Racismo en EE.UU.
En el ‘Mall’ de Washington (III): “Háblales del sueño, Martin”
La reconstrucción nacional puesta en marcha tras la Guerra Civil todavía no se ha cerrado, porque la discriminación racial pervive. Las promesas incumplidas de los documentos fundacionales son de naturaleza mesiánica para algunos líderes negros
Ángel Loureiro 2/11/2022
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(*) Este artículo es el cuarto y último de una serie que comenzó con “Guerra cultural en los Estados Unidos”, aparecido el pasado 18 de septiembre, en el que se trataba el impacto escolar y electoral de la controversia acerca de la teoría crítica de la raza y el “Proyecto 1619” auspiciado por el New York Times. La serie continuó con “En el Mall de Washington: de la historia monumental a la historia desde abajo”, publicado el 18 de octubre, primera entrega de un desvelamiento de la historia negra “encriptada” bajo la historia pública americana, tal como se exhibe en los museos y monumentos concentrados en el Mall de la ciudad de Washington y en los documentos fundacionales del país, lectura que se continuó con “En el Mall de Washington (II): el cuerpo negro de la historia blanca”, publicado el 29 de octubre. Esa historia encriptada constituye el trasfondo histórico fundamental para comprender la discriminación estructural desvelada por la teoría crítica de la raza y la revisión de la historia del país formulada por el Proyecto 1619.
No ha habido ninguna figura política americana más dramática, ni probablemente más decisiva, que la de Lincoln, considerado por muchos historiadores como el mejor presidente americano de la historia. A él le está dedicado el Memorial que fue erigido con cálculo exacto para que su eje coincidiera con el del Capitolio, al otro extremo del Mall. El monumento ocupa el ábside (lugar donde se alza el altar en una iglesia) de esa catedral de historia pública que es el Mall de la ciudad de Washington. Comenzado en 1914 e inaugurado el 30 de mayo de 1922, el Memorial Day en el que el país recuerda a los muertos en las guerras, el monumento es un templete inspirado en el Partenón (en referencia al nacimiento de la democracia en Grecia), dividido internamente en tres cámaras. Lincoln, controvertido e impopular en vida, pero glorificado por la victoria en la Guerra Civil y más aún por su martirio a la semana de la firma de la sumisión de los estados del sur. Situada en la cámara central de ese templete, su enorme estatua sedente está labrada en mármol del estado de Georgia, un estado del sur: en el memorial se usó piedra procedente de los cuatro puntos cardinales del país, para aludir a la reunificación de la federación tras la Guerra Civil. De seis metros de tamaño (de pie la estatua mediría nueve metros de altura), inmenso en vida y crecido aún más con su muerte, la mirada perdida en la lejanía, Lincoln está sentado en un trono alzado en un pedestal, en un espacio que invita al recogimiento, la contemplación y el silencio reverencial. En la foto que le hizo Korda en 1959 a los pies de Lincoln, Fidel Castro, al parecer gran admirador del presidente, tras depositar una enorme corona en el pedestal de la estatua, parece escrutar en vano al líder del futuro imperio con el que en el momento de su visita a Washington creía que podía negociar. Años más tarde, Korda titularía David y Goliat esa foto de Fidel a los pies de Lincoln.
En las cámaras situadas a ambos lados del espacio que acoge a la estatua, están inscritas en las paredes palabras escogidas de los dos discursos más famosos de Lincoln: el de su segunda investidura (1865) y el que dio en noviembre de 1863, al consagrar un cementerio nacional por los caídos en julio de ese año en la cruenta batalla de Gettysburg (unas 50.000 bajas entre muertos y heridos: 500.000 a escala de la población actual del país), ganada por la Unión y decisiva para cambiar el rumbo de la guerra. En ese breve discurso de menos de 300 palabras, una pieza suprema de oratoria patriótica, y uno de los más famosos de la historia americana (¿y qué nación repite y recuerda con tal fervor un discurso del siglo XIX?), Lincoln comienza remontándose a los orígenes de los Estados Unidos: “Ochenta y siete años ha, nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida bajo el signo de la libertad y consagrada al principio de que todos los hombres son creados iguales”, haciendo referencia al comienzo de la Declaración de Independencia. Y en el resto de su discurso consagra el sacrificio de los muertos en la guerra, para “que esta nación, bajo Dios, [tenga] un nuevo nacimiento de la libertad”.
Tarea inacabada que debía ser patente para los asistentes a la inauguración del monumento erigido en 1922 en recuerdo del emancipador de los esclavos cuyos descendientes todavía no disfrutaban de una igualdad total con la población blanca. Los dignatarios negros presentes en el acto fueron segregados en una zona secundaria y guardados por miembros de la infantería de marina. La tarea por hacer invocada por Lincoln en Gettysburg, todavía no lograda en 1922, fue recordada, exactamente un siglo más tarde, desde las escalinatas de ese monumento por Martin Luther King en su famoso discurso Tengo un sueño, como veremos.
El sueño de Martin Luther King tenía detrás de sí una larga historia de sufrimiento, lucha y resistencia, llena de duros retrocesos y de difíciles avances. En una de las peores decisiones de su historia, en 1857 el Tribunal Supremo (en el caso Dred Scott v. Sandford), apelando a la doctrina del “originalismo”, recordó en su decisión que en los tiempos en que la Constitución fue redactada los negros eran considerados seres inferiores a los blancos, por lo que no estaban incluidos como ciudadanos de los Estados Unidos y por lo tanto no podían reclamar los derechos y privilegios inherentes a la ciudadanía. Las ardientes polémicas generadas por esta decisión prepararon el terreno de la Guerra Civil. Aunque en su campaña electoral de 1860 Lincoln prometió no restringir la esclavitud en los quince estados sureños en los que ya existía, declaró oposición a su expansión a los nuevos territorios del oeste incorporados al país, y tras su elección en 1861 los siete estados del sur con el mayor número de esclavos se secesionaron de la Unión. La Guerra Civil no fue inicialmente una campaña para liberar a los esclavos, aunque Lincoln, que veneraba la Constitución, creía que los fundadores de la nación habían preparado el terreno para la “extinción última de la esclavitud”. Como Jefferson, Lincoln odiaba esa institución, pero creía que las diferencias entre las razas impedían que pudieran vivir juntas en términos de igualdad política y social, y hasta muy cerca del final de su vida estuvo a favor de crear colonias para los esclavos en África o en el Caribe, una idea de la que trató de convencer a un grupo de negros libres ilustres con los que se reunió en la Casa Blanca en 1862, en plena Guerra Civil, provocando su consternación.
Como Jefferson, Lincoln odiaba la esclavitud, pero creía que las diferencias entre las razas impedían que pudieran vivir juntas en términos de igualdad política y social
La Proclamación de Emancipación de los esclavos en los estados del sur, anunciada por Lincoln el 1 de enero de 1863, fue una maniobra militar necesaria para nutrir con los esclavos liberados en los territorios sureños ocupados por la Unión las filas de su ejército (200.000 soldados negros lucharon en él), que no acababa de vencer a los rebeldes confederados. Y al ligar el desarrollo de la guerra con la abolición de la esclavitud, logró que Francia e Inglaterra, países antiesclavistas, pero que necesitaban el algodón del Sur, no entraran en el conflicto a favor de la Confederación.
La Guerra Civil está presente a las espaldas del Mall, en el vasto Cementerio Nacional de Arlington, repositorio de caídos en el campo de batalla y de destacadas figuras políticas, la mayor parte veteranos militares que sobresalieron en otras áreas. Creado hacia finales de la Guerra Civil para enterrar a los caídos en un conflicto que se saldó con unos 620.000 muertos (más de 6 millones a escala de la población actual), una cifra superior a la suma de los caídos en el resto de las guerras libradas por los Estados Unidos desde su fundación, el cementerio se fundó en tierras expropiadas a la familia de Robert Lee, el líder militar de la Confederación. Al final de la Guerra Civil se creó una comisión especial encargada de localizar a los muertos de la Unión abandonados en los campos de batalla en el sur, escenario de casi todas las batallas de la guerra (durante muchos años los granjeros desenterraron con sus arados huesos de los muertos) o fueron enterrados a toda prisa en fosas colectivas tras las batallas. Los cuerpos localizados fueron trasladados a Arlington, pero los agentes del gobierno ignoraron los cadáveres de los muertos confederados, negligencia que llevará a la creación de asociaciones de mujeres sureñas que después de la guerra se encargarán de la localización de los cuerpos abandonados de sus esposos, hijos y hermanos y crearán cementerios consagrados a ellos. Esta negligencia del gobierno federal de atender a los muertos confederados, que contradecía unas famosas palabras del discurso de Lincoln en su segunda investidura en plena Guerra Civil, y grabadas en su Memorial, “with malice toward none, with charity for all” (“sin malicia hacia nadie, con caridad para todos”), acrecentó el resentimiento de la población del sur y proveyó munición para la guerra cultural acerca del pasado que sucedió a la derrota militar. Los cementerios confederados serán, hasta hoy en día, lugares de memoria de un sur idealizado, espacios de conmemoraciones anuales, y armas de combate en las disputas acerca de la historia pública del Sur escrita en estatuas, placas, edificios y monumentos.
Sección confederada del cementerio de Arlington, autorizada en el año 1900. Foto: Wally Gobetz | Flickr.
También en Arlington está encriptado, bajo la historia celebratoria de los guerreros de la patria, un capítulo de la historia negra. Las tierras elegidas para crear el cementerio habían sido parte de una plantación de la familia de Lee. Tras la Emancipación, en un área vecina al recién creado cementerio, el gobierno construyó un Freedman’s Village (un asentamiento para esclavos que habían huido del sur o fueron liberados por el ejército de la Unión), y aunque estas comunidades improvisadas estaban destinadas a ser temporales, veinte años después de su creación el Village de Arlington albergaba a dos mil personas que habían creado una comunidad dotada de escuelas, tiendas, un hospital y una residencia de ancianos. Cuando en 1898 el gobierno necesitó ampliar el cementerio militar, la comunidad negra allí establecida fue conminada a abandonar sus asentamientos a cambio de compensación económica, y aunque muchos de sus residentes se resistieron durante un tiempo, acabaron siendo desalojados por orden militar en 1900. Fuera del recinto enrejado de Arlington, al otro lado de una calle desolada, en un parque minúsculo, un marcador recuerda que en 1898 el Village “fue cerrado oficialmente” y a sus residentes “se les pidió que se mudaran”. En una versión más vieja de ese marcador se leía que la comunidad fue “dispersada” para la ampliación del cementerio.
La victoria de la Unión tuvo ramificaciones revolucionarias. En el espacio de cinco años el Congreso aprobó tres enmiendas a la Constitución que transformaron por completo la definición de la ciudadanía y los derechos civiles de los negros. La esclavitud se abolió con la Enmienda 13 (“Ni la esclavitud ni la servidumbre involuntaria, excepto como castigo por un crimen al que una persona haya sido condenada, existirá en los Estados Unidos, o en todo territorio sujeto a su jurisdicción”), aprobada por el Congreso en 1865, muy poco después del final de la guerra y del asesinato de Lincoln, y ratificada por las necesarias tres cuartas partes de los estados (aunque Misisipi no lo haría hasta 1995). Es la primera y única vez que la palabra “esclavitud” es usada en la Constitución, en cuya versión primigenia de 1787 no aparece debido a la oposición de los representantes del sur que colaboraron en su redacción.
Con la Enmienda 14, ratificada en 1868, se concede la ciudadanía a todas las personas nacidas o “naturalizadas” en los Estados Unidos (y por lo tanto también a los negros) y se les garantiza “igual protección de las leyes” (equal protection of the laws). Con esta frase se abre el camino para una futura ampliación de los derechos civiles a otros grupos (mujeres, matrimonio gay), aunque no ha servido de protección en los casos en que un Tribunal Supremo de composición conservadora, en interpretaciones “originalistas”, limita esos derechos a las “intenciones” de los redactores de la enmienda.
En cinco años el Congreso aprobó tres enmiendas a la Constitución que transformaron por completo la definición de la ciudadanía y los derechos civiles de los negros
Por último, la Enmienda 15, ratificada en 1870, establece que el derecho al voto no le puede ser negado a los ciudadanos del país por su raza, color o previo estado de servidumbre. Esta enmienda causó furor en organizaciones feministas y algunas de sus líderes hicieron uso de un lenguaje racista para referirse a los negros (“Sambo”, “gentes ignorantes”) en sus quejas de que a ellos se les hubiera concedido el derecho al voto, pero no a las mujeres. Un derecho que ha sido coartado de las maneras más diversas en estados conservadores. En sus intentos más recientes, denunciando un supuesto fraude en el voto por correo, exigiendo el carnet de conducir a minorías que no lo tienen, limitando el número de buzones en los que depositar el voto por correo, o cerrando estaciones de voto para causar largas colas en las restantes.
Las tres enmiendas constituyen una revolución constitucional, en opinión de Eric Foner, el gran estudioso de la época, quien ve ese período como una segunda fundación del país. Además de las transformaciones civiles que conllevaron, las tres enmiendas conceden al Congreso la autoridad para velar por su cumplimiento por medio de la legislación apropiada, le da autoridad para invalidar leyes estatales discriminatorias, y prohíbe a los estados (léase estados del sur) limitar los derechos y la igual protección de las leyes. Y por primera vez en la historia del país, tras la Guerra Civil el gobierno logrará imponer un impuesto federal, aunque por poco tiempo. De ese modo se inicia el proceso de construcción de una nueva nación con un gobierno federal fortalecido y se limita el poder de los estados, invirtiéndose las relaciones de poder dominantes en la fundación del país, momento en que la amenaza de un gobierno tiránico (como el de Inglaterra en las colonias) era considerado el mayor peligro para la libertad individual, por lo que se crea a propósito un gobierno federal débil y se limitan los poderes del presidente, favoreciéndose la autonomía y autoridad de los estados.
La aprobación de estas enmiendas abre la era de la Reconstruction (1866-1877 son las fechas más consensuadas para ese período), en la que se logran grandes avances en la educación y la participación política de la comunidad negra. Pero a partir del momento en que en 1877 las tropas federales, destacadas en el sur desde la Guerra Civil para ayudar a los antiguos esclavos en el proceso de asimilación laboral y social, y para proteger sus nuevos derechos, se retiraron de los antiguos estados confederados por un acuerdo con el gobierno federal, esos estados volvieron a ser controlados por el partido demócrata, defensor de la supremacía blanca (en esa época el partido republicano, al que perteneció Lincoln, era el más progresista), y se empiezan a dictar leyes discriminatorias y segregacionistas, creándose además un clima de violencia, intimidación y terror, para impedir la participación política de los negros.
Así comenzó la época de ocho décadas de terror racista conocida como Jim Crow. Son inciertos los orígenes de cómo el término, que viene del nombre de un personaje de una canción racista del vodevil del XIX interpretado por un animador blanco con la cara pintada de negro (blackface), empezó a ser usado como etiqueta condensadora de las leyes, costumbres e ideas del sistema segregacionista que se impuso en el sur a finales del siglo XIX, con el que se desmantelaron los derechos políticos y los avances de la población negra. En la época de Jim Crow se imponen requisitos para dificultar el voto negro (pago de tarifas para poder votar, pruebas de alfabetización, conocimiento memorístico de secciones de la constitución estatal); se practica el fraude electoral sistemático; se reemplaza la esclavitud con un sistema de aparcería de corte feudal, ruinoso para el arrendatario; se propaga un discurso social (amparado por la literatura científica prevalente en el siglo XIX acerca de las diferencias entre las razas y la superioridad de la blanca) que representa a los negros como faltos de civilización, perezosos, ignorantes, inferiores en inteligencia, y cuya incapacidad para la política y el liderazgo habría sido la causa de los “horrores” de la años de la Reconstrucción; se comenten linchamientos en público con total impunidad (casi uno semanal durante esas ocho décadas, con un total de 3.500) y a menudo con el regocijo de un público blanco que sonríe para la cámara delante de negros quemados o colgados de árboles (el strange fruit, la fruta extraña, de la canción revolucionaria grabada por Billie Holiday en 1939); reaparece el KKK, no ya como la organización terrorista local de 1870-71, disuelta por juicios severos contra sus miembros, sino como una vasta organización política exaltada en la famosa película de D. W. Griffith, El nacimiento de una nación (1915), y amparada por un Partido Demócrata que, todavía en 1924, en su convención presidencial en la ciudad de Nueva York, se negó a condenar a esa organización; se impone y expande la segregación en espacios públicos (escuelas, trenes y tranvías, bares y restaurantes, cines, oficina de correos, vivienda, incluso cementerios y Biblias diferentes para jurar ante los tribunales).
Y aprovechando una provisión de la Enmienda 13, la cual elimina la esclavitud y la “servidumbre involuntaria”, excepto en los casos de condena legal, los tribunales del sur empiezan a llenar las cárceles de negros que serán arrendados a compañías de minas, construcción y trabajos públicos, en una práctica que continúa hoy en día, y no solo en el sur del país. En How the Word is Passed (Como se pasa la palabra, 2021), Clint Smith apunta que en la infame prisión de “Angola” en Luisiana (construida en los terrenos de una antigua plantación), algunos presos reciben hoy en día por ese trabajo la miserable cantidad de 7 centavos por hora.
Aprovechando una provisión de la Enmienda 13, que elimina la esclavitud y la “servidumbre involuntaria”, los tribunales del sur empiezan a llenar las cárceles de negros
Esas prácticas discriminatorias recibieron con frecuencia el apoyo del Tribunal Supremo, el cual adoptó en esa época decisiones racistas y protectoras de los derechos de los estados que limitaron severamente los ideales de la Reconstrucción. En una de sus más infaustas decisiones, Plessy v. Ferguson, en 1896 ese Tribunal justificó la separación de las razas en los transportes públicos arguyendo que las enmiendas de la posguerra habían abolido la esclavitud pero no las diferencias entre las razas, y que un blanco, perteneciente a “la raza dominante”, vería su reputación dañada si se sentara al lado de un negro en un medio de transporte público, decisión que abre la puerta a la doctrina segregacionista del separate but equal (“separados pero iguales”: el mismo servicio para todos, pero separados), que no fue revocada hasta que en 1954 un Tribunal Supremo progresista abolió la segregación en las escuelas en otro famoso caso, Brown v. Board of Education, abriendo las puertas a los logros que culminaron con las actas de voto y derechos civiles aprobadas bajo la presidencia de Johnson en la década de 1960.
Las prácticas políticas de la era de Jim Crow fueron acompañadas de una glorificación del viejo sur. A principios del siglo XX, historiadores blancos racistas con mucha prédica nacional (la escuela del historiador Dunning, de la prestigiosa universidad de Columbia en Nueva York) difunden una historia que mitifica el viejo sur confederado (Lo que el viento se llevó es una derivación de esa visión romántico-caballeresca del sur), afirma que la esclavitud fue una institución paternalista benigna, y crea el mito de la Causa Perdida confederada, según la cual la Guerra Civil no habría estado motivada por la esclavitud sino que habría sido una guerra de “agresión del norte” y un atropellamiento de los derechos de los estados por el gobierno federal, interpretación que no será desmontada por historiadores de la esclavitud hasta la década de 1950. Desmontada entre medios especializados, porque sigue siendo muy popular entre la población del sur y está reflejada en instituciones: no fue hasta comienzos de 2021 cuando, en la estela del homicidio de George Floyd por un policía blanco, la legislatura americana acuerda cambiar los nombres de diez bases militares del sur que todavía llevaban nombres de figuras confederadas, medida que vetó Trump, pero que fue ratificada por una mayoría abrumadora del Senado, muy superior a la de los dos tercios necesarios para imponerse a un veto presidencial.
La memoria pública de la Confederación se transmitió de muchas otras maneras. Cuando a finales del siglo XIX y comienzos del XX van muriendo los antiguos combatientes confederados, da comienzo un intenso programa de erección de monumentos a sus líderes políticos y militares, esos monumentos que en años recientes han sido objeto de protestas derivadas del movimiento Black Lives Matter y han sido retirados de lugares públicos en ciudades significativas de la causa sureña como Richmond, la capital de la Confederación, y Nueva Orleans, ciudad en la que todavía quedan más de cien referencias a figuras confederadas (una segunda campaña de erección de monumentos tuvo lugar en las décadas de 1950 y 1960, como respuesta al movimiento por los derechos civiles de la población negra). Los estados del sur siguen plagados de esas referencias, que van desde escuelas públicas con nombres de confederados, a conmemoraciones de figuras esclavistas históricas. En Alabama y Misisipi, el cumpleaños de Robert Lee se celebra en la misma fecha que el Día de Martin Luther King, una fiesta nacional (en Estados Unidos muchas festividades se celebran los lunes de la semana del aniversario conmemorado). Según un estudio citado por Clint Smith, en 2019 todavía quedaban en el país unos dos mil monumentos, museos, cementerios, nombres de calles y plazas y otros símbolos dedicados a la Confederación, muchos de ellos mantenidos con fondos públicos de los estados.
Un papel clave en esa creación de historia pública confederada lo tuvo la organización United Daughters of the Confederacy” (UDC), creada en 1894 por la fusión de varios grupos de mujeres del sur fundados a raíz de la Guerra Civil, y todavía activa y pujante hoy en día. Al mismo tiempo que recabó fondos para erigir cerca de setecientos monumentos (sobre todo en el sur, pero diseminados por todo el país), la UDC apoyó al Ku Klux Klan y libró una intensa campaña de difusión de publicaciones proconfederadas en escuelas y bibliotecas públicas, con el propósito de imponer una victoria cultural, compensatoria y deformadora de la derrota militar, promoviendo una historia pública que no solo falseaba el pasado sino que sostenía actitudes racistas y discriminatorias que han tenido una larga vida. La UDC, que continúa recibiendo fondos de algunos estados sureños, como Virginia, donó fondos para que en 1953 se instalaran en la Catedral Nacional de Washington vidrieras policromadas con una bandera de la Confederación y las figuras de sus dos generales más famosos, Stonewall Jackson y Robert Lee, vidrieras que no fueron retiradas hasta el año 2015.
Si, como sostiene Eric Foner, la Reconstrucción fue por antonomasia un período de reconstrucción nacional, también es cierto, como ese historiador y otros sostienen, que es un período que todavía no se ha cerrado, porque el racismo y la discriminación perviven en el país. La tarea por hacer crea una continuidad en la lucha que, aunque haya sido discontinua en sus logros, es vista como una promesa mesiánica por líderes negros prominentes, con frecuencia impregnados de un imaginario religioso. Desde la escalinata superior del Lincoln Memorial, con la estatua del presidente que emancipó a los esclavos a sus espaldas, en el famoso discurso que culminó la March on Washington for Jobs and Freedom en agosto de 1963, Martin Luther King comenzó haciendo referencia al comienzo del discurso de Lincoln en Gettysburg (“Ochenta y siete años ha, nuestros padres crearon en este continente una nueva nación”): “Cincuenta años ha, un gran americano, en cuya sombra simbólica nos encontramos hoy, firmó la Proclamación de Emancipación. Este decreto trascendente fue un faro de esperanza para millones de esclavos negros… Pero cien años más tarde, el negro todavía no es libre. Cien años más tarde, la vida del negro está todavía limitada”: por la segregación, la discriminación, la pobreza, el aislamiento, continua King, que hacen que el negro se encuentre “en exilio en su propia tierra”. Remontándose a los principios del país, King recuerda que al escribir “las magníficas palabras de la Constitución y de la Declaración de Independencia”, “los arquitectos de nuestra república” firmaron la promesa de que a “todos los seres humanos –sí, a los negros igual que a los blancos– les serían garantizados los derechos inalienables de vida, libertad y la búsqueda de la felicidad”, promesa que el país no ha cumplido con la comunidad negra, afirma King: “Tengo un sueño de que algún día mis cuatro hijos pequeños vivirán en una nación en la que no serán juzgados por el color de su piel sino por su carácter. Tengo un sueño, hoy”, revela King en sus famosas palabras, inscribiendo su discurso en una continuidad de la comunidad nacional asentada no en los hechos y las gestas, sino en las promesas encerradas en sus documentos fundacionales. Unas promesas que, precisamente por haber sido incumplidas todavía en 1963, revelan su naturaleza mesiánica y la tarea por cumplir para que la justicia reine en la comunidad nacional. Según algunas versiones, King comenzó siguiendo el guion de un discurso, que ya había dado otras veces, sobre el tema de un cheque sin fondos que el país le había dado al negro. Se dice que a mitad de ese discurso, tal vez al encontrarlo pedestre, Mahalia Jackson, que había cantado en aquel mismo escenario y estaba situada cerca del orador, lo exhortó con las palabras “Háblales del sueño, Martin”. Y Martin Luther King cambió el tenor de su discurso, y habló del sueño, e hizo historia.
La comunidad negra no logra adquirir los derechos garantizados por las enmiendas de la Reconstrucción hasta que bajo la presidencia de Johnson se aprobaron leyes de derechos civiles (Civil Rights Act, 1964) y del pleno derecho al voto (Voting Rights Act, 1965), disposición que se ampara en la Enmienda 15, aprobada en 1871, casi un siglo antes. Como resultado, en 1965 se registran un cuarto de millón de nuevos votantes negros. Estos derechos se consiguen tras una ardua lucha liderada por la movilización de la población negra y tras actos de desobediencia de ordenanzas segregacionistas que a su vez generaron una reacción violenta de la población blanca en el sur (quema de iglesias negras, asesinatos de activistas que promovían el derecho al voto). De especial resonancia fue la marcha de activistas entre la ciudades de Selma y Montgomery (Alabama) en enero de 1965, abortada al poco de comenzar por un ataque violento de la policía del estado, violencia que llevó a la repetición de la misma marcha dos meses más tarde, ahora liderada por Martin Luther King.
En un discurso considerado histórico, pronunciado en el cincuenta aniversario de esa marcha de Selma, Obama recordó las reivindicaciones de la marcha y recurrió a temas similares a los de King. Los manifestantes “no buscaban un tratamiento especial, sino el tratamiento igualitario que les había sido prometido hacía casi un siglo” (en referencia a la Enmienda 14); movidos por “la creencia de que América no estaba acabada”, buscaban el cumplimiento de las promesas inscritas en los documentos fundacionales (“que todos los seres humanos son creados iguales”). Un discurso político, de circunstancias, repleto de retórica, es cierto, pero un capítulo más en la afirmación de un relato nacional en el que la comunidad negra todavía no está incluida plenamente. Porque en “nuestra larga travesía hacia la libertad”, y a pesar de todos los avances desde Selma, “doscientos treinta y nueve años desde la fundación de la nación, nuestra unión todavía no es perfecta” y sería un error, concluyó Obama, pensar que el racismo estaba extinguido, que el trabajo que llevó a los manifestantes a Selma estaba completo.
La elección de Obama a la presidencia fue sorprendente en su momento, e históricamente lo sigue siendo todavía. Nacida en 1964, Michelle Obama pertenece a la primera generación negra que, después de casi cuatro siglos de presencia en el territorio de los Estados Unidos, tuvo acceso pleno a los derechos civiles del país. La historia de su familia condensa la dura travesía de la población negra en esos siglos. Michelle Obama es descendiente de una esclava separada de sus padres a los ocho años al ser enviada a otra plantación en la que tuvo varios hijos de raza mixta con uno de sus dueños. Liberados de la esclavitud tras la Guerra Civil, sus descendientes trabajaron como aparceros en el sur, y a principios del siglo XX emigraron a Chicago, en la enorme ola migratoria de la población negra que, huyendo de la pobreza y el terror de la era de Jim Crow, cambió la composición demográfica del sur y la de los centros industriales del norte, generó un intenso activismo político y dio lugar a una revolución cultural que transformó la naturaleza del país. En esa Great Migration que tuvo lugar entre 1910 y 1970 siete millones de negros se trasladaron a los centros urbanos del norte y de California en dos grandes oleadas. En la primera emigraron atraídos por el trabajo en industrias limitadas en su mano de obra por la disminución de emigrantes europeos y la movilización de obreros en la Primera Guerra Mundial; la segunda ola fue impulsada por el invento de la máquina de cosechar algodón en 1944 (podía hacer el trabajo de cinco personas) y por la necesidad de acrecentar la producción industrial durante la segunda guerra mundial. En 1890, el 90% de los negros del país vivían en el sur; en 1970, solo la mitad. Tras la Gran Migración, Harlem pasó de estar poblado por judíos e italianos a ser un barrio mayoritariamente negro (en otra vuelta de tuerca, en los últimos veinte años la población negra está siendo desplazada progresivamente por la gentrificación promovida por blancos que se mudan a Harlem al no poder pagar los precios de la vivienda en Manhattan o Brooklyn).
Michelle Obama pertenece a la primera generación negra que tuvo acceso pleno a los derechos civiles del país
La migración al norte creó oportunidades de avance económico, llevó al nacimiento de organizaciones sociales y culturales negras, fomentó el activismo político (facilitando la creación del movimiento por la lucha por los derechos civiles y organizaciones revolucionarias posteriores como los Black Panthers) y dio lugar a una cultura urbana, especialmente en música, que ha tenido una influencia extraordinaria en la cultura popular americana.
Pero en el norte, la comunidad negra se encontró con nuevos obstáculos: discriminación salarial y sobre todo en vivienda, promovida por bancos, oficinas inmobiliarias y gobiernos locales, determinados a segregar los barrios negros de los blancos, para que la vivienda en estos últimos no bajara de valor. En la década de 1930, el gobierno federal crea una red de “líneas rojas” (redlining) en las ciudades con el fin de segregar dentro de ellas a la población negra, y dificulta a las familias negras la obtención de hipotecas para comprar vivienda en ciertas áreas al negarles el seguro de hipoteca, suscrito por el gobierno federal, que es indispensable todavía en el presente para comprar una vivienda en el país. Confabulándose con esos objetivos, los gobiernos locales segregan los barrios racialmente por medio de la construcción de autopistas y otras barreras. Con la progresiva desindustrialización del norte en la década de 1960, con la que se da fin a la gran migración, el abandono de antiguos edificios industriales, el deterioro urbano y las revueltas raciales llevan al descenso del valor de la propiedad inmobiliaria y causan la “huida blanca” (white flight) a los barrios periféricos de las ciudades, compuestos de viviendas individuales con fincas ajardinadas, aislando todavía más a la población negra y dejándola con escuelas inferiores, servicios deficientes, pocas oportunidades de mejora laboral y menos aún de ascenso social, y altas tasas de delincuencia y encarcelamiento.
Pero al mismo tiempo que transformó la demografía del país y la cultura y el activismo de la comunidad negra, según Nicholas Lemann la gran migración transportó con ella a los grandes centros urbanos muchos de los problemas de la sociedad rural aparcera del sur: alto índice de analfabetismo, educación deficiente, tasas muy altas de delincuencia y homicidio (especialmente de negros contra negros), hijos fuera de matrimonio, familias encabezadas por mujeres, padres ausentes (en un libro más reciente, basándose en fuentes orales, Isabel Wilkerson da una imagen más risueña y positiva de la Gran Migración, pero su estudio está basado en un número muy limitado de casos, cuya elección ya impone una parcialidad inicial). Lemann concluye que los que progresaron estaban respaldados por lazos familiares fuertes, buena educación escolar y fe religiosa.
La teoría de transmisión “cultural” de algunos de los problemas más serios que afligen hoy en día a la población negra es controvertida. Sus críticos alegan que esa teoría culpabiliza a la “víctima” al hacerla responsable de problemas causados por una larga historia de racismo y discriminación. Orlando Patterson, sociólogo en Harvard, muy criticado por ser proponente de esa transmisión cultural, alude a la paradoja de que en su Caribe natal sea considerado un teórico neomarxista mientras que en los Estados Unidos es tachado de conservador. A esta teoría que postula la transmisión generacional de una cultura (valores, actitudes, tradiciones, comportamientos y sistema simbólicos) dentro de una comunidad se le ha opuesto tradicionalmente la reproducción estructural del racismo y la segregación, la cual impide el avance de la población negra. Una reproducción estructural que incluiría no solo instituciones, sino también disparidades heredadas en riqueza, educación, vivienda, trabajos, servicios sanitarios, etc.: herencia nefasta, o más bien condena, a la que es muy difícil sobreponerse por medio de la voluntad individual.
Como se expuso en el primer artículo de esta serie, al que se hace referencia al comienzo, la idea de que existe un racismo estructural que subyace a la sociedad americana, a pesar de todos los avances en la igualdad de las razas, es un fundamento de la “teoría crítica de la raza”, una rama de estudios legales que permaneció en la oscuridad durante varias décadas, hasta que en 2021 empezó a ser usada por los republicanos como metáfora bélica (deformadora y simplificadora) en la guerra cultural contra la enseñanza en las escuelas de ideas sobre la historia y los valores del país que contravienen la versión patriótica convencional. En esta maniobra política, efectiva por su misma simpleza, el nacionalismo republicano fusiona, no sin razón, la teoría crítica de la raza con las ideas del “Proyecto 1619” del New York Times, el cual se asienta en la teoría de que la historia americana comienza en el año 1619, cuando los primeros esclavos negros fueron traídos al futuro país, y no con la revolución de 1776, por lo que el verdadero protagonista de la historia americana sería la población negra. Teorías que han promovido una guerra cultural, declarada por los republicanos más conservadores, quienes las ven como una amenaza a la cultura blanca y a una versión de la historia americana, hegemónica desde la fundación del país, que defienden convirtiendo la teoría crítica de la raza en objeto de ataques electorales y, en más de la mitad de los estados del país, aprobando leyes que prohíben su enseñanza en las escuelas y promueven una enseñanza patriótica tradicional.
(*) Este artículo es el cuarto y último de una serie que comenzó con “Guerra cultural en los Estados Unidos”, aparecido el pasado 18 de septiembre, en el que se...
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Ángel Loureiro
Es licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Ha sido docente en materias de literatura, cine y fotografía en varias universidades estadounidenses, entre ellas Princeton, institución en la que dirigió el Departamento de Español y Portugués.
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