OLA DE CALOR (y V)
Captain Regulero
Lo mejor de tener hijos es casi todo y lo peor de tener hijos es que tienes que hablar con personas que son madres y padres de otros hijos
Gerardo Tecé 24/08/2022
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Acaba el verano. Vuelta a la ciudad y a la rutina. Aunque con un bebé de diez meses eso de la rutina es más que discutible. En una semana entrará en la guardería. Es decir, por primera vez se separará de nosotros. El día que nos comunicaron que tenía plaza hubo en casa celebración de peli norteamericana, de esas en las que Matthew Junior es aceptado en Princeton después de grandes esfuerzos académicos y una meteórica carrera en el equipo de baseball que se vio truncada por una lesión de espalda que no le frenó para ganar de forma heroica la final. En nuestro caso, El Bebé no hizo nada heroico para ser admitido –aunque es cierto que no vomitó sobre la mesa de la directora mientras entregábamos los papeles– y las espaldas lesionadas son las nuestras. En unos días El Bebé pasará de la protección absoluta a ser abandonado en un lugar que nunca antes vio, con una gente que nunca antes vio mientras su madre y su padre desaparecen por la puerta moviendo la mano en plan ahí te quedas chaval, averigua tú si volveremos o no a verte. No poder recordar los primeros años de vida es un sistema de defensa antitraumas, supongo. A medida que se acerca la fecha ya no celebramos tanto. Para que la hostia sea más leve, y aprovechando que acaba de aprender a gatear durante las vacaciones, decidimos hacer un curso acelerado de inmersión social al volver a la ciudad. En plena ola de calor, lo llevaremos a un parque infantil que hay cerca de casa, nos separamos unos metros de él y dejaremos que interactúe con otros niños, decidimos.
En la zona en la que vivo hay dos parques infantiles, según edades. Uno para niños tan pequeños que morirían de hambre aunque los abandonasen en un supermercado y otro para niños de unos cuatro años en adelante que morirían de hambre en el supermercado porque el encargado los echaría del ruido que hacen y el caos que provocan. Ambos parques son del siglo XXI. Se diferencian de los parques infantiles del siglo XX, los que yo conocí, porque, en lugar de tierra con piedras y cristales de algún litro de Cruzcampo roto en una pelea la noche anterior, hay una especie de suelo blandito y limpio. En lugar de toboganes y columpios de hierro con zonas oxidadas mal disimuladas con pintura de verde, hay todo tipo de elementos educativos fabricados con materiales baby friendly. E instalados a mano por la mismísima señora Montessori, supongo. Es mucho mejor lo de ahora, diga lo que diga Pérez Reverte. Con el plan trazado para la inmersión social acelerada, llegamos al parque para niños tan pequeños que morirían de hambre aunque fuesen abandonados en un supermercado y colocamos a El Bebé en el suelo, dando un par de pasos atrás para dejarlo volar libre. El que dice volar libre dice verlo arrastrarse torpemente en plan reptil que se ha partido una pata.
Lo mejor de tener hijos es casi todo y lo peor de tener hijos es que tienes que hablar con personas que son madres y padres de otros hijos, me advirtieron un par de amigos padres cuando El Bebé llegó al mundo. Tengo amigos sabios. Me acordé de ellos cuando, recién llegados al parque, un padre se me acercó, me preguntó, como le pregunta un sheriff al forastero, si era nuevo en la zona, y me hizo, sin que yo se lo pidiera, la lista Tripadvisor de los mejores y peores parques infantiles en dos kilómetros a la redonda. “El de tal plaza está bien” –profundizaba con detalle el sheriff en cada parque–, “lo que pasa es que en los banquitos de al lado se ponen muchos yonkis”. Por no entrar con mal pie no me atreví a darle las gracias por la información y a decirle que iré un día de estos al parque de los yonkis porque a El Bebé le encantan los yonkis. Es ver por la calle a un tipo con aspecto demacrado por la droga y saludarlo con la mano entusiasmado. Imagino que será la empatía por la falta de dientes. Perdón. Mientras el crítico Michelín de parques infantiles me hacía el minucioso repaso, El Bebé reptaba como podía hacia la zona central. Allí, una pasarela de madera situada a un metro de altura, con varias estancias, en cuyos extremos hay toboganes, hacía de máxima atracción. Otros bebés que morirían de hambre en un supermercado pero que, a diferencia de El Bebé, ya eran capaces de andar –no sin cierta cadencia inestable estilo zombie– subían y bajaban escaleras, recorrían el tobogán a favor y en contra de las leyes de Newton e interactuaban entre ellos, justo lo que no hacía El Bebé por una cuestión puramente física: él estaba en el suelo y el resto en las alturas.
Mientras el crítico Michelín me explicaba las horas de sol y sombra en cada uno de los parques de la ciudad, un niño zombie que corría como puesto de éxtasis líquido de un lado a otro del parque estuvo a punto de pisarle la mano a El Bebé, hecho que provocó en mí la típica reacción de espectador de fútbol cuando al portero de tu equipo le da por intentar regatear con los pies al delantero rival que viene a presionar. “Tranquilo, hay que dejar que ellos se apañen”, me dijo Michelín, que no solo sabía de parques infantiles, sino también de lo que sucedía dentro de ellos. Sí, claro, yo lo dejo que se apañe, pero el único puto apaño posible que yo veo aquí es el de su mano de diez meses debajo de un zapato, pensé, pero no lo dije por no entrar con mal pie. Ellos se autorregulan solos, profundizaba con detalle en la Teoría ‘Déjalos Que Se Apañen’ el Milton Friedman de los parques infantiles cuando El Bebé consiguió, con mucho esfuerzo y reptando malamente, hacerse con una pelotita que había caído cerca. Pelota que inmediatamente le arrebató de las manos, sin decir ni buenas tardes, un zombie gigantesco de aproximadamente año y medio que lo dejó mirándose las manos en plan juraría que aquí había algo hace un momento. Lo peor de ser padre no son los otros padres, son sus hijos, pensaba yo mientras Friedman me contaba anécdotas que parecían sacadas de El Club de la Lucha. “El mío, el otro día sin ir más lejos, se peleó con ese de ahí por un juguete, pero pelearse, pelearse, ¿eh? Pues ninguno de los padres y madres nos metimos. Hay que dejarlos que ellos se apañen”. Ya puestos, podríamos poner una taquilla y hacer apuestas a ver quién gana la siguiente pelea, pensé, pero no lo dije por no entrar con mal pie y porque mi pareja y madre de El Bebé me miraba fijamente diciéndome “sé que estás pensando que es un gilipollas, pero cállate la boca”.
Tras soportar varios zapatos pasando junto a su mano, varias rodillas rozando su sien y varios robos a la vista de todos los presentes sin que el árbitro pitase nada, tirando de un estoicismo digno de que pusieran un busto con mi cara de circunstancias junto a aquel parque infantil, la pelota volvió a caer en las manos de El Bebé. Y tras la pelota, el zombie gigantesco de año y medio. Esta vez, sabiéndose superior y ganador de forma abrumadora del duelo anterior, no sólo se la quitó de las manos, sino que de propina le dejó un empujón que estuvo a punto de tumbar a El Bebé como se tumba un bolo, y que me hizo saltar como salta Simeone del banquillo cuando le dan una patada por detrás a uno de los suyos. Evité hacer realidad los pensamientos en los que llegaba a la escena de la agresión, agarraba de la solapa al niño de año y medio y lo sujetaba en el aire gritándole a dos centímetros de su cara que era un mierda y que se metiese con uno de su tamaño, mierda, que eres un mierda. En lugar de eso, como un adulto responsable, le dije con tranquilidad y sonrisa fingidísimas que no hay que empujar, que El Bebé es muy pequeño y no sabe de quiénes son las pelotas que caen en sus manos. Tras destrozar con mi intervención a lo Fidel Castro el ambiente de neoliberalismo infantil del parquecito, volví a mi lugar de penitencia, donde me esperaba con cara de decepción Michelín-Friedman-Brad Pitt en El Club de la Lucha pensando que no había entendido nada sobre la vida a pesar de sus sabias explicaciones. Por suerte, las olas de calor no sólo traen cosas malas, y, en ese momento, a una de las madres le dio un patatús calorífico, distrayendo la atención de todos, incluido el gurú. Entre “siéntate que te traigo un refresco” y “échate aire con este abanico que te va a sentar bien”, desaparecimos camino a casa. ¿Quieres que veamos esta noche Captain Fantastic?, le pregunté a la madre de El Bebé. Ni se te ocurra, me dijo.
Acaba el verano. Vuelta a la ciudad y a la rutina. Aunque con un bebé de diez meses eso de la rutina es más que discutible. En una semana entrará en la guardería. Es decir, por primera vez se separará de nosotros. El día que nos comunicaron que tenía plaza hubo en casa celebración de peli norteamericana, de esas...
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Gerardo Tecé
Soy Gerardo Tecé. Modelo y actriz. Escribo cosas en sitios desde que tengo uso de Internet. Ahora en CTXT, observando eso que llaman actualidad e intentando dibujarle un contexto. Es autor de 'España, óleo sobre lienzo'(Escritos Contextatarios).
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