tribuna
La risa de los supervivientes
Si la muerte existe todo es risible; la risa es lo más serio del mundo y al reírnos de la muerte nos concedemos algo así como un indulto general: nos perdonamos la vida
Santiago Alba Rico 28/06/2022
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En su libro Vivir con nuestros muertos, la filósofa y rabina francesa Delphine Horvilleur cuenta una especie de metachiste judío tan agudo como inquietante. Dice lo siguiente: dos supervivientes de Auschwitz están haciendo bromas sobre el Holocausto cuando de pronto se presenta Dios y les regaña severamente por tomarse a risa un asunto tan trágico. Los dos judíos le responden airados: “¿Y tú qué tienes qué decir? ¡Si no estabas allí!”.
Este chascarrillo finísimo –como un alfiler– se presta a dos reflexiones de distinto signo. Una, claro, teológica. Los dos supervivientes del exterminio nazi reprochan a Dios su ausencia del mundo precisamente en el momento en el que su pueblo más lo necesitaba; no hizo nada para detener la masacre; no hizo descarrilar los trenes de la muerte; no desactivó ni cerró ni anegó bajo un diluvio las cámaras de gas. No estaba cuando su existencia podía tener algún sentido. ¿La tiene acaso después? ¿Qué puede hacer Dios una vez pasado el peligro? Se podría decir que la existencia de un Dios que deja matar a seis millones de judíos y luego regaña a sus supervivientes por seguir vivos –por reírse de sí mismos– es bastante ociosa e injustificable, por no decir agraviante. Si Dios no puede impedir un crimen, ¿qué le queda? Aún puede, se aducirá, castigar a los criminales –además de censurar a los supervivientes–, pero, aunque esta visión es muy coherente con el Yahvé colérico del Antiguo Testamento, ninguna teología puede basar la existencia divina en la actividad punitiva o justiciera de un Dios que se ausenta en los momentos de peligro.
El chiste citado por Horvilleur me hace pensar en la famosa conversación entre Aliosha e Iván Karamazov de la no menos famosa novela de Dostoievski. Recordemos que Aliosha es el mejor de los hermanos Karamazov y el más mimado de los personajes, aquel en el que el autor quiere condensar todas las virtudes de su cristianismo ideal: ingenuo, amable, generoso, paciente, sacrificado, está muy preocupado por la violencia desatada entre Dimitri y el padre, pero también por el ateísmo de Ivan, cuya complejidad intelectual, al mismo tiempo, le atrae de manera irresistible. Aliosha necesita aliviar el peso que intuye sobre las espaldas del hermano; necesita refrescar esa alma atormentada en el Dios de amor al que ha entregado su vida. La larga conversación, como sabemos, no depara el resultado apetecido y, al contrario, Aliosha queda trastornado y sin argumentos ante la racionalidad dolida e incurable de Ivan, que no puede aceptar de ninguna manera la existencia de un Dios que “deja matar a un niño”. Esta idea –la del asesinato de un niño– subleva al hermano ateo. Todos los días ocurre –guerras, matanzas, torturas– y Dios no lo impide. ¿Y luego qué? ¿Cómo pretende luego reaparecer como si tal cosa? Pues luego nada, se exaspera Ivan. Nada. Luego Dios ya no puede hacer nada. Aliosha le recuerda que aún puede castigar y perdonar. Entonces Ivan contraataca feroz con esta paradoja insuperable: no, le rebate, de ninguna manera, porque –proclama– “no se puede castigar lo que no se puede perdonar y no se puede perdonar lo que no se puede castigar”. Hay crímenes tan terribles –es decir– que no pueden ser ni castigados ni perdonados. Nadie, ni siquiera Dios, puede castigar los horrores del Holocausto que no pudo o no quiso evitar: el delito es inconmensurable en términos punitivos; a esa atrocidad (¡el asesinato de un solo niño!) no puede “corresponderle” ningún castigo. Ahora bien, por eso mismo nadie, ni siquiera Dios, puede perdonar tampoco los horrores del exterminio nazi: hay acciones abisales, de efectos irreparables, que son en sí mismas imperdonables (¡el asesinato de un niño!). El mundo queda así librado al imperio del mal, puesto que Dios, que detuvo la mano de Abraham, no detiene la mano de Hitler; los malvados, por su parte, quedan librados a su propio mal, inalcanzables para la justicia e inalcanzables para la piedad.
Nadie, ni siquiera Dios, puede perdonar tampoco los horrores del exterminio nazi: hay acciones abisales, de efectos irreparables
Si Dios no está cuando se comete el crimen y no puede luego ni castigar ni perdonar, Dios sencillamente no existe. El argumento es tan convincente que deja a Aliosha desasosegado y sin respuesta. Este desasosiego es en realidad, lo intuimos, el del propio Dostoievski, que se sintió derrotado por uno de sus personajes, derrota que hace de él, felizmente, un genio de la literatura en lugar de un catequista ramplón o un panfletista reaccionario. Como es sabido, convertido a la ortodoxia más exaltada y al paneslavismo más autoritario tras el indulto del zar y la estancia en Siberia, Dostoievski daba a leer sus novelas a su confidente espiritual, un pope riguroso al que no le gustó nada, y con razón, la conversación entre Aliosha e Ivan. No le gustó porque –reprochó al autor– “se dan alas al ateísmo”. La respuesta de Dostoievski constituye el más humilde de los homenajes a su propia grandeza literaria: “Es que”, se disculpó avergonzado, “Ivan Karamazov es más inteligente que yo”.
La paradoja de Ivan es insuperable del lado del castigo, desde luego. El cristianismo –o cierto cristianismo– replicaría, sin embargo, que sí se puede refutar desde el perdón. Ningún Dios puede imaginar o concebir un castigo conmensurable con el asesinato de un niño. ¿Qué fuego, qué clavos, qué espinas, qué eternidad sufriente podría drenar ese abismo de mal absoluto y sin retorno? ¿Qué infierno podría equilibrar esa desaparición radical, “equivaler” a esa acción nihilizadora? Mira, Dios, no nos engañes, no estuviste ahí para impedir el crimen; por eso mismo el criminal ha escapado para siempre a tu jurisdicción. Lo has dejado, por así decirlo, a merced de sí mismo. Nada puedes hacer ya contra él. Todo lo más que cabe esperar es que, como en el caso de Raskolnikov, el personaje de Crimen y castigo, el criminal, a merced de sí mismo, recorra hasta el fondo su mal, sin ninguna salida o buscando, sin saberlo, como única salida, su propia autodelación; es decir, el alivio asociado a la condena del otro, siempre más benigna que la de la propia conciencia. Ahora bien, Crimen y castigo sí contempla la posibilidad de un Dios que, impotente para castigar, conservaría en cambio el poder sumarísimo, imprevisible, disruptivo, del perdón. Tiene razón Ivan cuando argumenta contra el castigo, porque el castigo tiene que ser tan físico, tan corporal, tan humano, como la acción reprobada y como la ausencia material que generó; y no es concebible ninguna reacumulación de dolor –ninguna apokatástasis punitiva– capaz de indemnizar semejante desgarrón en el cosmos. Los dolores, por así decirlo, discurren siempre en paralelo; mi dolor se suma al tuyo sin tocarlo, y por lo tanto no puede borrarlo –ni restaurar la pérdida. Todos los vengadores lo saben; el cuerpo del otro no admite tantos golpes, tantas puñaladas, tantas heridas como mi ira demanda; su cuerpo finito siempre se me escurre de entre las manos. La muerte del verdugo, por mucho que la estire y la aplace, me deja seco y con más sed. Por eso, un Dios vengativo –Ivan no se equivoca– es un Dios impotente; o, valga decir, un Dios inexistente.
El perdón, por el contrario, es inmaterial y, si se quiere, fulminante. Ningún castigo puede satisfacer la lógica del dolor, que demanda un dolor adicional infinito. El perdón no lo intenta: sencillamente –cuando ocurre, cuando raramente ocurre– se limita a alzarse inesperadamente contra toda lógica. Aquí lo importante es este “inesperadamente”. En Dostoievski el perdón cristaliza, por ejemplo, en la figura de Sonia, pero no tiene, digamos, rango teológico. Sí lo tiene, en cambio, la historia tramposa que cuenta su padre, Marmeladov, ese pequeño e indigno borracho, astuto y malvado, del que se ríen todos sus compañeros de taberna. Resumo brevemente el pasaje. Un día en que ha tocado fondo en presencia de su propia hija y se siente –como es habitual en los personajes dostoievskianos– el más abyecto y despreciable de los hombres, Marmeladov se rebela contra su ignominia y reivindica, frente a sus burlones contertulios, un destino de salvación. Cuando estemos todos muertos, les dice, Dios nos llamará al Juicio Final e irá separando a los malos de los buenos; yo, sabedor de mis pecados, aguardaré mi turno tembloroso, seguro de mi condena; vosotros la anticiparéis también con complacencia. Pues bien, una vez ante Dios, continúa el borrachuzo, oiré enumerar mis faltas, una lista interminable de tropelías infames y vicios deshonrosos; sentiré su mirada severa sobre mi cabeza inclinada y lo veré alzar la mano indicando implacable el camino del infierno. Aquí Marmeladov, consciente de su carisma narrativo, hace un breve silencio para generar suspense y luego sorprende a sus oyentes con este colofón: entonces Dios, en el último instante, mientras siento ya en el pecho el aliento del fuego eterno, me llamará de nuevo ¡y me perdonará! ¡Me perdonará! ¿Pero por qué? ¿Por qué esa injusticia? Naturalmente es lo que Marmeladov pregunta estupefacto, lo que se preguntan estupefactos sus compañeros, lo que nos preguntamos estupefactos los lectores. Dios contesta sencillamente: te perdono porque nunca lo has esperado.
Marmeladov es un granujilla que no corrige sus vicios precisamente porque espera ser perdonado; de algún modo su relato, atravesado por esa astucia consciente, plegaria trilera, hace ya imposible su salvación. O quizás no, porque hay un Dios que aprecia a los ebrios y a los granujas. La historia, en todo caso, es maravillosa y dice mucho acerca de la diferencia entre el castigo y el perdón. El castigo es imposible porque no colma jamás nuestras expectativas; el perdón es posible porque las desmiente. En la medida en que pone en juego el mayor poder imaginable –el de hacer lo que no se espera, lo que es contrario a la lógica– el perdón, al revés que el castigo, revela un poder divino o, si se quiere, sobrenatural. Los creyentes, siempre un poco tramposillos, encuentran razonables dificultades en imaginar a Dios castigando porque ni siquiera Dios puede inventar un castigo suficiente para el asesino de un niño, pero sí pueden atribuirle, con pillería interesada, ese singular superpoder humano. La trampa del perdón se llama vida y es quizás más católica u ortodoxa que protestante. Quiero decir que una vida sin perdón es tan invivible, tan imposible, como una vida de castigos. Una conocida frase de Dostoievski –precisamente de Ivan Karamazov– sentencia: si Dios no existe todo está permitido. Aliosha, tan tonto como Dostoievski, no supo responderle: no, Ivan, no, te equivocas, si Dios no existe, entonces lo que ocurre es que nada puede ser perdonado. Lo confieso: prefiero a los creyentes que aceptan el sinsentido del dolor y la imposibilidad del castigo y proyectan en su Dios el único superpoder que, al alcance de todas las manos, permite la continuidad de la vida. La humanidad no es un penal de condenados sin remedio; es un picnic de perdonados contra toda esperanza. Si no nos perdonásemos –si no nos perdonasen– todos los días, en cada minuto y cada respiración, no podríamos ni preparar unos spaghetti alla bolognesa ni tumbarnos un momento al sol ni contar un chiste; mucho menos parir y cuidar a un niño; y aún menos pronunciar la palabra “amor” y luego sobrevivir al ser amado.
El castigo es imposible porque no colma jamás nuestras expectativas; el perdón es posible porque las desmiente
Pero lo cierto es que a Dios, que no puede castigar los grandes crímenes, le está vedado perdonarlos. Si, como dice el chiste judío, él “no estaba allí”, no solo no puede censurar las bromas de los supervivientes sino que no tiene poder suficiente para perdonar a los verdugos. Eso solo pueden hacerlo las víctimas, que otorgan el perdón –cuando lo hacen– contra la matemática del dolor y contra el poder de Dios. O por encima de él. Contando ese chiste, los supervivientes de Auschwitz se perdonan a sí mismos su escandalosa supervivencia al tiempo que recuerdan que el perdón consiste básicamente en esa acción fulminante y contra toda lógica mediante la cual se expresa el máximo poder: el de no reducir la propia vida –ni la del verdugo– al imperdonable acto criminal que ha interrumpido el curso de la existencia. Impotentes para alcanzar la equivalencia entre dos males paralelos, nos representamos, a modo de compensación, un Dios vengativo o vengador, olvidando así que la venganza es también el límite de toda omnipotencia: ni siquiera Dios puede hacer lo que la finitud del cuerpo excluye. Nos representamos, en cambio, un Dios misericordioso prolongando hasta él, a modo de préstamo o regalo, el único superpoder del que disponemos en exclusiva los humanos: el de perdonar una ofensa. El Dios vengativo es sublimación y compensación mitológica. El Dios misericordioso, proyección y autorreconocimiento antropológico. En el catolicismo, Dios solo se vuelve indulgente hacia los hombres cuando mira por primera vez el mundo desde las angosturas de la carne de Cristo. En tiempos históricos adversos, los confesores jesuitas hicieron viable la vida cotidiana de miles de pecadores a los que el Dios terrible y colérico de la Biblia no hubiera perdonado.
El muy católico John Ford cuenta muy bien esta exclusividad del perdón en una de sus mejores películas, El delator, de 1935. Ambientada en 1922, en plena guerra de independencia irlandesa, Victor McLaglen interpreta a un hombre que traiciona la causa en la que cree y delata a su mejor amigo, al que la policía ejecuta en una emboscada. El malvado Gypo (McLaglen) no es un malvado. Admira al comandante Dan (Preston Forster) y adora a su madre, una viejecita tierna y valiente. Gypo es bullicioso, bebedor, brusco y simplón; no delata a Dan por favorecer a los ingleses, a los que odia a muerte, ni por celos hacia su amigo, al que idolatra y que lo protege. Lo hace, sí, por el más banal y sucio de los motivos: por dinero. Lo hace porque es pobre, como todos los irlandeses, y porque ha prometido llevar de viaje a su novia Katie. Pero de algún modo es tan inconsciente de las consecuencias de su gesto o, al contrario, tiene tanta necesidad de autodelatarse, que se gasta las monedas de Judas con exhibicionismo generoso y bravucón, visitando una taberna tras otra y pagando la consumición de todos los parroquianos. Su suerte está echada; es detenido por sus ex-compañeros y, tras un juicio justo, es condenado a muerte por el IRA. Su crimen es objetivamente atroz; es imperdonable. Ha provocado la muerte de un dirigente, puesto en peligro a toda la organización y debilitado la causa colectiva de todos los irlandeses. El espectador entiende perfectamente la sentencia; entiende el desprecio de los militantes; entiende que no hay manera de salvar a un hombre que –contradicción muy fordiana y muy católica– al mismo tiempo es imposible odiar, hasta tal punto resulta enternecedoramente frágil. No tiene salvación y, sin embargo, Ford lo salva en una última escena memorable. No salva su vida, claro, lo que habría sido una catástrofe cinematográfica. No salva tampoco su alma inmortal, lo que habría convertido la película en un edificante panfleto parroquial. Gypo, herido de muerte, entra en una pequeña iglesia vacía y se arrastra hacia el altar, buscando el perdón de Dios, pero comprende enseguida que Dios piensa lo mismo que todos los miembros del IRA y todos sus compatriotas; está de acuerdo con la razonable opinión del mundo y tampoco puede perdonarlo. En ese momento, cuando todo parece perdido, nos damos cuenta de que la iglesia no está vacía; allí, sentada en uno de los bancos, está la madre de Dan, que ha ido a buscar un poco de alivio a su dolor en la oración. Es la madre y es más que Dios; es la madre y se subleva contra Dios. La escena es de un patetismo tan sobrio y delicado que apenas se puede reprimir un estremecimiento. Mientras los perseguidores entran en tropel en la nave, la madre de Dan, que conoce el atolondrado corazón de ese chico, deja que Gypo se acerque a ella y muera en su regazo. The end. Es imposible imaginar un final menos cursi y más verdaderamente católico: se hace justicia, sí, pero Gypo no muere desesperado. La única persona que no puede perdonarlo es la única que puede salvarlo. El superpoder de una víctima consiste justamente en eso: en perdonar lo que su dolor inmenso jamás podría castigar. En desatascar con un gesto imposible el curso dolorosamente obstruido de la vida. Sin el gesto de la madre de Dan –expongámoslo mediante una hipérbole exacta– jamás se habría producido la liberación de Irlanda.
Pero he dicho que del chiste afilado citado por Horvilleur se podían extraer dos lecciones. La primera, lo hemos visto, es de carácter teológico. De la segunda, a la que va adherida, he adelantado algo. Tiene que ver con la risa. A Dios le escandaliza, en efecto, que los dos judíos se rían después de Auschwitz. Dios es un tipo muy serio porque es inmortal. No puede entender la idea de perdón contenida en la alegría de su pueblo. Por medio de la risa, los supervivientes de los lager se dan permiso para vivir, se permiten, si se quiere, la supervivencia. Dios, que no estaba allí cuando se le necesitaba y no sabe nada de la muerte en las cámaras de gas, no sabe tampoco nada de la supervivencia. Elias Canetti, en su formidable Masa y poder, dedica muchas páginas a la relación entre supervivencia y poder; analiza –es decir– el sentimiento de impunidad del superviviente, que se siente de algún modo invulnerable. El superviviente no lo ha sido por nada que haya hecho, su éxito es fruto del azar y sin embargo, dice Canetti, alberga el sentimiento subjetivo de una voluntad o de un destino que lo pondría a cubierto, a partir de ese momento, de cualquier amenaza o asechanza. El rayo de la muerte no lo ha tocado y no lo tocará ya jamás: ni siquiera morirá de cáncer o de covid.
Es extraña esta mirada de Canetti, pues todos los testimonios abonan más bien la idea contraria: la de que el superviviente, más que infinitamente poderoso, se siente irreparablemente culpable. ¿Por qué mi hermano y no yo? ¿Por qué el rayo derribó a Marta y a Alfredo y a Jacinto y a Eva, que eran mejores que yo, y a mí, en cambio, apenas me rozó? El superviviente se siente doblemente culpable: culpable de la muerte del otro y culpable de su propia supervivencia. En una situación presidida por el mal, y en la que es el mal el que hace la selección, el superviviente está convencido, al contrario de lo que sugiere Canetti, de que su supervivencia se debe no a un mérito o a un destino sino a un pecado. ¿No seré como el asesino? El genocida, ¿no habrá reconocido en mí algún parentesco moral? ¿No habré sido cobarde, complaciente, indiferente, malvado? El superviviente, en fin, lleva dentro de sí la fragilidad consciente, culpable, de toda la humanidad. Por eso es tan importante la risa. Mediante la risa, sí, se libera de su crimen –la vida misma– y se autoriza, y nos autoriza, a seguir viviendo.
El chiste judío de los judíos que cuentan chistes sobre los lager es el más definitivo alegato a favor de la vida
El superviviente de Canetti es, como Dios, un tipo serio, pues se cree inmortal; no nos lo imaginamos riéndose de sí mismo. Los supervivientes del metachiste judío, agudo como un alfiler, se ríen, en cambio, a carcajadas porque se saben expuestos a la mortalidad; y le reprochan al que no sabe lo que es eso que venga a aguarles la fiesta. Todos los humanos somos, en realidad, “supervivientes provisionales”. El chiste judío de los judíos que cuentan chistes sobre los lager es el más definitivo alegato a favor de la vida y contra la censura que cabe imaginar. Esos dos judíos que reprochan a Dios su ausencia en el peligro y su seriedad puritana en la alegría se están perdonando a sí mismos y perdonándonos a todos por seguir vivos; y dándonos permiso para reírnos de todo como supervivientes provisionales que somos. Si la muerte existe todo es risible; la risa es lo más serio del mundo y al reírnos de la muerte misma –incluso de manera truculenta o despiadada– nos concedemos algo así como un indulto general: nos perdonamos la vida.
La censura es el Dios de la ira, el Dios inmortal que nos deja morir. La risa es el permiso que siempre necesitamos para cocinar unos spaghetti, coger en brazos a un niño, tumbarnos un momento al sol, pronunciar la palabra “amor” y sobrevivir unos días –ay– al ser amado.
En su libro Vivir con nuestros muertos, la filósofa y rabina francesa Delphine Horvilleur cuenta una especie de metachiste judío tan agudo como inquietante. Dice lo siguiente: dos supervivientes de Auschwitz están haciendo bromas sobre el Holocausto cuando de pronto se presenta Dios y les regaña...
Autor >
Santiago Alba Rico
Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".
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