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Es espectacular el momento en el que un muerto resucita y revive. Sucede en los sueños y en la memoria, lugares en los que, de pronto, acaece lo imposible. Alguien que murió, que fue deformado por los gases y corrompido y disgregado, vuelve a tener labios rojos y ojos, y te habla. Ese suceso debe de ser, además, antiquísimo, anterior, incluso, a nuestra especie, sino tal vez anterior a lo humano, pues los chimpancés, y aun otras especies más alejadas de nosotros, recuerdan y sueñan. Por más que eso suceda, y que sea un hecho inveterado, es un espectáculo único, que siempre resulta conmovedor hasta la emoción, pues no deja de ser lo inviable. Lo único realmente inviable. Volver de la muerte. Ver a alguien haciéndolo con toda la naturalidad del mundo. De dos mundos, quizás. Anoche la vi. Sentada en una roca pequeña, con las manos abrazando las curvas incomprensibles de sus piernas. Hablamos muchas horas, si bien solo recuerdo un tramo, en el que me habló de la muerte. No se explayó mucho. No quería que supiera, y me protegió de la información. En todo caso, me dijo que era diferente a todo lo vivido y, por ello, inimaginable. Tras un silencio, dijo algo con una inteligencia tan densa que rompió la inteligencia autónoma y autosuficiente del sueño, de manera que me desperté, otra vez sin poder olerla ni sostenerla en mis brazos. Lo que me dijo fue lo siguiente: “La muerte es conclusiva. Es tan conclusiva que no lo podéis entender. No hay nada tan conclusivo”.
Pensé en ello todo el día. Lo sigo haciendo. Creo que esas frases dichas por la muerta condensan la única certeza de la muerte, su única descripción posible. No siempre fue así. Antes la muerte no era conclusiva. Durante miles de años, otra vez, tal vez, desde antes de nuestra especie, era un trámite hacia otra vida, no conclusiva, abierta, eterna, un destino que era el destino. Desde hace décadas, no obstante, ha desaparecido esa posibilidad, la visualización de todo ello, y con ello su certeza. Con lo que la muerte es la absoluta inactividad, la desaparición absoluta. Es la imposibilidad de cambio alguno. Luego, el eco de esta última frase me llevó a pensar en otra cosa, que me aterrorizó profundamente. La imposibilidad de cambio alguno, esa frase que era culmen de la definición de la muerte que acababa de imaginar, es, exactamente, la vida desde hace décadas. Lo que puede llevar a pensar, con turbación y escalofríos en la piel, que la vida empieza a ser conclusiva, tanto que no lo podéis entender. No hay nada tan conclusivo. La vida empieza a ser completamente diferente a todo lo vivido y, por ello, a ser inimaginable.
Es espectacular el momento en el que un muerto resucita y revive. Sucede en los sueños y en la memoria, lugares en los que, de pronto, acaece lo imposible. Alguien que murió, que fue deformado por los gases y corrompido y disgregado, vuelve a tener labios rojos y ojos, y te habla. Ese suceso debe de ser, además,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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