OLA DE CALOR (III)
La playita
Estar solo bajo una sombrilla mirando al mar le aporta a uno cierta sensación de suficiencia. Como la que debe sentir el aventurero que decide cruzar el Pacífico por su cuenta y va sobreviviendo a las inclemencias
Gerardo Tecé 9/08/2022
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Bajo a la playa solo. No recuerdo cuando fue la última vez. Debería hacerlo más porque me gusta. Estar solo bajo una sombrilla mirando al mar le aporta a uno cierta sensación de suficiencia. Como la que debe sentir el aventurero que decide cruzar el Pacífico por su cuenta y va sobreviviendo a las inclemencias. Lo mismo, pero en modo fácil. Estar solo en la playa es un momento de relax, pero también es lanzarle al mundo el mensaje de que uno es un tipo hecho y derecho. Miradme, voy solo a la playa. Los niños no bajan solos a la playa, lo hacen los hombres. Si un día me diese por fundar una revista de hombres, la foto de la portada de lanzamiento sería un tipo solo en la playa bajo su sombrilla. Beach Men, la revista para hombres hechos y derechos. Ya en tu kiosko. Estar solo en la playa también tiene su parte incómoda, aunque intento enterrar este pensamiento. Un tipo que está solo puede resultar sospechoso en según qué sitios a ojos del resto. Si estás solo en un bar, puedes ser visto como alcohólico. Si estás solo en el parque, un pederasta. Para quienes estamos solos en la playa no sé qué tipo de sospecha se maneja. Esa incertidumbre me crea cierto desasosiego, pero decido que el espíritu Beach Men se antepondrá a mis dudas y seguiré con esta celebración de la autosuficiencia. La sombrilla la clavé sin incidentes. Bastante bien, diría yo. La tuneladora de plástico bien presionada y girada contra la arena entró de forma imperial. Con la apertura de la tela, al no haber casi viento, tampoco hubo problemas. Siguiendo la racha, me acomodo en la toalla con un grado de dignidad que, si me preguntaran, valoraría con un 9 sobre 10. Mientras imagino a unos jueces olímpicos levantando las tablillas –un nueve, ha logrado un nueve, celebraría la mítica Paloma del Río en TVE con mi imagen en pantalla bajo la sombrilla– meto la mano en la bolsa de playa y el terror aparece. Me he dejado arriba el libro.
Dejarse el libro cuando uno baja solo a la playa es un error grave. Como olvidarte el barco para cruzar el Pacífico. Gravísimo, diría. Me planteo subir a por él y volver a bajar. Lo que pasa es que un tipo llegando solo a la playa, yéndose a los dos minutos de instalar la sombrilla camino del paseo marítimo y volviendo a aparecer, otra vez solo y al cabo del rato sí que sería sospechoso. Siempre podría dar explicaciones a las sombrillas colindantes. Mirad, es que me dejé el libro arriba, he subido un momentito y aquí estoy otra vez, circulen que aquí no ha pasado nada. Se cambiarían de sitio. O de playa, claro. Miro alrededor analizando el vecindario en estado de cierto pánico y calculando el tiempo que aguantaré allí. O, mejor dicho, el tiempo que debo aguantar allí. Quiero irme. Pero irme de repente con la cara descompuesta me convertiría en carne de cañón. Mira, acaba de llegar y se va, eso es que se está cagando, gritaría el niño desinhibido de la sombrilla de al lado y los padres le dirían, también a voces, que no pasa nada, que hacerse caca como le pasa a ese señor es una cosa normal que nos pasa a todos. Puto niño y putos padres. Meto la mano en la bolsa de playa en la que debería estar el libro que no está –puto libro– y saco el móvil para distraer el momento de terror. Miro mensajes de WhatsApp que poder responder que justifiquen mi existencia en el espacio-tiempo en el que he quedado atrapado. Nada. Cero mensajes nuevos. Manda cojones. Le escribo a una amiga que vive fuera y sé que aterriza hoy en España –qué tal, ¿ya por aquí?–. Me quedo mirando a la pantalla sin actividad, observando el check de entrega inerte con cara de que leo algo interesante, con cierto gesto de responsabilidad, como si ese check inerte que observo fuese un niño traspasando la puerta del colegio y yo su padre mirando desde el coche. El sol da de lleno en la pantalla, dejándola ciega, así que abro Instagram a ver qué se cuece en otros sitios mejores que este, achinando los ojos y poniendo el móvil en escorzo, inclinado de una forma tan antiestética que haría lamentarse a Paloma del Río –mecachis, ha echado a perder el ejercicio–. Caigo en que justo delante de la trayectoria de mi teléfono con inclinación extraña hay una mujer haciendo topless. Ahí está la respuesta. En el bar los alcohólicos, en el parque los pederastas y en la playa los degenerados que hacen fotos. Tiro el móvil a la bolsa de playa a toda prisa como el que tira droga al ver aparecer a los maderos.
¿Cuánto habrá pasado desde que llegué? ¿Cinco minutos como mucho? ¿Cuánto tiempo más tiene que pasar hasta que pueda irme de Vietnam con cierta dignidad? No pido más que desaparecer sin que el puto niño de los cojones pregone a los cuatro vientos que me estoy cagando vivo, sin que me denuncien por degenerado. Hago un cálculo rápido teniendo en cuenta una serie de variables sociales y establezco que con un cuarto de hora, es decir, diez minutos más con los cinco que ya llevo, será suficiente. Cómo llenar esos diez minutos es el problema. Pienso que, ya que tengo un mar delante, darme un baño rápido podría ser la solución más evidente a mis problemas. Navaja de Ockham. Pero cuidado, que la navaja a veces corta. Me visualizo levantándome de la toalla y caminando hasta la orilla con el mismo entusiasmo con el que un funcionario de Hacienda ficha un lunes a las 8 de la mañana –pero qué le pasa, qué ejercicio tan nefasto, suena en mi cabeza Paloma del Río– y dándome un baño solo. Si llega una ola, que no lo creo porque no hay viento, daré un saltito. Luego nadaré recorriendo unos metros hacia un lado, otros metros hacia el lado de vuelta. Todo sin perder de vista la bolsa de la playa que se quedará bajo la sombrilla abandonada. No voy a estar diez minutos nadando en horizontal de un lado a otro, como un gilipollas que cree estar en una piscina. Tendré que parar en algún momento. La gente está parada, no nadando. Me proyecto solo y parado en el agua en visión satélite. Como cuando abres Google Maps con el móvil y, partiendo de la imagen de la Tierra, vas dando pellizquitos inversos a la pantalla hasta ver una calle en concreto con todos sus detalles. Ahí estoy. Ese punto es mi cabeza. Metido solo en el agua, parado esperando que pase el tiempo como el que espera que pase un autobús con el agua a la altura del pecho y las manos metidas en los bolsillos del bañador. Mira, ese está meando, gritaría el puto niño de los putos cojones. Descarto el baño y meto la cabeza en la bolsa de playa como el avestruz mete la cabeza bajo tierra y miro la hora del móvil. Insuficiente, pero es lo que hay. Levanto el campamento y me alejo de la escena, pensando que deberían poner una corona de flores con mis iniciales y amenazando al puto niño desde lejos. Como abras esa sucia boca que tienes eres niño muerto, le digo con la mirada, pero él está liado convirtiendo la playa en un residencial formado por cientos de castillos de arena –especulador inmobiliario tenía que ser– y no me ha visto. Desaparezco sin volver la vista atrás, dispuesto a llegar a casa y empezar una nueva vida. ¿Ya estás aquí? Sí, es que había medusas. Gran cierre de ejercicio, dice Paloma del Río no sin un tonito de puta ironía.
Bajo a la playa solo. No recuerdo cuando fue la última vez. Debería hacerlo más porque me gusta. Estar solo bajo una sombrilla mirando al mar le aporta a uno cierta sensación de suficiencia. Como la que debe sentir el aventurero que decide cruzar el Pacífico por su cuenta y va sobreviviendo a las inclemencias. Lo...
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Gerardo Tecé
Soy Gerardo Tecé. Modelo y actriz. Escribo cosas en sitios desde que tengo uso de Internet. Ahora en CTXT, observando eso que llaman actualidad e intentando dibujarle un contexto. Es autor de 'España, óleo sobre lienzo'(Escritos Contextatarios).
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