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El escritor cubano Virgilio Piñera (1912-1979).
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En 1961 Cuba esperaba una invasión norteamericana, como al final así sucedió. En ese compás de espera, un noticiero televisivo encargó a Orlando Jiménez Leal que saliera a la calle, con una cámara, y que captara imágenes de una sociedad preparada y concienciada para defenderse a sangre y fuego y, llegado el caso, morir. Lo intentó, pero las imágenes no fueron las deseadas por su superiores. Grabó, fundamentalmente, personas ajenas al peligro y a dolores que no fueran los suyos, y que no cumplían con las expectativas épicas que se pretendían recoger. En una toma, una negra divertida y con ganas de pegarle un crujido a la vida, decía a cámara: “¿Por qué en vez de patria o muerte no decimos mejor patria o lesiones leves?”. El material, unos cuatro minutos, inservible, fue la génesis del ¿documental? que Orlando Jiménez en breve grabó junto a Sabá Cabrera Infante, hermano pequeño de Guillermo. Se llamó PM, las siglas de las palabras pasado meridiano. Una pieza de poco más de 12 minutos, en los que se veía una sociedad alegre, triste, ebria, negra, blanca, bailando, bebiendo, abandonada, hablando, a altas horas de la noche, en bares de la Habana que, en breve, dejarían de existir. Quizás los recursos que empleó aquel documental, sin voz en off, con sonido musical ambiental, hoy ya están muy codificados. Pero, en su día –y esa es la experiencia al volver a verlo en el siglo XXI–, esas imágenes eran como ver a la sociedad por un agujero. El resultado es una sociedad delicada, frágil, compuesta de mortales, esos seres siempre a punto de morir o de vivir. Una sociedad, en todo caso y como siempre, ajena a lo que el Estado, o la política, o la historia, quieren de ella. El documental fue apadrinado por Lunes de Revolución, el suplemento de Revolución, la gran revista revolucionaria, dirigida por Carlos Franqui, marxista y comunista desde varias décadas antes que Fidel –murió perseguido, en el exilio–, que entregó Lunes de Revolución –sin duda la mejor y más determinante revista cultural en castellano de la segunda mitad del siglo XX– a la dirección de Guillermo Cabrera Infante. En aquella revista, y en muy poco tiempo, hasta su clausura, ese mismo 1961, se encontraban firmas como la del gran y único José Lezama Lima, la de su gran enemigo literario, el libertario divertido y también homosexual Virgilio Piñera, la de Antón Arrufat, Juan Goytisolo, Juan Marsé… La revista presentó el documental en la televisión cubana y, luego, en una sala de la Casa de las Américas, la gran institución cultural cubana, dirigida por Haydée Santamaría. Fue un éxito. Grande. Sin precedentes. El nacimiento de una nueva sensibilidad, imposible de producirse en la pasada dictadura. Tras la proyección de la película sucedió algo, no obstante, sorprendente, nuevo. El film fue confiscado por el Gobierno. Nadie más lo volvió a ver.
En junio de 1961, en los días 16, 23 y 30, y en la Biblioteca Nacional, el Estado convocó a los grandes nombres de la cultura para discutir ese asunto, que no era otro que el límite de la libertad de expresión, de la libertad, al cabo, en un Estado que, desde abril de ese año, tras la esperada invasión de Bahía Cochinos, rechazada tras un duro combate de 65 horas, se había proclamado ya comunista. En las dos primeras reuniones no se llegó a ningún acuerdo. En la tercera, tampoco, si bien fue en ella en la que, al parecer, se establecieron los límites de un libro, de una película, de una canción, de una opinión. Esa tercera reunión fue presidida por Fidel. Fidel dispuso su pistola sobre la mesa, y habló durante horas. La síntesis de lo dicho fue la sentencia: “Todo dentro de la Revolución. Nada contra ella”. Se trata de una cita a otra frase anterior –“Todo dentro del Estado, nada fuera de él”–, de Mussolini. Ambas frases parten de la idea de que una revolución, o un Estado, no son tanto leyes y costumbres y dinámicas, sino una única persona, que está en su vértice. Tras su discurso, Fidel cedió la palabra al público. Pero nadie habló. Durante minutos nadie habló. Hasta que de pronto se rompió el silencio embarazoso. Se oyó un murmullo, un fluflú de ropas y el eco de unos pasos rápidos. Era Virgilio Piñera, un hombre pequeño, amanerado, muy afeminado. Podría haber sido uno de los personajes improbables documentados en PM. Se dirigió hasta la mesa presidencial, que es donde estaba el micrófono. Y tomó la palabra. Por lo que sabemos a través de los testigos de aquella reunión, solo dijo esto: “Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo este miedo, pero es todo lo que tengo que decir”. Es muy poco. Pero bastaría mucho menos para demostrar ser el hombre más valiente de una isla.
No somos islas. Somos improbables, poco edificantes. Mortales, a punto de morir o de vivir. El Estado, la revolución que ya no existe, una idea, una ideología, no es una persona. Solo una persona es una persona. Para evitarlo nos dan a elegir. Elegir la muerte, nunca lesiones leves. Si aceptas discutir matices, ya integras un bando. El fluflú de ropas y el eco de pasos rápidos también es un bando. Yo quiero decir que tengo mucho miedo. No sé por qué tengo este miedo, pero es todo lo que tengo que decir. Es muy poco.
En 1961 Cuba esperaba una invasión norteamericana, como al final así sucedió. En ese compás de espera, un noticiero televisivo encargó a Orlando Jiménez Leal que saliera a la calle, con una cámara, y que captara imágenes de una sociedad preparada y concienciada para defenderse a sangre y fuego y, llegado el caso,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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