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Son un misterio las pinturas neolíticas geométricas, figuras extrañas y de significado desconocido. Pueden ser, se dice, mapas, símbolos de clanes, señales, incluso algo parecido a signos, sensibles, por tanto, de poseer un significado y de ser, en su día, leídos y entendidos. Pueden ser también paisajes observados, geometrías vividas, tras una ingesta de drogas. O, pueden ser, sencillamente, el placer de crear la simetría, y el placer de romperla, dos de los placeres más antiguos en el arte. El arte, de hecho, puede consistir, en todas sus variantes y momentos, en esas dos opciones. El misterio de esas pinturas es, sea como sea, fascinante, hipnótico, y me acompaña desde la primera vez que las vi, en la niñez. No las vi en ninguna cueva. Fue en el colegio. Los internos escribían ese tipo de signos en todas partes donde podían. Era una suerte de contraseña, sin significado evidente. Que duraba hacía generaciones, pues estaba claro que algunos de esos dibujos eran más antiguos que nosotros. Veías esos puntos, líneas, espirales, cuadrados, escondidos de las miradas. Debajo de las mesas, en el interior de los armarios, en recodos en los que era difícil introducir una mano, incluso la de un niño. Nunca supe qué significaban esas pinturas. Era fácil pensar que eran, simplemente, dibujos hechos por personas que no sabían escribir, lo que era algo muy común entre los internos. Tras ser un paisaje y un interrogante durante años, esas pinturas y su recuerdo desaparecieron de mi vida. Hasta esta semana. Esta semana he ido a un hospital, ese lugar limpio y ordenado en su desorden, como un colegio o un internado, a que me hicieran una prueba médica. Tras desnudarme, una enfermera me ayudó a introducirme en una máquina gigantesca, pero de interior angosto, en la que se me iba a hacer una resonancia magnética. La máquina era del blanco y el azul con el que pintan todos los hospitales. No así su interior. Encerrado en la máquina, a un palmo de mi rostro, veía, únicamente, su bóveda. Y, en ella, de pronto, volví a ver pinturas geométricas, formuladas, otra vez, en espacios imposibles, alejados de las miradas, y de difícil acceso y movimiento. Eran aquellos signos vistos en mi niñez, escritos, sin duda, por personas internadas en esta máquina. Eran personas que, como yo en ese momento, carecían del espacio y la posibilidad de mover sus manos, de manera que escribían sus mensajes con estornudos de sangre, con las uñas, o con todo su cuerpo, en el momento en el que, abruptamente, habían abandonado, gritando y con todas sus fuerzas, supongo, rayando en ese trance su interior con un metal que disponen sobre tu pecho, antes de introducirte en ella. La vehemencia, la decisión de los rasgos de estos signos me hicieron comprender, de pronto, el sentido de las pinturas de los internos, durante mi infancia. Y, tal vez, el de las pinturas neolíticas, tan parecidas, pintadas en una suerte de infancia de la humanidad. Hablaban de algo importante. De un decálogo. De un deber, olvidado, como así fue en mi caso, durante años. Se trata, era obvio, del deber, en todo momento y sea como sea, de huir. Huir con todas tus fuerzas. Huir. Recuperar el placer de romper la simetría de lo previsto.
Son un misterio las pinturas neolíticas geométricas, figuras extrañas y de significado desconocido. Pueden ser, se dice, mapas, símbolos de clanes, señales, incluso algo parecido a signos, sensibles, por tanto, de poseer un significado y de ser, en su día, leídos y entendidos. Pueden ser también paisajes...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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