Imaginación radical
La rebelión ha cambiado de lado
El asalto al Capitolio estadounidense en enero de 2021 y la reciente ocupación de los tres poderes de Brasil componen el negativo a la fotografía de la indignación global de la década anterior
Bernardo Gutiérrez 25/01/2023

Ocupación del Congreso de Taiwán, en 2014.
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Hubo un tiempo en el que ocupar un parlamento era un ejercicio cívico. Durante los seis días que duró la ocupación del parlamento de Taiwán (del 18 al 24 de marzo de 2014), el Movimiento de los Girasoles cuidó del hemiciclo como si fuera su propia casa. Los ocupas barrían, fregaban. Su objetivo político –frenar un tratado de cooperación económico firmado con el gobierno chino– perdería credibilidad si dejaban el Congreso repleto de basura.
Hubo un tiempo en el que ocupar cámaras legislativas era un acto aplaudido por buena parte de la ciudadanía. El #RodeaelCongreso de España del 25 de septiembre del 2012 puso cuerpos al grito “no nos representan” emergido del ecosistema del 15M. En Brasil, el 17 de junio de 2013, una multitud bailó alegremente sobre el techo del Congreso nacional. Además, la ocupación de cámaras legislativas fue una de las marcas de aquella oleada rebelde conocida como las Jornadas de Junio. El movimiento #OcupeCâmara, nacido en la ciudad de Belo Horizonte tras la ocupación de la Câmara Municipal, se expandió por todo el país.
Los indignados debatían en las cámaras ocupadas sobre transporte público y todo tipo de cuestiones. Algunos concejales aparecían por los debates, como expliqué entonces en un texto.
Hubo un tiempo en el que ocupar cámaras legislativas era aplaudido por buena parte de la ciudadanía
En la Câmara Legislativa del estado de Espírito Santo, los jóvenes ocupas instalaron software libre en los ordenadores de los diputados, algo que reduciría algunos millones los gastos públicos en licencias privadas. “Instalaron Ubuntu en los ordenadores que tenían Ruindows Vista”, me explicaba un activista por mail.
La ocupación del Capitolio estadounidense en enero de 2021 y la reciente ocupación de los tres poderes de Brasil componen el negativo a la fotografía de la indignación global de la década anterior. Los activistas y las izquierdas que entonces aplaudían la ocupación y resignificación de las cámaras legislativas, critican hoy duramente lo episodios de Washington y Brasilia. Los antiguos indignados apelan al orden. Y sectores conservadores que hace una década tildaban de perroflautas antisistema a los occupiers emanan un desatado furor contra la clase política.
De la indignación a la furia
Hace unos días, un veterano periodista versado en coberturas de la extrema derecha me confesaba por WhatsApp que si algún colectivo como Extinction Rebellion ocupara un parlamento, él se apuntaba. Hace unos meses, un reconocido pensador de Brasil me contaba off the record que el movimiento global de las plazas de 2011 debería haber ocupado algunos congresos. “Manda narices, al final han sido los trumpistas. Aquí, los bolsonaristas harán algo parecido”, me dijo. Las imágenes de la devastación de Brasilia del pasado día 8 sobrepasaron las previsiones. Parecen fruto no ya de una indignación contra la clase política, sino de una incontenible furia contra el sistema. Por si fuera poco, llegó de la mano de memes y gritos pidiendo la intervención militar.
¿Qué ha pasado en estos catorce años?, ¿cómo es posible que se haya pasado del movimiento de las plazas, que pedía más democracia, a una indignación superlativa que aspira a destruir el propio sistema democrático?, ¿cómo la extrema derecha se ha apropiado del “no nos representan”, del cariz antiestablisment del ciclo de las plazas e incluso del discurso anticasta de la radical left global? Los protagonistas de ambos ciclos (las plazas y la nueva política de izquierda) deberían formularse estas preguntas (y muchas otras). Es evidente que el propio establishment y sus patas mediáticas, políticas y judiciales tienen mucha responsabilidad. Reírle las gracias a los bufones de la extrema derecha (como hizo Mario Vargas Llosa con Bolsonaro), recibir a sus líderes en prime time o aliarse con sus partidos (como hace el PP con Vox en España o como hizo la derecha brasileña con Bolsonaro) son el inicio de un camino de difícil retorno.
Sin embargo, la ciudadanía, la izquierda y todas las fuerzas democráticas deben aliarse para derrotar al heterogéneo movimiento global de extrema derecha. Urge reinventar las estrategias y las tácticas, los discursos y las prácticas. Definir como fascistas a todos aquellos que han caído en las garras de la extrema derecha parece que no está surtiendo efecto. Cocinar programas políticos moderados y transversales para seducir a votantes de centro, tampoco.
La ciudadanía y las fuerzas democráticas deben aliarse para derrotar al movimiento global de extrema derecha
Laberinto Brasil
La convulsa última década brasileña brinda algunas claves. En 2013, la ocupación más rebelde de la oleada #OcupeCâmara fue la de la ciudad Porto Alegre, cuna histórica del Foro Social Mundial. Alguien puso un cartelito debajo de una cruz y un Cristo: Jesús é gay. Algunos jovenzuelos posaron desnudos debajo de los retratos de concejales históricos. El grupo feministas Putinhas Aborteiras (las putitas abortistas), surgido durante la ocupación, dio conciertos memorables en la cámara ocupada. Sin embargo, apenas dos años después, aquel espíritu rebelde estaba monopolizado por el Movimiento Brasil Libre (MBL), una neoderecha radical que se apropió hábilmente de la indignación. En el documental Não vai ter golpe, este grupete de publicistas pijos y estudiantes neoliberales, explica cómo le robaron la merienda indignada a las izquierdas a partir de finales de 2014. Comenzaron usando el izquierdista ritual del cacerolazo (que dirigieron contra Dilma Rousseff). Prosiguieron con buena parte del repertorio de protesta. En 2015, lanzaron una marcha entre São Paulo y Brasilia (mil kilómetros), todo un ritual fundacional. Y acamparon frente al mismísimo Congreso en Brasilia. Cantaban, bailaban, pedían el impeachment contra Dilma Rousseff a golpe de megáfono y de campañas online. “Somos la resistencia”, decía uno de los pijocupas en medio de la acampada. El entusiasmo de la revuelta había cambiado de bando.
Las escenas golpistas de Brasilia facilitan la caricatura del movimiento bolsonarista. Cierto: su ala radical bebe de los discursos de odio y de las pasiones tristes. Sin embargo, el bolsonarismo también derrocha alegría, entusiasmo, ilusión y esperanza. Creen en lo que hacen. Viven su momentum. Protagonizan una insurrección. Son el lado rebelde de la fuerza. Nossa luta é contra o sistema, como revela uno de los vídeos oficiales de la campaña electoral de Bolsonaro.
El bolsonarismo también derrocha alegría, entusiasmo, ilusión y esperanza
Hace unos días, un joven del sur de Brasil relataba cómo sus padres habían sido detenidos tras el asalto a los tres poderes de Brasilia. En la acampada frente al cuartel general del ejército de su ciudad, los padres del joven encontraron su lugar en el mundo. Su lucha, su tribu. “Eran una comunidad hablando la misma lengua, compartiendo las mismas ideas. Pasaron Navidad y Año Nuevo en aquella acera (refiriéndose a la acampada). Culminó con la creencia de que irían hasta Brasilia a tomar el palacio presidencial y no ocurriría nada”, matizó el joven.
Tal vez la pregunta a formular es otra: ¿qué no ha pasado en estos catorce años para que la extrema derecha lidere la rebelión contra el sistema? La democracia defendida por las fuerzas demócratas no parece tan diferente del sistema inoperante y opaco que encendió el grito “no nos representan”. Las grandes fortunas siguen sin pagar suficientes impuestos. Y las condiciones materiales de las mayorías siguen deteriorándose. Ahí podría estar una de las claves: cuando gobierna, la izquierda sigue anclada en el neoliberalismo progresista. Continúa sin tocar los privilegios de los más ricos, de las multinacionales, del gran capital. Puede que en estos momentos de confusión, no sea inteligente la radicalización del discurso izquierdista contra el sistema, para no reforzar a la extrema derecha. Pero sí sería plausible y deseable la radicalización programática, algo que sirve tanto para Lula como para Pedro Sánchez o Joe Biden. Incluso para centristas como Emmanuel Macron.
La antropóloga Alana Moraes se preguntaba, entre la toma de posesión de Lula y la jornada golpista del 8 de enero, cómo sería volver a soñar con un horizonte más radical de transformación en Brasil. Citaba, entre muchas otras cosas, la abertura comunicativa chamánica amerindia, las selvas que imponen límites al monocultivo o las experimentaciones de desaceleración: “Si hemos llegado hasta aquí ha sido porque esos mundos no se dejaron reducir por la realpolitik. Por el contrario: nos mostraron formas de escapar de los chantajes del progreso y de la débil democracia de mayorías”.
Hubo un tiempo en el que ocupar un parlamento era un ejercicio cívico. Durante los seis días que duró la ocupación del parlamento de Taiwán (del 18 al 24 de marzo de 2014), el
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