LOS DOMINGOS
Sobre las personas somnolientas
El sonido de la rata ya ocupa todo el mundo. No tenemos dónde ir para evitar las neveras de hielo y sus fieras. Y esta vez no vendrán a salvarnos
Guillem Martínez 15/01/2023
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Se nace en el pasado, repleto de objetos del pasado, que hacen más incomprensible el lugar en el que se nace. Recuerdo, así, la cocina de la casa en que nací. Incomprensible, repleta de objetos del pasado, que ya no funcionaban, pero que se habían quedado ahí, para siempre, como sucede siempre con el pasado, esa forma de quedarse. Sucedía eso con una cocina de carbón, en la que ya solo se guardaban las sartenes. O con una nevera de hielo, que entonces era también un pequeño almacén, en el que yo guardaba mis juguetes. Esa nevera fue, en su día, antes de que yo naciera, una superproducción. Por lo visto, esas neveras quedaban encharcadas de agua, una vez se deshacía el hielo de su interior. Pero ese no era el caso de esa nevera, provista de un desagüe, que evacuaba al pozo negro el hielo fundido. Cada noche, mientras cenábamos, una rata del presente intentaba roer una trampa metálica del pasado, que le impedía acceder a la nevera por ese desagüe. Sus ruidos de dientes contra el metal nos hacían compañía. También, la música de la radio. Recuerdo escuchar, en aquella cocina vieja, música del pasado, por primera vez, cuando el pasado, cualquier pasado, era un punto mucho más lejano. Eran canciones en verdad muy viejas. No sé si eso era por el gusto de mis padres, o por el gusto de todas las emisoras del país en el que nací, consagradas al culto al pasado. En esa cocina escuché por primera vez, así, la canción Two Sleepy People, cuando aún no sabía que se titulaba así, cuando aún no comprendía su letra, y cuando sólo me hipnotizaba de ella una música en verdad perpleja. Creo que sería la versión de Sinatra. Sinatra, su voz de adulto, confería a todo lo que pronunciaba la dimensión de las confesiones de los adultos, esas reglas diáfanas, vedadas a los niños. La canción, en todo caso, es de los años 30, y habla de un país sin objetos antiguos. En América, una joven pareja –“Aquí estamos, / sin cigarrillos, /agarrados de la manos y bostezando”– que, en otra noche de insomnio, consagrada, se supone, al amor más lento y atlético, rememora su breve historia. Es una historia sencilla. Desde que se conocieron dejaron de dormir, primero en las casas de sus padres, a escondidas, burlándoles. Perdían en ello su salud. Así que decidieron irse a vivir juntos, para evitar ese agotamiento constante –fue esa “la razón por la que nos casamos en otoño, / para alquilar este nido, / y descansar un poco”–. Pero fue un intento infructuoso, pues en ese nuevo habitáculo no han dejado de ser “dos personas somnolientas a la luz del amanecer, / demasiado enamoradas como para darse las buenas noches”. Esa oda al amor recién estrenado e interminable, a la simple profundidad inabarcable del contacto, posee dos versos determinantes, aparentemente anecdóticos: “pickin’on a wishbone / from the Frigidaire”. Para referirse a la paz de amor, cuando el amor sucede a deshoras densas, la canción explica que los amantes se han llegado al Frigidaire, que es una marca de neveras eléctricas, no de hielo, de aquel momento, y que de ahí han sacado un trozo de pollo del día anterior, y se lo han comido en la cama. Tras eso, han jugado a partir el hueso de los deseos, la pelvis de las aves, esa costumbre americana, nacida con el pavo del Día de Acción de Gracias. Esos dos versos, por si no había quedado claro, dibujan lo que pasa en la canción. No pasa, no sucede en Europa. En un país sin neveras de hielo, opulento, en el que hasta los pobres comen pollo, ese alimento prohibitivo en la Europa de los años 30. Es un país con costumbres nuevas y poderosas, en el que sucede un tipo de libertad clara, rotunda, modesta y fácil. La doméstica. La libertad de no dormir, de amarse. A la luz de un amor que no es el de Dante ni el de Petrarca. Carece de muerte y de aspavientos. Es un amor humilde y entre iguales, que fuman hasta el alba y hasta quedarse sin cigarrillos. Uno entiende, en esa letra, por qué millones fueron a América. Neveras eléctricas, canciones, huesos de los deseos, bocas en el amanecer. Por lo mismo, uno ignora también por qué volvieron. Por qué admitieron ser desplazados a Europa, a morir por nosotros, los salvajes de las neveras de hielo, los que hicieron jabón con sus semejantes, los autores de los crímenes centenarios por los que habían huido hasta conseguir ser tan felices que no podían dormir.
Ayer, mientras cenaba, en la radio volvió a sonar Two Sleepy People. Por primera vez en muchos años. Accedí a la experiencia de la canción de manera tan nítida que también escuché a la rata royendo el desagüe. El ruido de la rata se fue haciendo más fuerte y más autosuficiente que la canción. Hasta que descubrí que la rata era, fue, es, el grueso de la experiencia de esa canción, que no habla, como así lo creí, de la felicidad, sino de la huida, de un destino al que por millones huyeron, escapando de una rata. De pronto comprendí que la rata, no la canción, era el objeto del pasado. Y que el sonido de la rata ya ocupa todo el mundo. No tenemos dónde ir para evitar las neveras de hielo y sus fieras. Y esta vez no vendrán a salvarnos. Porque ellos también ya solo tienen neveras de hielo. Y sus propias ratas.
Se nace en el pasado, repleto de objetos del pasado, que hacen más incomprensible el lugar en el que se nace. Recuerdo, así, la cocina de la casa en que nací. Incomprensible, repleta de objetos del pasado, que ya no funcionaban, pero que se habían quedado ahí, para siempre, como sucede siempre con el...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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