesto o, al contrario, tiene tanta necesidad de autodelatarse, que se gasta las monedas de Judas con exhibicionismo generoso y bravucón, visitando una taberna tras otra y pagando la consumición de todos los parroquianos. Su suerte está echada; es detenido por sus ex-compañeros y, tras un juicio justo, es condenado a muerte por el IRA. Su crimen es objetivamente atroz; es imperdonable. Ha provocado la muerte de un dirigente, puesto en peligro a toda la organización y debilitado la causa colectiva de todos los irlandeses. El espectador entiende perfectamente la sentencia; entiende el desprecio de los militantes; entiende que no hay manera de salvar a un hombre que –contradicción muy fordiana y muy católica– al mismo tiempo es imposible odiar, hasta tal punto resulta enternecedoramente frágil. No tiene salvación y, sin embargo, Ford lo salva en una última escena memorable. No salva su vida, claro, lo que habría sido una catástrofe cinematográfica. No salva tampoco su alma inmortal, lo que habría convertido la película en un edificante panfleto parroquial. Gypo, herido de muerte, entra en una pequeña iglesia vacía y se arrastra hacia el altar, buscando el perdón de Dios, pero comprende enseguida que Dios piensa lo mismo que todos los miembros del IRA y todos sus compatriotas; está de acuerdo con la razonable opinión del mundo y tampoco puede perdonarlo. En ese momento, cuando todo parece perdido, nos damos cuenta de que la iglesia no está vacía; allí, sentada en uno de los bancos, está la madre de Dan, que ha ido a buscar un poco de alivio a su dolor en la oración. Es la madre y es más que Dios; es la madre y se subleva contra Dios. La escena es de un patetismo tan sobrio y delicado que apenas se puede reprimir un estremecimiento. Mientras los perseguidores entran en tropel en la nave, la madre de Dan, que conoce el atolondrado corazón de ese chico, deja que Gypo se acerque a ella y muera en su regazo. The end. Es imposible imaginar un final menos cursi y más verdaderamente católico: se hace justicia, sí, pero Gypo no muere desesperado. La única persona que no puede perdonarlo es la única que puede salvarlo. El superpoder de una víctima consiste justamente en eso: en perdonar lo que su dolor inmenso jamás podría castigar. En desatascar con un gesto imposible el curso dolorosamente obstruido de la vida. Sin el gesto de la madre de Dan –expongámoslo mediante una hipérbole exacta– jamás se habría producido la liberación de Irlanda.

Pero he dicho que del chiste afilado citado por Horvilleur se podían extraer dos lecciones. La primera, lo hemos visto, es de carácter teológico. De la segunda, a la que va adherida, he adelantado algo. Tiene que ver con la risa. A Dios le escandaliza, en efecto, que los dos judíos se rían después de Auschwitz. Dios es un tipo muy serio porque es inmortal. No puede entender la idea de perdón contenida en la alegría de su pueblo. Por medio de la risa, los supervivientes de los lager se dan permiso para vivir, se permiten, si se quiere, la supervivencia. Dios, que no estaba allí cuando se le necesitaba y no sabe nada de la muerte en las cámaras de gas, no sabe tampoco nada de la supervivencia. Elias Canetti, en su formidable Masa y poder, dedica muchas páginas a la relación entre supervivencia y poder; analiza –es decir– el sentimiento de impunidad del superviviente, que se siente de algún modo invulnerable. El superviviente no lo ha sido por nada que haya hecho, su éxito es fruto del azar y sin  embargo, dice Canetti, alberga el sentimiento subjetivo de una voluntad o de un destino que lo pondría a cubierto, a partir de ese momento, de cualquier amenaza o asechanza. El rayo de la muerte no lo ha tocado y no lo tocará ya jamás: ni siquiera morirá de cáncer o de covid.

Es extraña esta mirada de Canetti, pues todos los testimonios abonan más bien la idea contraria: la de que el superviviente, más que infinitamente poderoso, se siente irreparablemente culpable. ¿Por qué mi hermano y no yo? ¿Por qué el rayo derribó a Marta y a Alfredo y a Jacinto y a Eva, que eran mejores que yo, y a mí, en cambio, apenas me rozó? El superviviente se siente doblemente culpable: culpable de la muerte del otro y culpable de su propia supervivencia. En una situación presidida por el mal, y en la que es el mal el que hace la selección, el superviviente está convencido, al contrario de lo que sugiere Canetti, de que su supervivencia se debe no a un mérito o a un destino sino a un pecado. ¿No seré como el asesino? El genocida, ¿no habrá reconocido en mí algún parentesco moral? ¿No habré sido cobarde, complaciente, indiferente, malvado? El superviviente, en fin, lleva dentro de sí la fragilidad consciente, culpable, de toda la humanidad. Por eso es tan importante la risa. Mediante la risa, sí, se libera de su crimen –la vida misma– y se autoriza, y nos autoriza, a seguir viviendo.

El chiste judío de los judíos que cuentan chistes sobre los lager es el más definitivo alegato a favor de la vida

El superviviente de Canetti es, como Dios, un tipo serio, pues se cree inmortal; no nos lo imaginamos riéndose de sí mismo. Los supervivientes del metachiste judío, agudo como un alfiler, se ríen, en cambio, a carcajadas porque se saben expuestos a la mortalidad; y le reprochan al que no sabe lo que es eso que venga a aguarles la fiesta. Todos los humanos somos, en realidad, “supervivientes provisionales”. El chiste judío de los judíos que cuentan chistes sobre los lager es el más definitivo alegato a favor de la vida y contra la censura que cabe imaginar. Esos dos judíos que reprochan a Dios su ausencia en el peligro y su seriedad puritana en la alegría se están perdonando a sí mismos y perdonándonos a todos por seguir vivos; y dándonos permiso para reírnos de todo como supervivientes provisionales que somos. Si la muerte existe todo es risible; la risa es lo más serio del mundo y al reírnos de la muerte misma –incluso de manera truculenta o despiadada– nos concedemos algo así como un indulto general: nos perdonamos la vida.

La censura es el Dios de la ira, el Dios inmortal que nos deja morir. La risa es el permiso que siempre necesitamos para cocinar unos spaghetti, coger en brazos a un niño, tumbarnos un momento al sol, pronunciar la palabra “amor” y sobrevivir unos días –ay– al ser amado.

En su libro Vivir con nuestros muertos, la filósofa y rabina francesa Delphine Horvilleur cuenta una especie de metachiste judío tan agudo como inquietante. Dice lo siguiente: dos supervivientes de Auschwitz están haciendo bromas sobre el Holocausto cuando de pronto se presenta Dios y les regaña...

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes iniciar sesión aquí o suscribirte aquí

Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

1 comentario(s)

¿Quieres decir algo? + Déjanos un comentario

Deja un comentario


Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí