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Llegué a casa completamente manchado de barro. No había ninguna parte de mi cuerpo que estuviera libre de él. Lo que más me inquietaba era, no obstante, explicarle a mi madre lo que me había pasado, pues yo mismo era incapaz de explicármelo. Por el camino a casa hice varios intentos para mí mismo. Pero todos eran extraordinariamente largos e imprecisos. Por eso fue una sensación de alivio cuando mi madre, al abrir la puerta de casa, me miró, se rio y, ella misma, dijo en voz alta lo que había sucedido. “Te has caído en un charco”, dijo. Yo entonces no lo sabía, pero las personas tienen hijos, precisamente, para verlos volver a casa, por fin, perplejos y sucios de barro, tras caerse en un charco. Pero, por encima de todo, ignoraba, hasta aquel momento, que había una explicación precisa para mi caso, para lo que había vivido –caerse a un charco–, que expresaba quirúrgicamente lo que me había pasado –caerse en un charco–. Esa frase tan breve integraba hechos amplios y confusos, como estar corriendo en el patio del colegio, hacia ningún sitio, siendo perseguido por alguien, que a su vez en breve sería perseguido por otro, y de pronto caer, en efecto, en un charco, del que salí al poco, absolutamente impregnado de fango. La frase emitida por mi madre, en su cortedad, en su carácter conciso e innegociable, era un regalo. Era una lección magistral. La transmisión de un hecho iniciático. Este: el lenguaje puede explicarlo todo, todo, de tal manera que, lo que no puede explicar el lenguaje, no existe, o no ha sucedido. El lenguaje ahorra tiempo, y crea algo que no existe en la naturaleza: precisión. Y no solo eso, sino lo contrario a la precisión: la amplitud de la magia. Aquiles, las Harpías, deben de existir, por tanto y de alguna manera, aunque solo sea en el lenguaje, pues acabo de enumerar esas palabras, lo que les da su validez, incluso vida. Aquel día, sí, caí en un charco, pero salí de él diferente. Poseedor de un espacio vacío, que sabía que se llenaría de frases con sentido, que me convertirían, en el tiempo, en un adulto, tal vez en un adulto imprevisible. Todo ya podía ser imprevisible pues todo ya estaba sometido al lenguaje, esa herramienta poderosa para describir lo imprevisible.
Leo en El amanecer de todo, de David Graeber y David Wengrow, que la palabra fundamental para describir la economía y el conflicto social en el siglo XXI, hoy no es otra que ‘desigualdad’. Es la más utilizada. Es la única, de hecho, pues es emitida, para describir situaciones, por gobiernos, por oposiciones, por personas que jamás serán gobierno u oposición. Se trata de una palabra inocente, meramente descriptiva. Pálidamente descriptiva, incluso. Con la palabra ‘desigualdad’ no se va a ningún sitio, como con la palabra ‘barro’ no podía explicar nada de lo que me había pasado aquel día, en la niñez, en el que caí a un charco. En el siglo XIX existía un léxico creado exclusivamente para describir, en sus más mínimos detalles, los procesos económicos. Palabras como acumulación, alienación, propiedad, capital, plusvalía, mercancía, valor, explotación. Teníamos cientos de ellas. Combinándolas, podías explicar lo que te estaba pasando. Con ellas, podías explicar de manera certera que te habías caído en un charco. Hoy, solo tenemos una palabra. No es ‘charco’. Es ‘desigualdad’. Llamamos a la puerta, se nos abre, se nos escucha, y solo podemos decir, repetir, la palabra ‘desigualdad’. Cuando eso es lo menos severo que nos ha pasado. Las palabras no mueren, salvo que lo que expliquen no exista, y no sea ‘Aquiles’, ‘las Harpías’. Sin embargo, todas las que hablaban de nosotros han desaparecido, sin que hayamos desaparecido nosotros. Tal vez hayan sido raptadas. Con ese rapto, somos niños asustados, volviendo del colegio, sin la capacidad de describir el lodo que nos impregna. No existe el alivio del lenguaje. El lenguaje ya no puede explicarlo todo. Por lo que tal vez ya sea otra cosa, algo parecido al lenguaje, sin serlo. Carece de precisión. Carece de nosotros. Nosotros somos como ‘Aquiles’, ‘las Harpías’. Algo parecido a nosotros. Algo que existió y fue grande, si bien hoy no existe, o no ha sucedido.
Llegué a casa completamente manchado de barro. No había ninguna parte de mi cuerpo que estuviera libre de él. Lo que más me inquietaba era, no obstante, explicarle a mi madre lo que me había pasado, pues yo mismo era incapaz de explicármelo. Por el camino a casa hice varios intentos para mí mismo. Pero...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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