El salón eléctrico
¡Viva Sauron! ¡Arriba Mordor!
Las blancas estrellas del firmamento hollywoodiense han interpretado durante décadas todo tipo de papeles de los que ahora llaman racializados
Pilar Ruiz 30/09/2022
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“Un anillo para gobernarlos a todos, un anillo para encontrarlos, un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas, en la tierra de Mordor donde se extienden las sombras”.
El señor de los anillos (J.R.R. Tolkien, 1954)
Pero, ¿qué pasa ahora? Si no tienen bastante con los fastos funerarios de Isabel II –reyes y reinas, ese cuento de hadas y brujas– pasen y vean la penúltima guerrita cultural con la espectacularidad de la batalla del abismo de Helm –chúpate esa, BBC–, que se libra en el universo de J.R.R. Tolkien y su última adaptación audiovisual, Los anillos de poder. ¿Elfos y hobbits negros? ¡Herejía! ¡Anatema! gritan los mismos expertólogos que anunciaban el fin de la democracia a manos de la Cultura de la cancelación, ahora reconvertidos en la Santa Inquisición de la Suprema Ficción.
Para los no fans: el universo de Tolkien, su legendarium, es un lío de padre (que no madre) y muy señor mío, así que ni lo intenten. Aunque pueden encontrar una pista en la teología católica, esa que Borges definía así: “Creo en la teología como literatura fantástica. Es la perfección del género”. Ya ven; una cosa circular, como el anillo de marras. Y es que el recientemente traicionado John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973), el catedrático de anglosajón en Oxford, católico, pacifista, monárquico, conservador, ecologista, antiimperialista y antirracista, escribió una obra de ficción que ciertos lectores fanáticos y muchos paracaidistas ideológicos han convertido en una Biblia que solo puede ser interpretada desde su propia y privativa ortodoxia. Un divino y socialmediático dedo acusador de desviaciones impuras y martillo de herejes.
“El Señor de los Anillos es, por supuesto, una obra fundamentalmente religiosa y católica”. J.R.R. Tolkien
Una vida y obra marcada por la terrible experiencia en la Primera Guerra Mundial combatiendo en el Somme, como cuenta –sin mucho acierto– el biopic Tolkien (Karukoski, 2019). “Fui arrojado a la guerra justo cuando estaba lleno de cosas que escribir y aprender, y nunca conseguí retomar el hilo después” dijo en 1940.
¿Tiene esta polémica algo que ver con la literatura? ¿Con el cine? En absoluto. Pocos critican que la adaptación de marras pueda calificarse de pretenciosa, aburrida, reiterativa y obvia –funerales de estado para el subtexto en la ficción audiovisual–. No. Se critica que tenga un reparto con actores de un determinado color, porque en la Tierra Media podrá haber razas innumerables y tan distintas como elfos y orcos, ya que según su propio canon (¿?) deben ser interpretados por actores y actrices blancos. Y aún van más allá: un tipo de la estirpe de Sauron como Elon Musk se queja de que en estas adaptaciones solo las mujeres salgan favorecidas y los pobres hombres hechos unos tarambanas. ¿El conservador Tolkien usado como vehículo feminista? Escandaloso, sin duda. Que Musk tenga su propia guerrita con un tal Bezos, dueño de la corporación que produce esta última adaptación tolkiana, nada tiene que ver con esas declaraciones, claro. Además, ambos tienen en común el ser emprendedores antisindicales, benéficos y molones, no como los ultra poderosos y malvados wokes que han estremecido los huesos de Tolkien, sacrosantas tabas incompatibles con esta versión progre, rojilla y faltona de su Libro de Libros. Porque Mordor significa Tierra Negra (ejem) y su idioma oficial es la Lengua Negra (guiño, codazo) inventado por Sauron para que los orcos pudieran comentar en las redes sociales. El mal acecha en lo oscuro, ¿alguien lo duda?
Las recientes sirenitas y Targaryen negros, pero no solo, también las ambiguas princesas Frozen y Hulka, colmo de la desvergüenza marveliana, son pruebas de la maléfica trama que, desde la ficción, acecha a los pobrecitos señores de raza blanca. Están convencidos de que hasta la fantasía tiene que responder a un supuesto canon que les sirva como arma de guerra (in)cultural: ¡malditos guionistas progres y escritorzuelos holgazanes! ¡Si quieren hacer activismo de su infame ideología igualitaria que inventen otros personajes sin mancillar la imagen blanquísima de los héroes y heroínas de toda la vida!La polémica puede ser novedosa, pero no lo que subyace en el fondo de ella: el viejísimo racismo. El cine lo conoce muy bien, desde el primer Oscar para la hija de esclavos Hattie McDaniel por su famosa criada de Lo que el viento se llevó (Fleming, 1939). La actriz no fue invitada al estreno en Atlanta a causa de la leyes raciales, para gran cabreo de Clark Gable, quien acudió solo porque la misma Hattie se lo pidió. Poco después tampoco pudo sentarse junto a sus compañeros de reparto durante la gala de los Oscar: California seguía siendo un estado segregado.
Durante décadas los actores de color interpretaron personajes secundarios de criados, sirvientas, amigos simpáticos del protagonista o soldados muertos en el primer rollo, hasta que los –benditos– 70 trajeron de la mano de la serie B y de los Panteras Negras a Shaft (Parks, 1971) y Drácula negro (Crain, 1972). Aún pasaría mucho tiempo hasta que llegara el cine de Spike Lee y el Quentin Tarantino de Jackie Brown (1997) y Django desencadenado (2012), película de justiciero racial disparada contra el sector más Trump de los amantes del Western.
Mientras tanto, las blancas estrellas del firmamento hollywoodiense habían interpretado todo tipo de papeles de los que ahora llaman racializados. Ejemplos hay a porrillo y aquí van unos pocos: Marlon Brando como protagonista coloreado en ¡Viva Zapata! (Kazan, 1952) y de japonés en La casa de té de la Luna de Agosto (Mann, 1956) con maquillaje que le estiraba los ojazos, caracterización locoide repetida por Mickey Rooney en Desayuno con diamantes (Edwards, 1961); Jennifer Jones como mestiza en Duelo al sol (Vidor, 1946); Audrey Hepburn –de Bruselas ella– haciendo de india en la antirracista Los que no perdonan (Huston, 1960) o Burt Lancaster también de nativo americano en Apache (Aldrich, 1954). Y en Rey de reyes (Ray, 1961), biopic de Jesús de Nazaret, no fue elegido para el papel un actor judío sino un bellezón celta como Jeffrey Hunter, nacido en Nueva Orleáns y cuyo nombre real era Henry Hermann McKinnies. Por cierto: película rodada en Almería y en la que nuestra Carmen Sevilla hizo de la palestina María Magdalena. Cosas del cine de toda la vida.
Las actuales “manadas de vigilantes de la fidelidad a la obra original”, ignorantes de la historia del cine y de las reglas básicas de la narrativa audiovisual –como que el aspecto y color de piel de un intérprete solo es relevante cuando forma parte del argumento– denuncian una conspiración mundial que amenaza su mundo ideal de exclusión social. Algún español y mucho español debería viajar más: en cuanto sales de tus fronteras hacia lugares más WASP, te enteras de que tu raza no es la blanca sino la hispana, signifique eso lo que signifique. Hasta puede descubrir que eso de la pertenencia a una raza no es más que una construcción social de tintes peligrosos. Si no lo pilla, que eche un vistazo al elocuente discurso de Gene Hackman en Arde Mississippi (Parker, 1988).
Respecto a las adaptaciones, recreaciones, precuelas y secuelas hasta el infinito y más allá: la acusación de falta de ideas y poca imaginación de los creadores actuales abre otro melón, el de la lógica de riesgo/beneficio de una actividad industrial. Explicado sin lenguaje élfico, o sea, como un ejecutivo de gran estudio: “Vamos a lo seguro porque esto cuesta una pasta gansa. Y el que quiera novedades, que vea pelis croatas de autor”. O en palabras de un gran gurú de la economía: “Es el mercado, amigo”. Vamos, que conspiración de rojos y comunistas, como que no. Por otro lado y dada la mala memoria de ciertos críticos, es necesario recordar que las mismas grandes obras literarias llevan alimentando al monstruo del cine desde hace más de un siglo. Un ejemplo: la Anna Karenina del gran Tolstói tiene a día de hoy 21 adaptaciones, la primera del cine mudo ruso (1911) con dirección del francés Maurice André Maitre. Quizá la falta de imaginación que señalan no sea tal, ni mucho menos una prueba de la decadencia creativa de los cineastas contemporáneos.
Digámoslo claramente: estos boicoteadores de actores, actrices, series y películas son nostálgicos de Sauron, el dictador, y su Tierra Prometida resulta parecidísima a Mordor. Puede que también sean grandes lectores como afirman, aunque lo dudamos. Y aun peor: si han leído esos libros, no los han entendido. Habría que aplicarles la máxima de José Luis Cuerda: “¿Para qué te voy a dejar leer mi libro? ¿Para que me lo jodas?”
“Un anillo para gobernarlos a todos, un anillo para encontrarlos, un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas, en la tierra de Mordor donde se extienden las sombras”.
El señor de los anillos (J.R.R. Tolkien,...
Autora >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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