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Las aspiraciones de Biden

El presidente de Estados Unidos se asemeja, por el momento, a Lyndon Johnson. Ambos usaron su experiencia en el Congreso y el Senado para introducir reformas radicales en derechos civiles y un programa de inversiones en infraestructuras

Ángel Loureiro 24/07/2021

<p>Joe Biden. </p>

Joe Biden. 

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Las primeras decisiones de Joe Biden como presidente de los Estados Unidos han cogido por sorpresa a muchos observadores. Algunos ven en él a un socialdemócrata o, en el polo opuesto, otros lo consideran como un secuaz emboscado de la ideología neoliberal que ha gobernado la economía desde los tiempos de Reagan y Thatcher. En realidad, un conocimiento de la trayectoria de Biden, de sus decisiones y posiciones políticas, y de las ideas que ha expresado a lo largo de los años en sus tres campañas electorales a la Presidencia (1988, 2008, 2020) así como en sus declaraciones y discursos en los treinta y cinco años que sirvió en el Senado de los Estados Unidos (1972-2007), en sus dos libros de memorias y en otros foros, ayudan a entender que las órdenes ejecutivas que ha firmado, y las medidas legislativas que ha propuesto, se corresponden con su bien documentado historial político y personal. Un historial que cuenta con triunfos importantes y con errores notables, acerca de los cuales no ha dejado de mostrar arrepentimiento en años posteriores. Como ha señalado el historiador Jon Meacham, amigo y consejero del presidente americano y colaborador en la redacción de algunos de sus discursos, Biden es como un iceberg invertido que muestra el 90% de su ser y solo oculta el 10% restante. Con Joe Biden, las apariencias (casi nunca) engañan.

Fue el primer miembro de su familia que hizo una carrera universitaria, un mérito muy valorado en los Estados Unidos como señal de superación personal

Biden procede de una familia de clase media trabajadora (su padre, tras ganar de joven sumas importantes en el mundo del petróleo, se arruinó y trabajó el resto de su vida de vendedor de coches) de origen mayormente irlandés, de fe católica. Tras asistir a escuelas católicas, para poder pagarse la matrícula del colegio privado en el que deseaba completar su educación secundaria, trabajó ocho horas diarias en el colegio durante el verano, desyerbando jardines, lavando ventanas y pintando verjas. En sus memorias Promises to Keep. Life and Politics (Promesas a cumplir. Vida y política) (2007), Biden dice recordar todavía con vividez dolorosa el sufrimiento que le causaron las burlas de sus compañeros por una tartamudez que le valió el apodo de “Joe Impedimenta”, pero que llegó a superar, hasta el punto de ser elegido presidente de su clase en los últimos años de secundaria. Fue el primer miembro de su familia que hizo una carrera universitaria, un mérito muy valorado en los Estados Unidos como señal de superación personal y de las oportunidades que el país abre a los que se esfuerzan, sin importar sus orígenes económicos, sociales o nacionales. Hizo la carrera básica en la universidad pública de su estado de Delaware (en contraste, la mayor parte de los presidentes americanos han estudiado en universidades de élite), estudió Derecho en la Universidad de Siracusa (el mismo Biden admite que en ambas universidades fue un estudiante mediocre y poco responsable), y tras ejercer de abogado por poco tiempo, a los treinta años fue elegido senador por Delaware (fue uno de los senadores más jóvenes de la historia de los Estados Unidos), tras derrotar por sorpresa a un republicano que llevaba tres décadas en el puesto. A las seis semanas escasas de su triunfo, su mujer y su hija de dieciocho meses murieron en un accidente de automóvil, en el cual sufrieron heridas graves sus otros dos hijos, uno de los cuales, Beau (colega y colaborador de Kamala Harris, como fiscales generales ambos de sus respectivos estados), murió a los 46 años de un cáncer de cerebro devastador (esa desgracia, señaló un político, hizo que la arrogancia de Biden desapareciera). Desde la muerte de su primera mujer, y durante sus años en el Senado, Biden tomará a diario el tren desde su estado de Delaware hasta Washington, en un viaje de ida y vuelta de un total de cuatro horas, para estar más cerca de sus hijos y, más tarde, de su segunda mujer y de una hija de ese matrimonio. Esa decisión lo apartará de la intrigante vida social de Washington, ciudad en la que todos los miembros del Congreso suelen tener residencias.

De su familia e historial proceden buena parte de sus virtudes y valores. Profundamente religioso (lleva enrollado en una muñeca el rosario de su hijo Beau desde la muerte de este), se reconoce como un católico cultural más que teológico, por haber aprendido de los valores de su religión su idea de sí mismo, de la familia, de la comunidad y del mundo, una huella que cree observar también en Kennedy, su único antecesor católico en la Presidencia. De su padre y de las burlas sufridas por su tartamudez en el colegio hereda el odio al matonismo (que en su vida política futura se traducirá como odio a los autócratas) y la resolución para hacer frente a los reveses de la vida (“get up”, “levántate” era el lema de su padre en esos casos). Su madre lo aleccionó a no sentirse nunca inferior a nadie, pero tampoco superior. Cuando un día llegó a casa compungido porque una maestra monja se había burlado de su tartamudez en el colegio, la madre lo acompañó de inmediato al colegio y amenazó con arrancarle la toca a la monja de un sopapo si volvía a burlarse de su hijo.

Biden tiene una gran facilidad para conectar y comunicarse con los de abajo; la empatía y solidaridad con los que sufren ha sido documentada con admiración por muchos observadores a lo largo de los años; el atributo central de su política ha sido siempre la defensa de la clase media de la que procede; y en la lealtad a los miembros de su familia, a los que se refiere como “nosotros, los Biden” y a los que siempre ha defendido con fiereza (su hijo Hunter no ha sido un dechado de virtudes, pero su padre siempre lo ha apoyado en sus caídas), continúa vivo el sentido casi clásico de la familia que tenían sus padres. En sus dos libros de memorias Biden deja ver que las mujeres centrales de su vida (su madre y sus dos esposas) se caracterizan por su gran fortaleza, y señala con reverencia que en momentos difíciles o decisivos de su vida y de su carrera política se ha dejado llevar por su opinión.

Como miembro del influyente Comité de Relaciones Exteriores del Senado, que llegó a presidir, se reunió con la mayor parte de los líderes políticos internacionales de casi cinco décadas

Como miembro del influyente Comité de Relaciones Exteriores del Senado, que llegó a presidir (esa experiencia fue decisiva para que Obama, un tanto “verde” en política internacional, lo eligiera para la Vicepresidencia), viajó por docenas de países y se reunió con la mayor parte de los líderes políticos internacionales de casi cinco décadas, desde Kosygyn y Gadafi hasta Sadat, Mubarak y Milosevic, a quien trató de convencer de que retirara sus tropas de Bosnia, en una conversación de tres horas en la que Biden dice haber llamado criminal de guerra al líder serbio. En otra ocasión concluyó una sinuosa conversación con Putin diciéndole al presidente ruso que no creía que tuviera alma, a lo que Putin respondió, esbozando una sonrisa sibilina, “veo que nos entendemos bien”.

También sus errores políticos (y no son pocos) lo definen. En la campaña presidencial de 1988 exageró sus logros académicos e hizo suyas, sin citarlas, partes de un discurso del laborista inglés Neil Kinnock. Aunque, en discursos electorales posteriores, al repetir  las mismas palabras de Kinnock señaló su origen, fue acusado de plagiario por periodistas y políticos. Ese desliz llevó a que la prensa sacara a relucir días más tarde otro caso de plagio, en un trabajo final de su primer año de Derecho, en el que solo había indicado la procedencia de una de las muchas citas que había tomado de un artículo. Esas revelaciones, junto con el descubrimiento de que había exagerado sus logros académicos, causaron un escándalo que lo llevó a retirarse de las primarias demócratas. Estos incidentes pesaron sobre él y sobre su carrera política durante muchos años, e hicieron impensable en aquellos tiempos que algún día pudiera volver a ser candidato a la Presidencia (tras su victoria en 2020, Lord Kinnock lo felicitó, y reveló a la prensa que en una reunión con él Biden había bromeado que Kinnock había sido el mejor escritor de sus discursos).

A lo largo de su carrera política tomó algunas decisiones difíciles que llegaría a lamentar con el tiempo. En los años setenta votó en contra del uso de autobuses para trasladar estudiantes entre distritos con vistas a remediar la segregación residencial, una medida muy controvertida y de éxito disputado, lo cual no obstó para que Kamala Harris, quien se benefició en su escolaridad infantil de esa medida antisegregacionista, le reprochara a Biden con dureza, en las primarias demócratas de 2020, su voto de cuarenta años antes. En 1991, durante el disputado proceso de confirmación al Tribunal Supremo del juez ultraconservador Clarence Thomas (el único afro-americano que forma parte en estos momentos de dicho tribunal), Biden, como cabeza del Comité Judicial encargado de recomendar la aprobación de ese tipo de candidatura, trató con dureza a Anita Hill, una profesora de derecho afroamericana que había trabajado con Thomas, al cual inculpó de acoso sexual. Aunque Biden acabó votando en contra de la candidatura de Thomas, no permitió que declararan ante el comité otras mujeres que hicieron acusaciones similares. Por más que ese episodio tuvo un enorme y duradero eco en el país (es considerado como un precursor muy importante del movimiento “Me too” en los Estados Unidos), Biden lo omite por completo en sus memorias de 2007, y durante años se negó a asumir su responsabilidad por el severo trato que le dio a Hill. En las cuentas feministas de Biden, esta vez en la columna positiva, habría que añadir que en 1994, como miembro del mismo comité, Biden tuvo un papel fundamental en la aprobación de leyes para combatir la violencia contra las mujeres, aunque lo cierto es que esas medidas formaban parte de un paquete legislativo que incluía la introducción de penas de cárcel muy severas por el consumo de drogas, un endurecimiento que afectó sobre todo a los afroamericanos y que con el tiempo se mostró como un error grave.

Estuvo desde muy pronto a favor del aborto (como derecho inalienable de toda mujer) pero sus valores católicos lo llevaron a oponerse durante mucho tiempo al uso de fondos federales para permitirlos

A pesar de que desde los comienzos de su carrera política Biden ha manifestado que una de sus preocupaciones centrales son los derechos civiles, en 1993 votó contra la admisión de gays en las fuerzas armadas, y contra el matrimonio entre personas del mismo sexo en 1996, decisiones en las que ha debido de pesar mucho su cultura católica. Estuvo desde muy pronto a favor del aborto (como derecho inalienable de toda mujer) pero de nuevo sus valores católicos lo llevaron a oponerse durante mucho tiempo al uso de fondos federales para permitirlos, aunque recientemente ha reconsiderado esa posición, si bien un tanto a regañadientes (una medida del cambio de opinión de Biden en esos temas la da el hecho de que algunos obispos católicos estadunidenses hayan pedido que se le niegue la comunión al presidente). Votó contra la Guerra del Golfo en 2001, pero a favor de la invasión de Irak en 2003 (una vez que su propuesta de buscar en el país armas de destrucción masiva sin deponer a Sadam fuera rechazada), invasión que ahora considera un error mayúsculo.

Es poco común que un político admita sus errores, pero en su mayor parte Biden ha reconocido los suyos públicamente (a veces empujado por necesidades electorales), ha pedido disculpas por ellos, y ha cambiado de opinión. Es raro también que un político se haga más progresista con el tiempo, pero Biden ha sabido hacerlo, porque comprende los valores y deseos de las generaciones más jóvenes, comprensión en la que no es de descartar la influencia de sus nietas. A las dos mayores, ahora ya veinteañeras, las llevó en viajes como vicepresidente a China y otros países asiáticos cuando eran todavía adolescentes, pero ya mostraban interés en asuntos internacionales. Sus nietas también tuvieron un papel señalado en la campaña electoral del 2020, e incluso como presidente se mantiene en contacto diario con ellas.

En un discurso en abril 2020 describió las elecciones como “una batalla por el alma de América”, cuya naturaleza podría cambiar para siempre si Trump continuaba de presidente cuatro años más, haciendo una probable referencia a un libro muy exitoso de Meacham, El alma de América (2018), que Biden leyó con admiración. Usar un lenguaje del siglo XIX para hablar hoy en día del “alma” de un país puede sorprender, pero en ese lenguaje, en el que las dimensiones laicas y religiosas están entretejidas, radica una clave esencial para entender la enorme diferencia que existe entre los Estados Unidos y el resto del mundo occidental, diferencia esencial que convierte en malas traducciones culturales el frecuente uso de valores europeos para dar opiniones y hacer juicios sobre el país norteamericano. Los Estados Unidos continúan imbuidos de la fe ilustrada en el progreso, y el alma del país estaría personificada en la Constitución, un texto que unifica a los americanos de manera reverencial. Y aunque republicanos y demócratas la puedan interpretar a veces de maneras encontradas, sobre todo en disputas jurídicas, ambos grupos no cesan de recurrir a ese documento para iluminar decisiones del presente. Un efecto unificador similar al que posee la Constitución lo tiene también otro documento histórico, la Declaración de Independencia (redactada por Jefferson en 1776), cuya invocación a lo largo del tiempo puede ayudar a entender la idea de su historia que se hace el país: “Consideramos una verdad autoevidente que todos los seres humanos han sido creado iguales y que su Creador los ha dotado de ciertos derechos inalienables”, afirma el preámbulo. El uso de estas ideas fundacionales pespuntea el desarrollo de la historia americana vista como un progreso hacia la igualdad (de razas, géneros, etc) al que se habría ido acercando el país con el tiempo: ese preámbulo es invocado en la “Declaración de Sentimientos” que redactan las mujeres en el acto fundacional del sufragismo americano en 1848; es evidente como substrato de la emancipación de los esclavos; a él se refiere Martin Luther King en el famoso discurso con el que se cerró la Marcha a Washington  de 1963 (“tengo un sueño, que algún día esta nación se alzará para vivir el verdadero sentido de su credo: consideramos una verdad autoevidente que todos los seres humanos han sido creados iguales…”); subyace al “Acta de Derechos Civiles” de Johnson, y fue invocado por Biden en numerosas ocasiones, sobre todo en el Comité Judicial del Senado.

Estados Unidos vive la memoria de su historia desde su independencia con tal continuidad que es si como si Jefferson o  Lincoln hubieran sido presidentes ayer

Este progreso hacia la igualdad que unifica la historia americana y da continuidad al pasado y el presente constituiría una batalla entre las fuerzas oscuras (que en su encarnación más reciente estarían representadas por Trump) y los “mejores ángeles” de la naturaleza americana, palabras que usa Meachan en el subtítulo de su libro, en referencia al discurso de investidura de Lincoln en 1861. Las referencias al pasado que se hacen en España con fines políticos coyunturales se diferencian de la invocación al pasado en los Estados Unidos en que este país tiene una continuidad histórica, institucional y de mitologías políticas compartidas que la diferencian de la historia discontinua, llena de rupturas y nuevos comienzos de un país como España, en el que hasta su integridad territorial está en disputa hoy en día. La referencia a Lincoln en el título de Meachan (y de Biden en su visión del presente como una batalla contra fuerzas oscuras) apunta a este rasgo fundamental que separa a los Estados Unidos del resto del mundo occidental. El país vive la memoria de su historia desde su independencia con tal continuidad que es si como si Jefferson o  Lincoln hubieran sido presidentes ayer, tal es la actualidad de muchas de sus ideas y decisiones (el equivalente en la política española sería hacer referencia hoy en día a Godoy o a Narváez, como políticos que pudieran servir de orientación en la política española del presente).

Esta peculiar presencia viva del ayer ayuda a entender, en parte, la actitud radical de Biden como presidente. Biden es muy consciente de que es presidente en un momento único para proponer planes radicales y sabe además que solo podría tener dos años para dejar un legado histórico significativo si los demócratas fueran a perder su mayoría en el senado en las elecciones de representantes del 2022. A sus años, dado su largo historial político, con el recuerdo vivo de los errores que ha cometido y los reveses que ha sufrido, y consciente de que un presidente que logre impulsar grandes transformaciones en el país puede dejar una memoria duradera, Biden necesariamente tiene que estar preocupado por su legado, una idea que sale a relucir a menudo en sus memorias. Por sus rápidas y radicales intervenciones, Biden ha sido comparado con Franklin D. Roosevelt, creador del “New Deal” (una serie de programas y proyectos de infraestructura, ayuda a los desempleados, reformas financieras, creación de un sistema estatal de pensiones para los jubilados, etc.) y con Lyndon Johnson, proponente de la “Great Society”, un programa de intervenciones del gobierno (ampliación de derechos civiles para los afroamericanos, servicios sanitarios para los jubilados y la gente de menos recursos, etc). Tras ser elegido como candidato demócrata a la Presidencia, Biden le confesó a Bernie Sanders que quería ser el presidente que introdujera más transformaciones en el país desde Roosevelt. En comparación con la falta de liderazgo y dignidad del autoritario Trump, el parangón con Roosevelt implica devolver a la presidencia un liderazgo moral que este consideraba como la primera tarea de su cargo y restaurar entre los americanos la fe en el gobierno como agente de reparación de las desigualdades y del cuidado de sus ciudadanos, ofreciéndoles mejoras en la salud, la educación y la economía. Sin embargo, a quien más se asemeja Biden de momento es a Johnson, en la medida en que este supo utilizar su prolongada experiencia en el Congreso y en el Senado –similar a la de Biden– para introducir, al ser nombrado presidente tras el asesinato de Kennedy, unas reformas radicales en derechos civiles y un programa de inversiones en infraestructuras y en la lucha contra la pobreza que pocos esperaban de él. Kennedy no se había atrevido a aplicar estas medidas, en parte por falta de apoyo entre los demócratas del sur (entonces conservadores y segregacionistas), a los que Johnson no tuvo ningún problema en intimidar para que votaran a favor de sus propuestas. De modo similar, Biden parece querer cumplir con las esperanzas que la presidencia de Obama creó, pero que no llegó a satisfacer.

Si hay un elemento constante en las muchas transformaciones políticas de Biden a lo largo de sus casi cincuenta años de trayectoria, es la centralidad de la clase media en sus ideas y programas

Biden cita con frecuencia unos versos de Seamus Heaney: History says, don’t hope / On this side of the grave / But then, once in a lifetime / The longed-for tidal wave / Of justice can rise up, / And hope and history rhyme” (La historia dice, no tengas esperanzas / a este lado de la tumba / pero una vez en la vida / la añorada ola de la justicia se levanta / y esperanza e historia llegan a rimar”). Y las esperanzas más importantes para Biden son las de la clase media, la gran protagonista para él de la historia americana. Desde muy temprano en su vida política Biden ha insistido en que su objetivo es acrecentar el bienestar de esa clase media de la que procede. Clase media en el amplio sentido que la noción tiene en los Estados Unidos, donde engloba lo que en otros países se distingue como clase media y clase trabajadora, otro caso en el que conviene tener presentes los imperativos de la traducción cultural para entender conceptos e ideas de otros países que parecen evidentes pero que no lo son. Cuando Biden da ejemplos específicos de componentes de la clase media menciona a los trabajadores de las fábricas, las enfermeras, los bomberos, los policías: el tipo de profesiones de su familia y de la gente de su barrio en su infancia en la ciudad minera de Scranton (Pensilvania), una “comunidad de sentido” que se identifica con Biden de tal modo que su apoyo fue fundamental para que en 2008 Obama ganara en varios estados claves en el llamado “cinturón de óxido” (la conocida franja de estados industriales, venidos a menos por el declive de la industria manufacturera, que se extiende desde Pennsylvania en el Atlántico hasta Michigan en los Grandes Lagos, estados que Hilary Clinton descuidó en su campaña presidencial y cuyos votos resultaron decisivos en el triunfo de Trump).

Fiel a la memoria de sus orígenes, si hay un elemento constante en las muchas transformaciones políticas de Biden a lo largo de sus casi cincuenta años de trayectoria, es la centralidad de la clase media en sus ideas y programas. Tras la muerte de su hijo, Biden decidió no presentarse a las elecciones de 2016. Lo cuenta en su libro Promise me, Dad (Prométemelo, papá) (2017), cuyo título hace referencia al ruego que le hizo su hijo Beau poco antes de su muerte, de que pasara lo que pasara tenía que prometerle que iba a encontrarse bien. En la petición hay un eco del lema del padre de Biden, “get up” (levántate), como actitud frente a los fracasos y reveses en la vida, infortunios inevitables que Biden caracteriza como la “irlandesidad” de la vida (siempre resintió la imagen del viudo inconsolable con la cual la prensa lo agobió tras la muerte de su primera mujer). En ese libro de memorias, en el que Biden alterna una crónica de sus actividades como vicepresidente con el historial de la enfermedad y muerte de su hijo, delinea el programa político que podría haber tenido en 2016, de haberse presentado a las elecciones. En ese magnífico libro enumera ya buena parte de las propuestas que tanto han sorprendido al público en 2021. Ahí escribe que hay que hacerle ver a Wall Street su responsabilidad con sus trabajadores, sus comunidades y su país, y recordarle que una prosperidad compartida y una clase media que goza de seguridad pública (Biden siempre ha insistido en que la seguridad de los ciudadanos en las calles y en los hogares es la primera responsabilidad del gobierno) y que ha ido progresando con el tiempo es la razón de que los Estados Unidos hayan tenido la democracia más estable del mundo. De haberse presentado a las elecciones en 2016, escribe en ese libro de 2017, el tema central de su campaña habría sido revitalizar las esperanzas de la clase media, proponiendo un salario mínimo de 15 dólares la hora, matrícula gratis en las universidades públicas, cuidados infantiles subvencionados, y bajada de impuestos para ese electorado. Frente a sus propuestas de futuro, la campaña del 2016, en opinión de Biden, se estaba centrando en el pasado, en lo que el país había perdido.

En cuanto recibió la nominación demócrata en la campaña de 2020, Biden unificó el partido con más rapidez de la que parecía posible (aunque continúen las tensiones entre los progresistas y el aparato del partido), llegó a acuerdos para crear una plataforma que incorporara algunas de las propuestas más radicales de los progresistas, incorporó a su campaña el apoyo de Sanders (quien goza de línea directa con Biden), y perfiló sus propuestas hipotéticas de 2016, sumándoles algunas de sus contrincantes en las primarias demócratas. De Elizabeth Warren, por poner un ejemplo, toma la idea de rebajar la deuda (Warren es partidaria de perdonarla por completo) en la que suelen incurrir los estudiantes debido al altísimo coste de las universidades americanas, incluso de las estatales, y que los licenciados (sobre todo los de familias más humildes, quienes suelen tomar los préstamos más altos para poder estudiar) arrastran durante años, impidiéndoles su mejora económica. En esta estrategia de unificación del partido, Biden puso en práctica una virtud que desde sus primeros años en Washington le pareció fundamental: el diálogo con el oponente (en contraste radical con las tácticas intimidatorias de Johnson), un rasgo que era prevalente en el Senado en sus primeros años de servicio. Lo que le importa a Biden con esa táctica de diálogo es sumar fuerzas y unificar el partido atendiendo a dos frentes fundamentales: a las generaciones más jóvenes, que muestran inquietudes y valores nuevos, y a una clase media que se ha quedado estancada, o ha retrocedido, en su bienestar en un mundo capitalista neoliberal que ha creado unas disparidades económicas que no se habían visto desde la era de los monopolios industriales de comienzos del siglo XIX. De momento, Biden ha sabido bandearse con éxito entre los grupos dispares que lo apoyan, y sus propuestas radicales han logrado que hasta Alexandria Ocasio-Cortez, representante de Nueva York en el Congreso, y una de las líderes del ala joven y progresista del partido demócrata, haya declarado que las cosas van mucho mejor de lo que ella pensaba, opinión muy similar a la expresada por Chomsky, quien ha mostrado su grata sorpresa por unas propuestas de Biden que son mejores que las que él se esperaba.

La prioridad que concede a la clase media define incluso la política internacional de Biden, quien ha abogado casi siempre por una política militar no intervencionista, alegando que el papel de los militares es ejecutar las órdenes de los políticos, no dictarlas (haciéndose eco de la idea, compartida por Washington y Jefferson, de que la guerra es demasiado importante para dejarla en manos de los militares). Generalmente ha sido escéptico ante el uso de la fuerza militar para resolver problemas en el extranjero, prefiriendo no inmiscuirse en conflictos regionales, en los que, en su opinión, a los Estados Unidos no se les pierde nada, y mucho menos tratando de convertir países a la democracia, como intentó hacer Bush hijo en Irak, por influencia del alucinado neoconservador Rumsfeld (tras invadir el país con una excusa falsa, pero con el claro objetivo de controlar su producción petrolífera). Las primeras intervenciones y propuestas en política exterior están relacionadas con la mejora que puedan traer al ciudadano americano común. La agresividad contra China (por razones más económicas que estratégicas, aunque sea difícil deslindarlas); las amenazas a Rusia (por los casos de ‘hacking’ y ‘ransomware’ rusos que ponen en peligro la seguridad del gobierno y las empresas americanas); el rápido acuerdo con la Unión Europea para dar fin a la guerra de tarifas generada por las subvenciones europeas al Airbus; y la propuesta aprobada por el G7 de crear un impuesto de empresas internacional del 15%, aplicable en los países donde grandes compañías como Apple, Facebook o Google vendan su productos y servicios, privándolas así del refugio de paraísos fiscales como Irlanda: todas esas intervenciones y acuerdos de Biden en los pocos meses de su Presidencia tienen como objetivo la protección de la clase media americana. 

Pero las iniciativas y medidas de Biden no deben llevar a lanzar las campanas al vuelo antes de tiempo. Los peligros acechan por todas partes. La oportunidad para cursar órdenes ejecutivas ya ha pasado. El paquete legislativo de infraestructura parece contar, aunque de manera precaria, con los votos republicanos necesarios para su aprobación en el Senado, si es que se llega a un modo aceptable para ellos de recabar los fondos necesarios. Pero el programa de reformas verdaderamente transformador (matrícula gratis en las universidades locales –community colleges–, subsidios para guarderías, seguro de enfermedad para los que todavía no tienen cobertura, baja de maternidad/paternidad pagada, etc), cuyo coste subirá al menos a unos tres billones y medio de dólares (seis billones, para el gusto de Sanders) encuentra una dura oposición entre los republicanos y algunos demócratas moderados. Probablemente, para poder aprobar ese ambicioso programa el gobierno tendrá que recurrir a medidas legislativas excepcionales que pueden influir en los resultados de las elecciones al Senado de 2022. Pero aun si los demócratas pierden puestos en el Senado en esas elecciones, es más que probable que Biden, como agente de la lucha contra las fuerzas oscuras de la historia estadounidense, pase a la historia como un presidente “transformacional” tan decisivo como lo fueron Roosevelt y Johnson.

Las primeras decisiones de Joe Biden como presidente de los Estados Unidos han cogido por sorpresa a muchos observadores. Algunos ven en él a un socialdemócrata o, en el polo opuesto, otros lo consideran como un secuaz emboscado de la ideología neoliberal que ha gobernado la economía desde los tiempos de Reagan y...

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Autor >

Ángel Loureiro

Es licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Ha sido docente en materias de literatura, cine y fotografía en varias universidades estadounidenses, entre ellas Princeton, institución en la que dirigió el Departamento de Español y Portugués. 

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