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Estaba contra la pared, desnudo, frente al médico, que me contemplaba el cuerpo en su conjunto y profundidad, y que me evaluaba con absoluta gravedad. Buscaba algo que no tenía en un informe que llevaba en la mano. Aquella escena silenciosa y larga era, podía ser, la culminación de una vida. La mía. De manera que yo esperaba su veredicto, con cierto respeto. Incluso con temor. De pronto, dejó de mirarme. Había llegado a una conclusión, que era, definitivamente, la conclusión. Por lo que mi cuerpo ya no le interesaba. Mientras me daba la espalda con desinterés, dijo algo en verdad inesperado y que me turbó completamente. No era ninguna de las palabras que aguardaba y que podrían encajar en mi destino, sino que dijo, como para sí mismo, como si dijera una obviedad, algo que jamás había imaginado:
– Un nadador.
Y sí, caí en que era, fui, un nadador. Un gran nadador. El médico, en el fondo, un lector del pasado de los humanos, había visto un nadador que yo, hacía años, no veía. No lo recordaba, es más, lo había olvidado completamente, pero en verdad, hace años, había nadado mucho, y con una vehemencia que jamás podrías imaginar. Lo nadé todo. Aguas dulces y saladas de varios países. Un día nadé hasta perder de vista la tierra. De pronto recordé el olor del cloro, y las piernas de bailarina de mis primeras mujeres, también nadadoras, con el cabello también quemado por la química del agua. Durante unos años nadar fue algo habitual, unos movimientos precisos y familiares. Todo empezó mucho antes de nacer. A mi padre el médico le recomendó nadar, de niño, para aliviar una cojera severa, que le acompañó siempre. Sus padres no se lo permitieron, pues era otra época, otra poética de la fatalidad, y temían por su vida. Él se escapaba a nadar, cuando podía burlar esa vigilancia, a un río. Yo conocí ese río en mi infancia. Era ya un río impracticable y marrón, lleno de ratas, repleto de objetos de plástico que nadie quería, cuando aún todo el mundo quería, y solo quería, precisamente, objetos de plástico. Por todo ello, mi padre nos obligó a nadar muy pronto. No lo hacíamos mal. En breve, yo nadaba una hora al día. Cuando me di cuenta nadaba, en dos sesiones, cuatro horas diarias, que en verano podían llegar a seis. Eran en torno a 10 kilómetros diarios, creo recordar. Mucho. Más si pensamos que nadar no es una actividad normal. No estamos hechos para nadar. Nadar modula un cuerpo extraño. Absurdo. Resulta incluso extraño caminar con un cuerpo moldeado solo para nadar. Nadar no es natural ni razonable. Lo es más correr. Cuando corremos rentabilizamos un 50% de la fuerza que imprimimos en ello, mientras que, cuando nadamos, solo rentabilizamos un 3%. Poco. Nada. Una inutilidad. No sabemos por qué nadamos. No es necesario, ni importante, invertir tanta vitalidad a cambio de tan poco desplazamiento. Quizás nadamos, simplemente –o al menos, ese es mi caso, literalmente–, para burlar la vigilancia y el miedo de unos padres antiguos, que ni siquiera fueron los míos, sino los de mi padre. Nadamos, por tanto, sobre el residuo seco de esos padres vigilantes y miedosos que no tuvimos. Esto es, nadamos contra toda vigilancia, contra todo el miedo. Es decir, nadamos solos. En ocasiones, en el mar, sobre la oscuridad monstruosa de más de 4000 metros, la media de profundidad del mar.
He olvidado el último sentido de aquella visita al médico. O, tal vez, he depurado su último sentido. El de saber que yo era algo no previsto y olvidado por mí. Un nadador. Desde entonces he vuelto a nadar. Cada día. Solo. Noto el choque y la resistencia del agua, la fluidez del desplazamiento, y eso me vuelve a satisfacer, pues en esos momentos vuelvo a pensar que solo soy eso. Y noto la soledad y la valentía de sostenerme sobre 4000 metros de oscuridad. Algo que, por otra parte, nunca he dejado de sentir. De hecho, es lo que sentía en la consulta del médico. Tal vez es lo que sentía también el médico. Quizás, cuando dijo la frase “un nadador”, pensaba en sí mismo, sobre sus 4000 metros.
Estaba contra la pared, desnudo, frente al médico, que me contemplaba el cuerpo en su conjunto y profundidad, y que me evaluaba con absoluta gravedad. Buscaba algo que no tenía en un informe que llevaba en la mano. Aquella escena silenciosa y larga era, podía ser, la culminación de una vida. La mía. De manera que...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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