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PAPELES DE LA PORFIADORA CALAMIDAD (VI)

Quedarse sin palabras

‘El sótano’, la intrigante y poética novela de Begoña Huertas, contiene su propia renuncia a la escritura

Natalia Carrero 14/01/2023

<p><em>Las ruedas de la transformación</em>, Escritura asémica de Tatiana Roumelioti (2016). </p>

Las ruedas de la transformación, Escritura asémica de Tatiana Roumelioti (2016). 

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Martes. Después de cenar un bol de cereales de avena con kamut, canela, manzana y pera, la profesora Calamidad dejó de remolonear para chequear por primera vez en dos semanas la plataforma de docencia online. Mientras abría el portátil y se actualizaba la aplicación, una voz interior le planteó ¿y si resultaba que era una adicta a la procrastinación y por eso a veces pasaba noches sin dormir? Procrastinar, qué verbo tan feo. Al instante detectó actividad en la plataforma; Felicia Vera está escribiendo…

 

Hola, profesora, escribo desde Alhama de Murcia. Estoy preparando una tesina sobre los límites del lenguaje y la escritura asémica.

Calamidad: Hola, Felicia, suena apasionante. ¿Podrías concretar un poco más? ¿Cómo definirías la escritura asémica?

Felicia: Claro, una escritura exenta de semas, sin semántica definida o legible, empeñada en concentrar todas sus significaciones en los grafismos que la caracterizan. Estas manchas negras sobre el papel suelen conformar un sistema de signos que se dirían improvisados, descendientes de los gestos que los producen sobre el papel. Lo asémico, en su origen, como casi todo, es analógico. En mi tesina no abordo lo asémico digital, que podríamos relacionar con una rama del net.art.

Calamidad: ¿En qué se diferencian esos signos escriturarios que, al parecer, por lo que me ha parecido entender, no se pueden leer, solo sirven para ser visualizados, de los garabatos?

Felicia: No tienen nada que ver. Los garabatos son otro deporte, no pintan nada en todo esto que va de cuando el o la artista se queda sin palabras.

Calamidad: ¿No será que la escritura asémica son unos garabatos bien presentados, o pasados a limpio, estetizados, para ser aceptados en los museos y en los circuitos de mercadeo del arte por el canal principal, que otorga a la obra legitimidad, caché y carta verde para ir adquiriendo valor económico?

Felicia: Creo que he llegado a los límites de mi ideología. Debo entregar la tesina en quince días y no puedo permitirme debates que mi mente, reconozco que últimamente saturada y algo aplanada, no alcanza.

Desapareció de la plataforma de docencia dejando a Calamidad sin palabras, en un estado ¿asémico?

Ilustración de Natalia Carrero. 

Ilustración de Natalia Carrero. 

La una y media de la madrugada. Presa de una hiperactividad compinchada con el insomnio, Calamidad trajinó debajo de la cama en busca de una caja de cartón. Estaba algo reblandecida por el paso del tiempo. Al abrirla, saltó despegada una etiqueta: “Auxilio de collages”. Entre recortes de fotografías de revistas, folletos, postales, cajas de cereales y de galletas no tardó en distinguir el montón de cartas nunca enviadas. La goma elástica que las unía se rompió al primer contacto con su mano; reseca e inservible, la apartó de la caja.

En papeles de colores que habían perdido intensidad reconoció su letra juvenil trazada con gesto grandilocuente, ambicioso y desinhibido. Escribía por entonces con tal vehemencia, entregándose tanto en cuerpo y alma, que en el esfuerzo de darlo todo sin guardarse ni una reserva de energía se agotaba al llegar al tercer párrafo, se vaciaba, se fundía o se apagaba. Se quedaba sin palabras y sin existencia. Alrededor, despliegues de papeles inacabados; ella, acurrucada en cualquier rincón, el cuerpo recargando baterías. Una vez se propuso escribir nada menos que a Carmen Martín Gaite, y justo dio con la carta.

Todo se me desprende y me resbala, empezando por las palabras que me parecen el invento más absurdo de la humanidad

Apreciada Carmen Martín Gaite:

Escribo desde Mejorada del Campo a la hora de la siesta primaveral, apoyada en el incómodo tronco de un olivo. Estamos en los noventa y, debo confesar, me importa todo muy poco o nada, creo que carezco de la capacidad de razonar con sentido común, soy idiota. Todo se me desprende y me resbala, empezando por las palabras que me parecen el invento más absurdo de la humanidad. Aunque leo los periódicos de principio a fin como ejercicio que tal vez llegue a sonsacarme del presente atoramiento, soy consciente de que no me entero de nada. Leo los anuncios clasificados; una mujer busca un can; un hombre busca chicas; una fábrica busca operarios; una productora americana decora su mensaje con estrellas; cifras que son teléfonos, horas, dinero. Más que leer, a veces me ha parecido que lo que hago es interpretar, casi inventar, manchas negras. Pero el otro día gracias a ti todo dio un giro, de repente se hizo la luz cuando me encontré leyendo, inmersa a placer, viva y vibrante, creyendo comprender de verdad un artículo tuyo. Crecí, maduré, caí de la rama o la parra, o como mande la expresión, y rodé unos centímetros por la tierra, me levanté por mí misma y sucedió el despliegue de cierta alegría, que ahora prefiero nombrar con prudencia. Tu lenguaje directo y escrito a vuela pluma me llevó a considerar la posibilidad de ser alguien con su propio nombre y sus ideas propias, en lugar de la joven inútil que fui hace un par de días, que se victimizaba por su orfandad, no cesaba de contarse su propia historia de una idiota contada por y para sí misma, y poco más que añadir. Gracias a tus palabras que me otorgaron la categoría de interlocutora, de pronto ser huérfana me pareció un buen golpe de libertad.

El cuarto de atrás, Irse de casa, Nubosidad variable, La reina de las nieves, El cuento de nunca acabar, todas están en la biblioteca. La visión de los collages ¿o fotomontajes? sobre tus estancias en Nueva York me provocó un noqueo más revelador todavía y, ahora viene la confesión principal motivo de esta epístola, un sueño que fue inevitable que escribiera. Lo he retocado de manera obsesiva y creo que aún lo puliré más, hasta que se desvanezca la obsesión por encontrarle el sentido que sé que en el fondo no tiene, no importa si al final lo borro todo y no queda nada, porque entonces resaltará la claridad del papel, el material base y, en conclusión, el enrevesado proceso que me habrá conducido a la calma podría servir para algo, ya averiguaré el qué. A veces, venías a transmitir en tu artículo, las cosas más inútiles se revelan urgentes y necesarias.

Copio un fragmento de mi sueño en proceso de destrucción inevitable:

el trasteo que me retrotraigo con las palabras me lleva a seguir uniendo páramos párrafos carentes de sentido 

como si no tuvieran por qué leerse de manera sucesiva ni encontrarse tan próximos en la página 

como si tuvieran que leerse en dispersión casi azarosa

mallarmé y compañía descendiente, escuchad la disipación, 

el golpe de dados de letras dadas cayó fuera de la mesa, 

y ahora quién recoge reúne las letras

imágenes escogidas belleza al margen pero belleza dignidad autodeterminación y bomba de roturas inarmónicas 

que se lanzan contra lo establecido

cada palabra silenciada estalló en gran collage

hanna, carmen, lucía, susan, begoña

vivieron en modo collage, 

expertas en silencio y poder

Apreciada Carmen Martín Gaite, por segunda vez y en papel reciclado:

Reinicio esa carta nunca enviada al cabo de los años, cuando resulta evidente que tampoco será introducida en un sobre ni sellada. Martes 12 de noviembre del año 2022, 4:15 AM.

Antes de abordar el asunto que me ha traído de nuevo hasta ti como pegoteando una época a otra y un asunto tras otro en una retahíla de apariencia incoherente, quisiera insertar una cita de Todos deberíamos romper, novela de Marta Gordo (Caballo de Troya, 2022), a riesgo de que parezca una cuña de publicidad encubierta. Considerémosla, mejor, la hora del collage de lecturas. Rupturas y saltos porque no tocan, o sí.

Solo veo mi letra. Si hubiera escrito “Hola” a los diecisiete años podría contestarme con idéntico “Hola” a los cuarenta. Pero ¿por qué mi mente vuelve atrás, una y otra vez? Corre y va cuesta abajo hacia ese terreno.

Desde luego, dejar la mente en blanco es imposible, pero pensar algo concreto también. La cabeza funciona como le da la gana.

Uniones supuestamente fortuitas de fragmentos de tamaños y tonalidades que nunca antes se consideraron. Cada cabeza funciona a su bola.

Visión de Nueva York rebosa de choques de imágenes de revistas, periódicos, que a veces parecen búsqueda de remedios caseros; para no fumar, rellenar la ansiedad de la hora crepuscular; invocar a la imaginación ventanera. En los Cuadernos de todo tus palabras generan vivas escenas de la vida diaria de quien siempre tiene hilos de los que tirar para hilvanar ficciones. Ambos títulos podrían considerarse trozos o pedazos, desprendimientos colaterales de tu corpus novelístico; polvo de estrellas de los que se ocupa el último volumen, de tus Obras completas, VII, Cuadernos y cartas; edición de José Teruel; prólogo de María Vittoria Calvi, Espasa Calpe, 2019.

Siempre que salen a colación tus collages, tarde o temprano salta el nombre de Kurt Schwitters. Hace poco perdí horas memorables aprendiendo de su coetánea colega Hanna Höch, chica rara y artista radical que conviene colocar en este párrafo para que Schwitters no quede tan solitario y exclusivo, con su genialidad algo descontextualizada. Podríamos de paso seguir añadiendo nombres hasta disponer de un elenco de personalidades que, en las mismas coordenadas geográficas y temporales, después de recibir el legado del surrealismo se empeñaron en trabajar con trozos de papel y pegamento, revistas, periódicos, cartones, arandelas, tornillos, muelles, cintas, telas, tejidos y objetos encontrados en general; prolónguese la lista de celebridades y materiales al gusto.

En una de sus primeras obras dadaístas, Hannah Höch fijó esta proclama de la que nunca se apartaría: Libertad ilimitada para H.H..

El collage o el fotomontaje era el ámbito artístico en el que la artista, por un lado, podía reflejar desde una perspectiva crítica la realidad y de-construirla y, por otro, practicar en sí misma una liberación casi terapéutica de sus propias diferencias con el mundo. Una breve anotación suya nos informa al respecto: “Las inhibiciones emocionales pueden superarse más fácilmente con el fotomontaje que con el dibujo o con cualquier otro medio”. De Ralf Burmeister, en el catálogo que se hizo con motivo de una exposición en el Museo Nacional Reina Sofía.

En el collage Mis máximas domésticas, de 1922, encuentro escarabajos alineados en vertical junto a una cenefa que recuerda a pared tapizada, cadenas, reloj, aguja, “housepicnick” como el juego de una niña sentada, velas, roto, roto, puntilla. Estas palabras no sirven para dar cuenta de su magnitud. Hay que verlo.

En Mestiza, 1924, una mujer que a lo mejor era negra recibe una melena lacia y rubia, una boca de labios finos y delicados. Estoy admirando y sobrecogiéndome ante lo que el especialista en la materia Ralf Burmeister señala como el equilibrio grotesco y, de nuevo, me quedo sin palabras. 

Cierro el catálogo y me acuerdo de los collages intrincados de la novelista Begoña Huertas; complejas elaboraciones artesanales que reúnen lo surrealista grotesco rebelde irreverente de Höch y el toque humorístico de Martín Gaite.

Una serie que conforma la novela que su protagonista renunció a escribir, que quiso romper, sometió a diversas suturas, tras las cuales efectuó recosidos intencionadamente críticos con las manos. Otra novela enferma de enfermedades.

La autora de Porque envejecemos tan deprisa, A tragos, El desconcierto, entre otras, recibió una beca de residencia en la Real Academia de España en Roma para ultimar su novela previamente titulada La manía de entender. Rodeada de artistas becados, así como de generosas condiciones de producción de grabados, esculturas, linotipias, fotografías o lo que apeteciera, en las amplias salas y en los jardines de la Academia pudo gastar tiempo y dinero en abundante pintura acrílica y otros materiales; gozó de tales condiciones materiales para trabajar que desde ahí le producía risa recordar las estrecheces habituales de su vida madrileña.

¿Para qué insistir en La manía de entender, el manuscrito que trajo en la maleta, si la novela ya casi estaba terminada? Aún faltaba algo. Se empleó a fondo para generar una narrativa sin palabras con materiales gráficos. Llevaba tiempo dándole vueltas, más de una vez lo habíamos comentado en un café, y por fin se dieron las condiciones de felicidad que supo aprovechar. Comenzó tachando las páginas del manuscrito de la novela con cera, luego con un rodillo a cuyo paso quedaba una huella de azul añil cada vez más oscuro, casi negro; siguió recortando frases, palabras sueltas; entrecruzando las tiras de papel, unas horizontales y otras verticales; retejiendo el trozo de texto apenas legible, ¿para qué las palabras organizadas?, hasta transformar el producto supuestamente más sofisticado, por intelectual, de la novela misma, en otro material más bruto, o vulgar; en cualquier caso un artefacto más osado e irreverente que nos ofrecería para que lo no-leyéramos, lo visualizáramos como la historia con su trama exenta de palabras que la narradora, en algún momento presa de la enfermedad de querer entender la decrepitud de la materia viva, renunció a escribir.

Tan borroso se ve algo cuando lo miras de lejos como si lo ves desde demasiado cerca. He procurado moverme hasta encontrar la mejor distancia para que todo cobrara nitidez y de nuevo me pregunto si no sería mejor aceptar lo turbio, lo nebuloso; si este empeño por aclararlo todo no es inútil, además de molesto.

Con un título menos filosófico y acaso más eficaz, El sótano, la editorial Anagrama publicará esta intrigante y poética novela de Begoña Huertas que contiene su propia renuncia a la escritura; la citada serie de treinta collages que la autora realizó en Roma a sus anchas y con toda su alegría; es decir, a todo color y con todo su dolor. 

Vaya, he vuelto a quedarme sin palabras y creo que me estoy repitiendo. Exhausta, aprovecho este ataque de sueño para descansar, ahora que amanece. En fin, otra carta inacabada.

Martes. Después de cenar un bol de cereales de avena con kamut, canela, manzana y pera, la profesora Calamidad dejó de remolonear para chequear por primera vez en dos semanas la plataforma de docencia online. Mientras abría el portátil y se actualizaba la aplicación, una voz interior le planteó ¿y si resultaba...

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Autora >

Natalia Carrero

es colaboradora habitual de El Ministerio y autora a su pesar de 'Otra' (Tránsito, 2022), 'Yo misma, supongo' (Rata, 2016) y 'Una habitación impropia' (Caballo de Troya, 2012), entre otras. Preferiría no haber escrito nada.

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