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En la Iberia del siglo IV a.C se produce un fenómeno curioso. Se trata de cerámica negra, a imitación de la griega, si bien tosca, bruta, mal hecha. Son intentos, ensayos, falsificaciones de la cerámica griega, un objeto codiciado, frecuente hasta hacía poco, pero que ahora ya no llegaba a la Península. La razón: Alejandro. Alejandro era el centro del mundo. Y el centro del mundo se había desplazado hacia Asia, de manera que nadie recordaba este rincón del mundo. Y, mucho menos, los comerciantes, que habían descubierto en Asia otra proporción del comercio. Alejandro, el primer rostro conocido en todo el mundo, a partir de las primeras monedas con la faz de un ser humano, a menudo con los cuernos de Zeus, o con la corona solar de Apolo, siguió siendo el centro del mundo aún tras su muerte, en 323 a.C. O, al menos, lo fue su cuerpo. Momificado, fue robado por Ptolomeo. La posesión de ese cuerpo fue clave para que Ptolomeo fuera aceptado en Egipto como faraón. Se sabe que el cuerpo de Alejandro fue enterrado, en primer lugar, en Menfis, en la tumba desocupada que se hizo para Nectanebo II. Pero Ptolomeo II lo trasladó a Alejandría. Y, con ello, Alejandría pasó a ser el centro del mundo, el epicentro de la peregrinación antigua más poderosa y constante, que buscaba ver y tocar la tumba de Alejandro. En el 48 a.C., el cuerpo fue visitado por un Julio César turbado y empequeñecido. En el 30 a.C., por Octavio, el primer emperador, que le brindó honores: coronó a la momia, y la honró con flores. En esas maniobras Octavio rompió, por accidente, la nariz del cadáver. La tumba fue visitada también por Calígula, aún un niño sano, en el 19 d.C. Calígula, por cierto, y una vez coronado, pidió para sí la armadura de Alejandro, que utilizó en su palacio romano para jugar con ella, hasta romperla u olvidarla, como un juguete. Vespasiano y Tito y Adriano visitaron la tumba, conmovidos. Séptimo Severo, en el año 200, refirió una tumba mal cuidada y desprotegida, de manera que mandó sellarla. Tras un tabique, sin ser vistos, los gusanos ocuparon la lengua de Alejandro. Y después, el polvo y los ratones. Se sabe poco o nada de la tumba hasta el siglo IV, el terrible siglo IV en el que desapareció el 90% de la cultura clásica. La tumba y la ciudad vivirían en breve motines, duramente reprimidos, con grandes pérdidas de patrimonio arquitectónico. Tal vez ahí pudo desaparecer la tumba. O pudo hacerlo en 365, con el terremoto de Creta, que provocó un potente tsunami sobre Alejandría. En todo caso, y a través de un discurso de Líbano de Antioquía al emperador Teodosio, en el 400, se sabe que Alejandro seguía expuesto en Alejandría, de alguna manera y en otro punto distinto a su tumba original. Tan solo un año después, Teodosio penaliza el culto a los dioses paganos, entre los que se contaba Alejandro. Los cristianos de Alejandría destrozan entonces varios templos y puntos de culto en la ciudad, y el cuerpo de Alejandro desaparece, definitivamente. Tras siglos de olvido, cuando Napoleón llega a Alejandría, en 1798, encuentra en la mezquita Atarina un sarcófago en el que se decía que había reposado Alejandro. Interceptado por Edward Daniel Clarke, hoy está en el British Museum. Champollion pudo descifrar, no obstante, su escritura jeroglífica, en 1822. Y descubrió que, en efecto, ese sarcófago había estado destinado a Nectanebo II, en cuya tumba, en Menfis, cuando Menfis fue el centro del mundo, reposó Alejandro, antes de su traslado a Alejandría. Ese sarcófago es tal vez lo que queda de Alejandro y del centro del mundo. Poco. Nada.
No busques el centro del mundo, pues ya no existe. Desapareció. El mundo era pequeño, de manera que era sencillo calcular su centro. Era un centro pequeño y hermoso y prodigioso, y todo el mundo quería ir a verlo. Sencillamente, estaba ahí. Ya no hay centro. Tras su destrucción, se acuñaron monedas con nuevos dirigentes que quisieron ser dioses. Se siguen acuñando. Son monedas de seres ridículos, que ni siquiera aspiran a emular a Zeus o Apolo. Hay miles, millones de rostros conocidos en el mundo. Son deportistas, actores, políticos, cantantes. Pero tantos y tantos rostros conocidos es ningún rostro conocido. Los comerciantes abandonan centros del mundo buscando otros centros del mundo, en los que desarrollar negocios fuera de toda proporción. Nunca lo consiguen. O nunca por mucho tiempo. Esto es, nunca. Se ha intentado crear ciudades consagradas a dioses. Y se ha conseguido. Pero son ciudades consagradas a dioses, no el centro del mundo. No hay centro. No lo hay. En ocasiones pienso en ella, en su lengua transitada por gusanos, por el polvo, por los ratones. Y ya no es el centro de nada, sino algo que no existe. Los muertos no existen, muertos no hay, le dijeron los Sabios de Persia a Alejandro. Y es cierto. Sólo pudimos comprender uno, e hicimos con él, entre todos, el centro del mundo. Lo hicimos tan bien que no lo podemos repetir, salvo en pálidas copias absurdas. No hay centro. Ninguna ciudad o país es el centro. Ni siquiera tu país posee centro. Tu biografía carece de centro. Carecemos de centro. Lo que nos hace, por fin, y tal vez por primera vez, absolutamente libres.
En la Iberia del siglo IV a.C se produce un fenómeno curioso. Se trata de cerámica negra, a imitación de la griega, si bien tosca, bruta, mal hecha. Son intentos, ensayos, falsificaciones de la cerámica griega, un objeto codiciado, frecuente hasta hacía poco, pero que ahora ya no llegaba a la...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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